El camino de Chicago

El 30 de mayo, día de la marcha de camisetas blancas en Bogotá en defensa de la Policía Nacional (que te mata), el status quo (que te quita) y los privilegios de la gente de bien (que gobierna en tu contra), la directora del Museo de Arte Moderno de Bogotá, se puso a rayar paredes. Significativo gesto en medio del Paro Nacional, que demostraba la triple tristeza  de Claudia Hakim (durante la pandemia el negocio de buses de su marido quebró, en las movilizaciones del Paro Nacional la gente ha decidido expresarle continuamente su amor a ese modelo de odio sobre ruedas y, también, un grupo de mujeres indígenas le derribó la estatua del fundador de su ciudad). Vamos a hablar sobre esto último.

Dieciocho días después de haberse estrenado como grafitera, Hakim publicó un articulito donde regañaba a quienes aprobábamos la eliminación de un mojón que ocupaba el espacio público del centro de su ciudad. Demostración de pesadumbre titulada «¿Quién tiene derecho a decidir?», que era, básicamente, una columna donde quería enseñarnos varias cosas (y perder de vista otras).

Por ejemplo, que sabe (muy mal) de Ciencias políticas. De ahí que hubiera hecho uso desafortunado de la noción de ciudadanía como factor aglutinante para hablar de lo suyo: el Paro lo demostró, no somos los mismos sujetos de derecho ante el Estado. Es decir, el Estado de Claudia Hakim no-es-nuestro-Estado. Por eso sonaba tan triste y lejana cuando usó la tercera persona del plural queriendo hacer extensiva una preocupación que era sólo de ella: «¿qué [debo] hacer frente a esas gentes que vienen de fuera a reorganizar[me] simbólicamente la ciudad?»

De hecho, fue sintomático que Hakim persistiera en una metáfora  deudora del binarismo de la guerra fría para alegar que quienes le derribaron su estatua eran gentes orientadas por el afán de «imponer un nuevo totalitarismo». De hecho, esa argumentación, usando sus palabras, ofrecía una  idea «no muy generosa de la historia».

Lo primero que hay que decirle a la directora del Museo de Arte Moderno de Bogotá, es que la construcción de todo relato histórico no es fruto de la fortuna. Un fenómeno como el derribo de estatuas lo demuestra y en ello hay de todo menos actos de altruismo: ninguna decisión de importancia para un conglomerado humano deja de pasar por el debate, la discusión y la lucha. En algunos casos retórica, en los más, física.

Por eso no vale el tremendismo de sus afirmaciones. Argumentando que quienes tumbaron la estatua del fundador de Bogotá obedecían —sin explicar muy bien a qué se refería— a «una nueva clase de corrección política», pasaba a decir que la historia que se construirá tras el acto de dignidad de las mujeres misak en la plazoleta ibíd. estará basada en una «memoria mutilada y parcializada». Este aserto resulta simpático por lo que desatiende. Claudia Hakim  ignora deliberadamente que el relato histórico es resultado de actos de construcción discursiva que editan, privilegian y, usando sus palabras, mutilan.

Para su decepción, toda narración histórica asume que en la percepción del devenir de una comunidad existen posturas irreconciliables, las cuales se tramitan mediante el establecimiento de puntos básicos. Una narrativa histórica implica la imposición de un relato sobre otros. En el caso colombiano, esta cuestión se ha decantado por la hegemonía de una serie de mitos defendidos por un grupo humano identificable —en personas como Hakim. Uno de esos mitos señala que es imposible que quienes participamos en la construcción de esta comunidad imaginada podamos definir su destino. Es decir, que debemos ser representados por gentes provenientes de un grupo humano identificable —y que para el caso del campo artístico nativo, está representado en personas como Hakim.

Las mujeres misak sabían eso e hicieron pública su posición. Impusieron su gesto repentino sabiendo que de lo que se trataba era de reactivar una discusión adormilada bajo siglos de cantaleta republicana: «que una avenida de Bogotá lleve el nombre de Gonzalo Jiménez de Quesada y se erija una estatua en una plazoleta responde a un hecho», «los monumentos cuentan la historia y tienen el carácter de museos al aire libre», «la tolerancia es una virtud moral […] hay que encender las alarmas», «tengo una preocupación adicional: el trabajo del artista, del creador». Vamos a hablar sobre esto último.

A Hakim, como directora de Museo de Arte Moderno de Bogotá que es, le resulta vital pensar en la persona encargada de cumplir con el encargo de hacer un encargo. Yo también lo haría. Por ejemplo, pensando si el artista que hizo eso dispuso lo mejor de «su sensibilidad y su creatividad» [lugares comunes de Hakim] cuando hizo eso. O, como la cuestión aquí es de «sensibilidad» y «creatividad», ¿por qué apenas llegó a eso?, ¿tenía tan poquitas «sensibilidad» y «creatividad»?

Sin embargo, hay una luz de esperanza. A la directora del Museo de Arte Moderno de Bogotá sí le gustan las manifestaciones artísticas relacionadas con el derribo de monumentos. De hecho las defiende y le parecen «apropiadas» siempre y cuando cumplan los siguientes requisitos: sean de mentiras («recientemente, Iván Argote, artista colombiano [que ha expuesto en mi galería], realizó un performance simulando un operativo para tumbar la estatua de Joseph Gallieni»), sucedan bien lejos de su ciudad («en el centro de París»), no se metan con sus estatuas («El monumento no sufrió ningún daño ni fue intervenido directamente») y se limiten a la virtualidad («la obra se basaba en un fake visual que originó muchas reacciones en redes sociales e internet.»). Mejor dicho, donde se demuestre que «no es necesario hacer daño o destruir para que la gente se acerque a ciertos conceptos», porque la cuestión aquí no  tiene que ver con lo que significa que los subalternos decidan escribir la historia con actos públicos, sino con negociar, negociar y negociar.  ¡«Hay que seguir el camino de Chicago»!

Guillermo Vanegas
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