Una discusión interna constante

Una discusión interna constante”, sobre Palmeras en la tormenta. Una historia de Lugar a dudas. Cali, Ministerio de Cultura, 2018

El primer relato “nunca contado de los espacios de artistas en Colombia” fue publicado en forma de libro el año pasado y corrió de la mano de Víctor Albarracín, el mejor de nuestra generación. Su portada difícil de fotografiar, de tinta dorada sobre fondo negro, lo destaca dentro de las publicaciones recientes sobre arte contemporáneo local. No es ni libro de banco expoliador, ni catálogo atrasado, ni farragosa reunión de entrevistas descriteriadas.

Sus errores: las fotografías que acompañan los artículos reflexivos, impresas en tinta verde claro sobre blanco y no ponerles pie de foto en las páginas donde aparecían. (Entonces, si uno es aficionado a las columnas de cotilleos y quiere saber quién es quién, debe pasársela bailando con el libro. Si no, pues deja de interesarse por el chisme y se dedica a lo realmente importante: los hechos.) Molestias de diseño y diagramación aparte, este documento quiere ser una rigurosa declaración de principios a favor de la autonomía relativa en pleno auge de esa equívoca expresión de autoayuda de porquería que ha circulado recientemente en nuestro erial: “economía creativa”, “modelo naranja”, las “íes que son como los siete enanitos”, etc.

En este sentido, dentro del universo de publicaciones realizadas por los miembros del campo artístico local, Palmeras en la tormenta es hasta ahora el único impreso que ha dado cuenta sobre la forma en que algunos integrantes de una entidad semiprivada, dedicada a la experimentación visual en una capital regional de país en vías de subdesarrollo (mental), muestran en público sus modos de operar, de construir/fusionar alianzas personales/interinstitucionales y/o de sobrevivir a la convivencia durante catorce años. Así, este conjunto de artículos cortos es a la vez, manual de administración, libro de contabilidad, diario de campo y anuario.

Y, algo que no deja de agradecerse hoy en día, ¡evita narrar su propia historia en clave de emprendimiento amable-lambón! (de esos cuyo dueño fastidioso siempre pregunta “¿cómo te pareció?”, antes de atracarte con unos precios altísimos por la misma basura de siempre), ni se dedica al solaz de volver a contar(se) una épica de inicios-de-comedera-de-mierda-y-lucidez-emprendedora, para pasar al aburguesamiento mendicante, gracias al tesón de sus entrepeneurs, pasantes, colaborateurs y demás precarios. Al contrario, dice verdades.

Atento a lo que sigue emprendedor rolo.

Alguna vez, Phillipe Parreno le dijo al Vicky Dávila de los curadores internacionales que su crecimiento en los centros culturales en la ciudad de Grenoble fue fundamental para decidirlo como artista, sobre todo porque entendió que “esos lugares, incluso más que las escuelas de arte, pueden producir artistas. Como el cine produce realizadores, los centros de arte producen artistas o, más bien, el contexto de un centro de artes puede producir artistas.” Esto, traducido a caleño, bien podría ser el primer balance de Lugar a dudas. Al contrario de los pulpos bogotanos que hablan con la boca estrechita, la gestión de esta entidad apuntó desde el principio a devolver el favor. La misma Sally Mizrachi lo señala varias veces: la ciudad de Cali permitió la aparición del espacio, sus administradores no se empecinaron en el estreñimiento institucional (“todas la becas para mí”, “todos los reflectores para mí”, “todas las alianzas con especuladoras inmobiliarias para mí”, etc.) Porque lo suyo no era el atragantamiento por figuración, sino el trabajo y la escucha.

Desde el comienzo supieron cómo hacer gestión. Comenzaron redirigiendo los recursos que recibieran por la donación de la taquilla de ingreso de la exposición Cantos cuentos colombianos (gestionada por la malograda –por fortuna–, colección Daros), para organizar un plan de trabajo y luego, en una jugada más inteligente aún, acumularon cada logro para seguir buscando recursos. Incrementaron su capital reputacional y no sólo se limitaron a su página web, quiero decir.

A ello sumaron una reflexión casi paranoica sobre su modus operandi, siempre debatiéndose entre dos polos. Mizrachi: “nosotr[e]s […] vivíamos –y aún lo hacemos– en una discusión interna constante, una tensión que se debate entre un programa cargado de eventos y, en el otro extremo, proponer mejor la noción de ocio disfrutable.”

Quizá por ello, acumularon tanta iniciativa amable: “A la hora del té” (reuniones resolutivas); “Clásicos de la provincia” (reuniones genealógicas); La Vitrina (lugar para exhibiciones realmente públicas); Calco (versionado local de arte hegemónico); cineclub Caligari (panorama extendido de cine no popular). Cosa que en el libro se llama “tipología de andén”: reunirse informalmente para conspirar. Quizá por esto, afirmaciones como la de que “una de las cosas que nos hemos propuesto es no durar por durar, sino durar si tiene un sentido hacerlo”, podrían aliterarse por “una de las cosas que nos hemos propuesto es no dudar por dudar, sino dudar si tiene un sentido hacerlo”, para entender mejor autoconfesiones como la de Marilia Loureiro, cuando reflexiona sobre su trabajo como curadora invitada a ese espacio. Al ver la convocatoria internacional, se metió de inmediato en el berenjenal de saber por qué sería pertinente participar (“¿Cómo dibujar varios meses de programación para un espacio donde nunca había estado, con artistas que desconozco, en un contexto artístico que me era ajeno?”), y aplicó. Y, luego, como el lugar, hizo lo propio y devolvió el favor repensando nociones que administradores de otros espacios artísticos solemos dar por sentadas: audiencia, espacio, acciones. A la primera, quiso comprenderla como una población variable de participantes; al segundo, tratar de usarlo para la mayor cantidad de situaciones (“hacer, pensar, festejar, comer, bailar, dormir, o lo que sea”); a las terceras, saber que no sirven de nada si no son un ejercicio constante de imaginación.

No deja de llamar la atención el inventario de ataques anónimos que ha sufrido la entidad por parte de miebr[e]s del campo artístico nativo oportunistas, pools de abogados oportunistas, empresas locales y extranjeras oportunistas, ambientalistas distraídos oportunistas y fanáticos del graffiti interpretacionista, así como la manera en que la institución ha enfrentado cada situación: con ejercicios constantes de imaginación. Lugar a dudas recibe, sistematiza y redifunde la crítica, con la idea de que sólo así se puede construir opinión y cumplir con la expectativa de seguir devolviendo favores: “tú me criticas, yo te publico”. Cuestión tan candente para tanto relacionista público metido a artista que, hoy en día o sólo acepta opiniones favorables, o demanda o borra rápido la publicación para evitarse dislikes. Saber qué hacer con el disenso, eso también es gestión.

Guillermo Vanegas
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