Piloto 2. Departamento Temporal de los Objetos, en la Galería Santa Fe

De izq. a der. (en dirección de las manecillas del reloj): Edwin Sánchez, Inserción en circuito ideológico (2010). Fotografía; Fredy Clavijo, De lo árido (bidones) (2018). Bidones en PVC; Curtiembres populares, Cuero de vaca (2003); Mesa de cacho (2016). Cacho, hierro y bronce; Porcelana (1980). Cerámica con matices brillantes y dorados; Portarretrato (2020). Objetos ubicados en el capítulo III. Pesadilla nacional, exposición Departamento Temporal de los Objetos.

 

Si la reseña anterior terminaba abriendo la puerta de las implicaciones políticas de un objeto cargado de memoria, ésta tomará por el camino más culebrero del examen socio-antropológico de su valor. Es decir, cómo definimos, transmitimos y amamos nuestros objetos. De hecho, esta última categoría será la unidad de medida del presente artículo. El amor. Porque hay que tener en cuenta que nuestra sociedad mata —mucho— en nombre del amor; decir «amor» aquí equivale a un ejercicio de propiedad —sobre cosas y gentes—; y, sí, muchas veces nuestros intercambios se reducen a «cuánto tenés, cuánto valés».

Entonces, imaginemos que vemos objetos a los que no podamos acceder porque suceden situaciones como que

1.- Están a resguardo en algún contenedor —comercial o institucional—;

2.- Son de alguien más —que no deja de recordarnos que esa cosa le pertenece—;

3.- Se usan poco y cada vez hacen más estorbo —pero no son desechados—;

4.- Alguna vez los quisimos tener —y siempre fuimos lo suficientemente pobres para seguir deseándolos—;

Ahora, añadamos que respecto a ese tipo de objetos realizamos ejercicios de producción de significado que pueden ir de lo temblorosamente místico a lo decididamente psicótico. Es decir, sobre ellos construimos afirmaciones como

1.- «Si lo han guardado así es porque debe tener un valor infinito»;

2.- «Si esa persona hace tanta alharaca porque se encontró esa cosa en las pertenencias de su familiar, seguro se trata de algo importante para alguien “muy” “importante”»;

3.- «Si eso lleva tanto tiempo ahí, sus razones tendrán les actuales dueñes»;

4.- «Si llegara a tener ese objeto sería un ciudadano del mundo absolutamente completo».

Es decir, pasan a ser los intérpretes de nuestra identidad. O peor, empezamos a tramitar a través suyo asuntos como nuestra realización subjetiva. En su análisis sobre la definición y el valor del fetiche en ciertas culturas de África, el antropólogo David Graeber recordaba que «el poder adscrito a tales objetos [es] bastante similar a la clase de poder soberano imaginado por [Thomas] Hobbes: no sólo eran representaciones físicas de los acuerdos [sociales], sino que también podían hacerlos cumplir porque eran, en esencia, formas de violencia cristalizada.» (1)

Es decir, cabría la posibilidad de que esa clase de objeto incidiera en la generación —o no— de actos de agresión cuya meta sería el control político y, por esa vía, afectar el afianzamiento/destrucción del vínculo social. En otras palabras, poseer un fetiche —incluso, estar cerca de él—, podría determinar la continuidad de un sujeto como integrante de una comunidad. Siguiendo a Graeber, «el poder es sólo la capacidad de convencer a otra gente de que uno lo posee», pero cuando se pierde esa facultad consiste en «la capacidad de convencerlos que uno debería poseerlo.» (p. 362) Es decir, un acto de performance permanente. Que se complica porque los objetos que-crean/afianzan-la-realidad-social vienen y van.

Así por ejemplo, en períodos de inestabilidad política su valor se multiplicaría al resultar inútiles en el momento de consolidar —como en el caso del dinero—, «un sistema gigantesco de coordinación de la actividad humana» y pasar a ser entes que «realmente crean aquello que representan, pivotes, por así decir, entre la imaginación y la realidad» (p. 369). Es decir, si sumamos objeto + magia + performance, podríamos notar que «la magia nunca está pensada para afectar el mundo material sino sólo a otra gente» (p. 358); que, «los curanderos, genuinos o no, son gente a todas luces poderosa e influyente. Es decir, que cualquiera que estuviera observando una performance [suya] sería consciente de que la persona que tiene frente a sí podría ser alguien cuyo poder sólo se basa en la habilidad de convencer a los demás de que lo posee…» (p. 360). O, y ésta es la parte que más importa aquí,

«… cuando un grupo de personas hace un juramento por el cual crean nuevos derechos y obligaciones entre sí e invocan a un objeto que los golpee a muerte si no cumplen con esas obligaciones, el objeto no adquiere por ese acto el poder de hacer tal cosa. Pero en otro sentido, este objeto —o la fe que la gente deposita en él—, sí tiene el poder de crear un nuevo orden social.» (p. 369-370)

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Edinson Quiñones, Flexon Made in Colombia (2013). Plástico.

 

Objetos que crean órdenes sociales… De ahí que resulte interesante notar varias cosas en esta exposición. Por ejemplo, que en los capítulos cuyo título incluye la palabra «nacional», ésta aparece relacionada con estados cercanos a una ensoñación poco feliz: «Cap. II. Pesadilla nacional» (dedicado a los efectos de la economía del narcotráfico en la configuración de cierta movilidad social de la Colombia posterior a 1970) y «Cap. XI. Espejismo nacional» (concentrado en mostrar las modificaciones en el uso de objetos de procedencia popular para fortalecer discursos identitarios de marcas comerciales y proyectos políticos —o ambos.)

Poniéndonos como nuestros periodistas generalistas, la pesadilla o el espejismo a que alude la curaduría tendrían que ver con eso que se ha denominado, desde hace varias décadas, como «crisis de valores». Básicamente, un señalamiento contra patrones de consumo basados en la ostentación material más una débil reivindicación política por parte de comunidades de emprendedores colombianos de clase baja que se enriquecieron lo suficientemente rápido como para parecer sospechosos frente a potentados tradicionales —e igualmente sospechosos. Es decir, cierta fobia aristocratizante contra esos nuevos propietarios que apresuraron su adquisición de pedigrí en un país marcado por la lacra de la distinción o, mejor, la estigmatización de clase.

Sin embargo, la investigación de esta muestra se aleja de esas vías. Por el contrario, propone que en su inventario de piezas de brillo adicionado —o brillantes por completo—, elaboradas a partir de materiales exóticos —o involucrando una plétora de sus más burdas imitaciones—, rodeadas de una adoración por las armas —o su representación como forma de imposición de respetabilidad—, y apelando a la ignorancia deliberada de las condiciones materiales de su producción de riqueza, más que hablar de traquetismo galopante, piensa en los efectos de ese fenómeno o sus repercusiones.

Así, cuando vincula una vaina de machete de fabricación artesanal y una cartulina impresa que replica los patrones de diseño de un sombrero declarado patrimonio nacional, con su reinterpretación bajo los códigos de producción de obras de arte contemporáneo (Víctor Escobar, Sombrero traqueto (2010); y Machete (2010)), nos hace volver a la fórmula: objeto + magia + performance. Pero para añadir que acciones como poseer/adquirir un rol por efecto esa posesión/cumplir con la obligación de exhibir esa posesión, hasta que alguien la arrebate y repita el ciclo, hacen parte de un acto de deseo y voluntad de consumo. Permitiéndonos comprender que unas llaves de plástico enormes con la punta untada de polvo blanco y objetos elevados a la categoría de patrimonio nacional hacen parte de un entramado cultural donde los fetiches de la historia colombiana reciente no han sido lo suficientemente estudiados ni lo suficientemente reconocidos como para aislarlos de sus contextos de origen y entenderlos.

En otras palabras, que nuestras Pesadilla nacional y Espejismo nacional permanecen criogenizadas en museos acríticos del morbo acrítico —como el de la Fiscalía General de la Nación o el de la Policía Nacional de Colombia, en Bogotá—, secuestradas en franquicias del mito del narcotráfico —series corporativas, narcoliteratura, turismo de aventura—, o aisladas en sectores estancos como el de la historia de empresas nativas que jamás revelarán cómo fue su fase de acumulación de capital a partir del último tercio del siglo XX o su relación con carreras políticas que nos vienen jodiendo desde la misma época.

 

Notas:

1.- David Graeber, Hacia una teoría antropológica del valor. La moneda falsa de nuestros sueños. Buenos Aires: Fondo de Cultura Económica, 2018, p. 344.

 

Departamento Temporal de los Objetos
Investigación: Liliana Andrade
Curaduría: Liliana Andrade, José Sanín, Giovanni Vargas y Bernardo Ortíz
Arquitectura y museografía: Liliana Andrade
Galería Santa Fe
14 de noviembre 2020-14 de febrero 2021
Bogotá

Guillermo Vanegas
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