Invocar, reincorporar, hacer visibles. Aceleracionismo sincero X: Inés Arango, Natalia Gutiérrez, Pablo Lazala + Estudio el Cajón en El Parqueadero

Hasta el momento, una de las experiencias más significativas del retador panorama expositivo que será la programación para artes visuales de este año en Bogotá es Fantasmas y paratexto. Proyecto que concluyó su fase presencial a finales de marzo y que durante su desarrollo atravesó varias de las etapas de duelo que vienen agobiando a la especie a partir de 2020: pandemia = muerte; lenta respuesta institucional = negación; exigencias institucionales sorpresivas = ira; adaptación a la virtualidad = negociación; reinicio estratégico = aceptación.

En su devenir Fantasmas y paratexto ofrece una estratificación que obliga a contemplar varias circunstancias. Por ejemplo, a la manera de auto-homenaje etimológico involuntario, la muestra (ganadora de la Beca para Espacios en Residencia 2020 en El Parqueadero), terminó convirtiéndose en un fantasma que se apareció cinco veces, operando de manera acumulativa en cada emersión:

Manifestación 1: luego de que se desencadenara la pandemia, fue espectro que se quedó en el limbo.

Manifestación 2: poco a poco incorporó el aprendizaje de dificultades y ventajas para adaptarse al nuevo panorama —digital, de socialización controlada— y expandir su formulación original.

Manifestación 3: activó estrategias para adaptar hipótesis y recursos —nueva página web, nueva convocatoria a residentes, nueva programación de eventos.

Manifestación 4: fue vista en 2021 para cumplir el componente presencial que exigía la Beca.

Manifestación 5: se puso en estado de hibernación, a la espera de cumplir con su componente editorial.

En medio de tanto irónico o afortunado o paratextual guiño del destino, esta exposición se obligó a la multiplicación de esfuerzos por parte de su equipo para hacerse pertinente, eficaz y operativa.

Antes de la pandemia, consistía en tres talleres (Teorías contrahechas; Trabajar el archivo. Despertar al fantasma; Entre reliquias y ruinas), a través de los cuales se buscaba invocar, reincorporar, hacer visibles los aspectos que rodean la producción de una exposición de arte en un espacio institucional. Según el equipo, estas podrían ser «el montaje, el desmontaje, las anécdotas, el concepto a medio formular, el discurso libre en medio de una conversación estresante, la gestión con la burocracia, las exposiciones que ya no están montadas y que ahora residen en contenidos impresos, archivadores, discos duros y redes sociales».

Así, Arango habría de encargarse del taller dedicado a la producción oral (borradores/preparación de ideas curatoriales + chismes alrededor/contra la exposición); Gutiérrez, de la revisión de archivo (material descartado de exposiciones pasadas + arqueología de eventos realizados en el espacio); y Lazala, a las fases de materialización (preproducción, producción, postproducción). De otra parte, las variables que asociarían los resultados de estas actividades fueron la temporalidad y la performatividad. La primera permitiría invocar, reincorporar, hacer visible el proceso de realización de una muestra. La segunda, vincular procesos derivados de la lógica artística (conferencias performativas, escrituras curatoriales) con las condiciones de exhibición que ofrecía el espacio anfitrión.

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Dentro del campo artístico bogotano existe la idea de que El Parqueadero es uno de los lugares institucionales más difíciles para hacer exposiciones. De hecho, quienes han trabajado allí opinan que a pesar de ser anejo al Museo de Arte del Banco de la República, no por ello deja de ofrecer más desventajas que ventajas. Generalmente, se le piensa como sede expositiva tipo plan C o plan D o plan Z; es decir, cuando ya no hay mejores opciones en el centro de la ciudad.

Es por esto que la lógica de visibilización de los talleres en la estructura del proyecto original de Fantasmas y paratexto resultara tan interesante. Por una parte, porque tomaba aprecio por un sitio tan lóbrego, húmedo y frío —de hecho, hacía acopio de las implicaciones fenomenológicas de que una sala de exposiciones fuera lóbrega, húmeda y fría—, para incidir en él con una infraestructura que recordara las convenciones de los contextos exhibitivos. Básicamente, se proponían una plataforma semicircular de baja altura, ofrecida como podio para que cualquier persona pudiera subirse, sentarse y dar su discurso; una serie de columnas que repetían a las ya existentes en medio del espacio; y un gran vidrio transparente atravesado en las graderías del plano inclinado que cierra la sala, planteando tanto la idea de división como la de tablero para anotaciones efímeras.

Antes de continuar, es necesario señalar que uno de los puntos de partida de este proyecto fue la exposición que curara Inés Arango en Mas Allá, luego de que Pablo Lazala desmontara su muestra Corrección de Stÿlos en el mismo sitio, dejando una serie de rescoldos que terminaron por tatuarse en el piso del lugar. La exposición inicial consistía en una retícula de columnas que iban de piso a techo y simulaban las de la construcción original, ofreciendo una no-vivencia de la misma. De hecho, además de imponerse como intervención física del espacio de exposición, en el texto que redactara para el evento el artista e investigador Nicolás Vizcaíno no dejaba de señalar con una sabrosa autoironía (hoy extinta de todo espacio de arte rolo —😢—) que

 

«de manera análoga a como este espacio está siendo utilizado para pensar el espacio de texto dado, y el arquetipo convencional en sí mismo, el amigo Pablo ha elaborado la obra que presenciamos y por la que estamos aquí reunidos. Esta instalación parte de una línea crítica materialista al espacio de consumo institucionalizado del arte, trazada entre otros por Richard Serra y Daniel Buren, para pensar ahora en la especificidad emocional más allá de lo político, del espacio doméstico de exposición que ofrece Mas Allá en Bogotá […] La columna no pretende develar el aparato ideológico dominante ni las condiciones opresivas de producción, ésta, además de ser el soporte textual de la obra, se utiliza en su dimensión generativa y no estructural, así como este texto puede ser un intento descriptivo gramático generativo y no estructuralista: una descripción del sistema cognitivo que permite a los asistentes a exposiciones producir e interpretar las construcciones que pueden formarse en su ejercicio de espectadores.»

 

Toda una ecuación metacuratorial: exposición capaz del autoanálisis (Lazala) deriva en curaduría metaexpositiva (Arango) para provocar exposición autoanalítica en espacio de museografía difícil (Fantasmas y paratexto).

De ahí que sea necesario redundar en las minucias de cada taller. El de Arango apuntaba a estudiar lo que ella denominaba Teorías contrahechas. Aquellas «hechizas y a medio hacer [que] jamás se publican. Se quedan en el aire, no se escriben y si se escriben, se dejan guardadas en un cajón.» Un enorme panorama de proyectos no realizados, árboles no sembrados, libros no leídos, hijos no paridos, dentro del que también podrían caber la frenología, la piramidología y las pseudociencias en general. (De hecho, y aunque se sale de la línea de reflexión de este texto, ese inventario y su ampliación, podría llevarnos a pensar sobre la aparición e influjo de esa clase de visiones de mundo en sociedades específicas, su contraste con el modelo racionalista-instrumental y los contextos en que aparecieron. Por señalar sólo una: la implementación del espiritismo como práctica fuertemente extendida desde unos Estados Unidos traumatizados, más que con la Guerra de Secesión misma, con sus efectos a nivel familiar y personal: la desaparición instantánea de un enorme grupo de habitantes vía la introducción de lógicas industriales de producción a bajo costo en campos de batalla donde los varones querían volverse mierda a punta de metodologías caballerescas: la ametralladora contra las medallas. Así, ante la pérdida masiva de seres queridos lo único que quedaba era invocarlos para preguntarles por deudas impagas o promesas pendientes. La ouija y la contabilidad.)

Volviendo al taller. Este era entonces un espacio de trabajo vanguardista —en el sentido de fusionar arte/vida— donde bien podrían caber las asociaciones libres, los interjuegos con el azar, así como la reflexión académica más elevada o el exhibicionismo erudito menos elegante. La misma Arango apuntaba en este sentido al aclarar que «este laboratorio propone apropiarse del lugar de la verdad y lo comprobable, para declamar sobre hipótesis surrealistas, con lógicas tergiversadas, falsas, sin fundamento, versadas hacia lo paranormal, lo místico y lo grosero.»

Por su parte, el taller de Gutiérrez comenzaba por extraer implicaciones para el cubo blanco desde la etimología del fantasma: «una exposición nace y muere, usualmente, dentro del mismo espacio; pocos asisten a su nacimiento y pocos asisten a su muerte» pero de ella quedaba su recuerdo. Lo que equivalía a auscultar en el archivo vertical de la Biblioteca Luis Ángel Arango, la colección Carteles, folletos y hojas sueltas de la Biblioteca Nacional de Colombia y el archivo de arte en Colombia de la artista Beatriz González, para «hacer una revisión de las exposiciones de arte realizadas en el M[useo de] A[rte] M[iguel] U[rrutia] y a través de ejercicios de exploración del archivo, […] señalar la existencia de exposiciones pasadas y traerlas al presente sin […] que pierdan su identidad como sucesos del pasado.»  Revisionismo del bueno.

Sobre todo porque mediante el rescate de lo paratextual podría reivindicar líneas historiográficas poco estudiadas o cuyos fantasmas, incluso, habrían sido arrinconados persecución teórica mediante. Gutiérrez es menos melodramática: «¿Se puede hablar de una historia en mayúsculas de una institución como el M[useo de] A[rte] M[iguel] U[rrutia], con una linealidad? O más bien, ¿el ejercicio de borramiento que siempre ocurre al final de una exposición, el regreso continuo al cubo blanco, hace parte también del modo en el que se enlazan los distintos proyectos de dicha institución?»

Finalmente, Lazala recuperaba el tropo Museo-Mausoleo, para volver su mirada hacia la mayor pifia de la historia del arte contemporáneo colombiano (la Autodonación Botero y el secuestro de valiosísimos metros cuadrados expositivos en un Museo —obviamente— ibídem), y añadir que la patrimonialización de todo objeto en una muestra museal impone dispositivos apegados a la limitación del contacto y la administración del tiempo: «las exposiciones temporales son intocables de principio a fin. No se puede entrar a los montajes, los montajistas tienen permiso por parte de [la oficina de] museografía para tocar lo que no se debe tocar, pero sólo de 9 am a 5 pm, de lunes a viernes. Exceptuando el martes, porque el museo está cerrado.»

A partir de esto, sugería el diseño de una coreografía que permitiera dar cuenta del proceso de puesta en espacio de una exhibición atendiendo a su concepción —en el sentido obstétrico— y su desaparición —en el sentido físico—, subrayando que era precisamente ahí cuando la exposición estaba «realmente viva» pues se la podía «tocar, destruir, trastocar». De esta manera, articulaba las presentaciones a la manera de un diagrama de flujo para que las personas participantes entendieran la necesidad de apreciar una exposición como corolario de una serie de esfuerzos consecutivos: gestión de recursos + organización de equipos + asignación de tareas + realización de las actividades + aparición de fantasmas.

Pero lo que sucedió fue otra cosa. Otra mejor.

 

Fantasmas y paratexto
Inés Arango, Natalia Gutiérrez, Pablo Lazala + Estudio el Cajón
El Parqueadero –  Museo de Arte, Banco de la República
Noviembre 2020-marzo 2021
Bogotá

Guillermo Vanegas
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