Ver nacer el mundo. Aceleracionismo sincero XVI: Alejandro Londoño en SGR

 

Como siempre que se trata de inteligencia artificial, esta instalación consistía en un cúmulo de ensayos visuales que no se sabe muy bien si eran alegres u optimistas o estaban en tensión y a punto de ponerse a la ofensiva. Como siempre que se trata de un hijo deseado, aquel salón de juegos infantil pequeño-burgués reclamaba atención al detalle. 

Localizado desde comienzos de octubre en el último piso de una galería bogotana de mediano formato, este proyecto de Alejandro Londoño consistía en la escenificación de un espacio donde el artista hacía una apuesta por el posthumanismo sin dejarse acompañar del neofascismo (que reza «es necesario empezar a mejorar genéticamente a la humanidad que viene»), ni del marketing megacorporativo (que exige «las únicas ficciones deben ser algorítmicamente producidas»). Al contrario, apelaba a la reflexión monográfica.

Por una parte, esta exposición venía a ser la conclusión de algunas de las indagaciones que Londoño ha estado realizando respecto a los efectos de la aplicación de código para (casi) todo, la generalización de la interacción digital a (casi toda) nuestra vida cotidiana y la construcción de conocimiento en entornos autoritarios corporativos híperespecializados. Un balance a partir del cual, quizá, el artista tome nuevos rumbos, se detenga para mirar con mayor concentración o se desvíe para empezar por otro lado. Por ejemplo, el de la antropología visual, el de la sociología de la técnica, el de la etnotecnología o, como no, el de la historia del arte. De hecho, se debe indicar que su deriva tecnológica dio inicio, precisamente, en esta disciplina. 

Primera digresión ontológica: aunque obvio, es necesario aclarar que como todos los artistas de nuestro contexto Alejandro Londoño produce obra a través de/a partir de la mediación tecnológica. Por señalar sólo una de esas condiciones de producción: siguiendo su rol de urbanita, no extrae de la naturaleza materiales con qué fabricar las herramientas con qué producir sus imágenes, ni cultiva con sus manos los productos que va a transformar en arte por medio de dispositivos externos. Esto conduce a pensar en el momento de su trayectoria en que dejó de lado la manipulación de objetos/imágenes para representar/interpretar la realidad visible, y dedicarse a la mediación digital de las imágenes y sus posibles traducciones físicas. Es decir, contemplar su obra exige una genealogía que permita entender con mayor facilidad el paso que dio de autor retiniano a investigador-ingeniero de sistemas  protoconceptual. 

Así, hay que regresar a su serie Historia Universal de la Pintura y tener en cuenta que éste fue un proyecto que empezara hacia el final de su pregrado. Básicamente, consistía en la adopción de aquella noción del arte conceptual como taxonomía, lanzada en su momento por el artista Sol Lewitt. Es decir, el desarrollo —en palabras de Londoño—, de «series y proyectos que pretenden agotar las posibilidades formales dentro de un conjunto específico de elementos…» De esa manera, se acercó a la historia del arte hegemónico para convertirla en categoría de búsqueda desde la cual generar el mayor número de ramificaciones. Además, lo hizo cuestionando la pretendida objetividad de esa ciencia subrayando lo mucho que de caprichosa, política y racialmente sesgada es en su estructura. Sin embargo,  su interés no era el de asumir reivindicaciones poscoloniales, de género o clase, más bien quería operar como el programador de un grupo de imágenes para clasificarlas y hacer evidente en esa actividad la imprescindible formación de sesgos. Por ejemplo hacia  

«… ciertas manifestaciones pictóricas [a través de] elección y descarte […] por gusto personal y no por otra cosa [lo que impica que] si hay inclusión de completos desconocidos y exclusión de grandes maestros es porque quiero abarcar estilos, maneras y gustos distantes entre sí.»

Ese camino hacia la programación continuó con El paisaje doméstico, serie de pinturas de líneas de colores en secuencia, montada sobre paredes rojas. Un conjunto de representaciones donde lo que menos aparecía eran los dejos manieristas de ese género tan conservador. Todo lo contrario, esquematizando tonalidades derivadas de imágenes pre-existentes para pasarlas a pautas de color digital y luego transfiriéndolas a pigmento sobre soporte, Londoño quería evitar la (familiaridad de la) mirada goda. Y sin ir tan lejos como en Historia Universal del Arte, se hizo preguntas relacionadas ya no tanto con la tradición del arte de norte global, como con referentes más cercanos. Por ejemplo, terminó hablando mediante invocación historiográfica con el pintor e instalador facatativeño Carlos Rojas quien durante la década de 1970 acometiera la serie Horizontes apelando a recursos formales semejantes. 

Si bien esta no fue una variante específica de la obra de Londoño permitió una serie de preguntas de índole curatorial que da constancia de ese diálogo intergeneracional: ¿cómo sería una exposición que intercalara ambas series? ¿Qué recursos curatoriales, museográficos y teóricos habrían de ponerse en juego para adelantar ese encuentro de manera satisfactoria? ¿Cómo poner a interactuar en una muestra de esas características la decisión del segundo autor de incluir una capa adicional de discurso, proveniente del lenguaje maquínico? O teniendo en cuenta el escenario donde éste artista suele presentar su trabajo, ¿esas pinturas deberían comercializarse con o sin texto? ¿Cómo podría plantearse comercialmente un nicho de ventas que vaya de Rojas a Londoño, mostrando el interés del primero por cuestionar la vertiente más convencional del paisaje como género (híper)tradicional, mientras el segundo tomaría el relevo para incluir las variaciones de inteligencia artificial que le sirvieran de complemento tecnológico desde la década de 2010?

No puede dejar de reiterarse que el recurso lingüístico llegó a ser tan importante en esta etapa de la trayectoria de Londoño que, inclusive, fue utilizado para redactar una declaración con evidentes tonos de autobiografía bajo cierta retórica tecnológica: la descripción literaria de un ciberpintor ideal que hacía uso, indistintamente, de visión fisiológica y computarizada:

«Cuando la imagen de ese atardecer marino le sorprendió por la mañana, el Blanco Navajo (ffdead), derivado del Rojo (ff0000) y del Amarillo (ffff00) y en composición similar al Cajón de Arena (fef5ca) o al Salmón Claro (ffa07a), pudo ser identificado como tono de transición entre el Azul Acero (36648b) y el Rojo Naranja (ff4500). Lo identificó cuando recorría el Boulevard Albert 1er en el Street View desde un cómodo asiento que predominaba en su sala de estar; lo identificó enseguida porque únicamente veía colores: habituado a la pantalla, su experiencia sensible se había reducido casi por completo pero sus agudos ojos podían reconocer y catalogar hasta 256 tonos del espectro electromagnético. Así reducido, observando y distinguiendo colores, había derrochado los días y las horas, incluso las semanas, inmerso en un espectacular programa que con el tiempo se convirtió en vicio.»

Siguiendo la ruta de esta narración postpunk, o mejor, postgibsoniana, que trata de describir el proceso de maduración psicológico-profesional que poco a poco ha seguido ese ciudadano-artista, Ver nacer el mundo podría tomarse como la precuela en la novela individual de ese mismo pintor. Una origin issue dedicada a un holobionte tecnológico que ahora mismo está navegando en internet, tragando saliva, parpadeando 14.400 veces por día, bookmarkeando links, buscando actualización filosófica y almacenando Gigas de código en carpetas cuyo nombre termina con la extensión mental «para cuando lo necesite» (y quizá jamás vuelva a abrirlas), pero que cuando era niño fue inteligencia artificial buscada.

Segunda digresión ontológica: no hay que olvidar que Ver nacer el mundo fue también una obra que metaforizaba el intento de crear condiciones-adecuadas-de-vivienda para una inteligencia artificial bebé. (Qué miedo). En este sentido, permitiría ampliar sus redes de sentido para llevarnos a pensar en Alejandro Londoño como un progenitor que fue capaz de catexizar a su hijo/a/e/x y le preparó un contexto de bienvenida a la vez que le imaginó nombre o género. En este sentido, traza una muy curiosa y tierna relación con el David Hockney de Una historia de las imágenes cuando el pintor se refiere en el capítulo «Unos trazos», al sorprendente Un niño que se enseña a caminar, de Rembrandt. En realidad la exégesis del británico consiste en una declaración de amor por tres vías —la de Hockney hacia el dibujante, la de éste por las escenas cotidianas y la de una familia atenta, pero asustada, por su vástago, inmaduro pero atrevido— que vale demasiado la pena como para citarla en extenso: 

«La madre y la hermana sujetan al niño, la madre con firmeza, la hermana más dubitativa, y Rembrandt observa cómo mira al rostro del niño para ver lo inquieta que ella está. La líneas de los hombros lo indican magníficamente. Giró la pluma, incluso, y raspó la tinta para darle énfasis. Me hace ver la cara del niño, y un trazo leve o dos me indican su preocupación. Entones deja uno de ver madres y hermanas, y empieza a ver tinta, los trazos hechos a mano, aprisa.

«El rastro de la mano de Rembrandt sigue vivo. La mirada puede ir y venir entre la tinta sepia, la hermana, y el trazo rápido, la madre. Qué reconfortante abandonar la superficie física del papel hasta su desaparición a interpretar el “tema”, y volver atrás.  ¿Cuántas capas maravillosas tiene este dibujo? 

«La madre tiene un perfil doble, picassiano. ¿Fue un accidente con la pluma que después usó como un maestro? Ambos perfiles hablan del personaje de un modo fascinante. La falda es irregular, sin verdadero detalle; parece que lo sabes, y te maravilla cómo lo sugieren esas líneas escasas. 

«Al percibir el poderoso triángulo compuesto por el padre agachado, con unos ojos de emoción que son dos preciosos pegotes de tinta, reparas en el espacio tan complejo que forman las figuras. Pero después tienes a la lechera que pasa por allí y presencia una escena quizá muy común, y sabemos que el cubo está lleno de leche. Notas el peso. Rembrandt lo indica de manera perfecta y escueta con… ¿qué? Con seis trazos, los del brazo extendido. Muy pocos se acercan a esto.»  

Además de disfrutar esta enumeración de pasos, vale la pena pensar en su traslación a la obra de Londoño e imaginar la cantidad de etapas que siguiera para diseñar ese escenario donde aquella inteligencia artificial-no-hipotética habría de dar-sus-primeros-pasos; la manera en que subrayó esa preocupación de manera escueta con ayuda de… ¿qué? Pintura, estanterías y objetos que demuestran relación de cercanía y temor por el futuro de ella/o/e/x y de su padre; o cómo este artista intentaba resolver a inicios de la década de 2020 su inquietud sobre la progresiva consolidación de mentes artificiales cuyos autores están ensayando modelos de autonomía en otras latitudes (1); o de qué manera las decisiones visuales que tomó reflejan sus propias aspiraciones y dudas, gustos estéticos y sensaciones de candor en plena contemplación fascinada de una enorme multiplicidad de cambios tecnológicos acelerados. 

Notas 

1.- Que se sepa, aquí en Colombia la inteligencia artificial no se produce (y si ha sucedido no hay evidencia de que se busque su popularización); todo lo contrario, ha sido importada para que la policía gestada al interior del régimen uribista persiguiera y aniquilara contradictores políticos o sustentara la invención de atentados que justificasen la agresión de manifestantes durante el más reciente Paro Nacional. Véase, Daniel Coronell, «Los motivos del hacker», Los Danieles, 11 Julio 2021 y Paula Bolívar, «Ciberataque al Mindefensa durante marchas fue un autosabotaje: FLIP», W Radio Colombia, 29 de octubre 2021.

Alejandro Londoño

Ver nacer el mundo

Sala de proyectos SGR

7 de octubre – 5 de noviembre

Bogotá 

Fotografías: Sebastián Cruz

Guillermo Vanegas
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