Transferencias irreversibles (sobre En simultáneo, exposición de Mateo Cohen)

                                

¿Qué pasaría si la obra de arte visual realmente transfiriera «algo»? Hoy por hoy, las masas piensan que el arte visual fue y es un engaño, un juego cercano al diseño que nunca transfirió nada importante, ni siquiera la utilidad del diseño y que exhibe «bestias» sorpresivas (Botero, Warhol, Kiki Smith) en museos comérciales, como las de las ferias de variedades de los viejos circos: el arte como sorpresa bestial. Es cierto que cantidades de colchones orinados (o nuevos) y desperdicios en museos han ido sembrando esta idea de la imposibilidad de la transferencia del arte de los artistas a la audiencia. La audiencia quisiera que el arte prometiese algo que se verifique mental o sensorialmente, una transacción de inconscientes entre sujetos mediada por la obra de arte. Hoy, sabemos que el cine de superhéroes no es capaz de hacer esta transferencia inmortal, solo la obra de arte tiene este poder diferencial y por eso sigue viva.

Algunas obras de arte transfieren «algo» mientras se centran sobre la transferencia misma. La transferencia fue un término depredado por la economía y la psiquiatría, pero operativo para las ciencias humanas desde siempre. En arte, la transferencia existió antes de todo, es su único activo. En la novela Dormir al sol (1), por ejemplo, un angustiado Lucio Bordenave le cuenta, en un largo informe epistolar, a Félix Ramos, su amigo de infancia, que internó a su esposa Diana —estéril pero cada vez más amante de los animales— en un instituto frenopático. Luego de meses internada, no dan razón de Diana. Su cuerpo se «ionizó» y emigró a Marte mientras era sometida a una ultra tecnología de transferencia. Espiando, Bordenave está seguro de que el alma de Diana fue «transferida» a una perra: una mastina criolla, grande y amarillosa, de pelaje corto y brillante que viene semanalmente a visitarlo y se posa en la puerta de su casa por horas y llora sin ladrar. Sin duda, el cuerpo de su mujer fue teletransportado a otro planeta.  Como un ser activo, Bordenave contrata a Standle, un adiestrador alemán de perros para que con su «psicología canina alemana» se comunique con el alma de Diana, sea cuando la perra esté sentada frente a la casa o cuando se la encuentren en el parque, donde Diana corre sin parar y sin dejarse examinar. 

Esta grandiosa lección de antipsiquiatría esconde, al final, el objetivo inalcanzable de la terapia frenopática: si el terapista logra, con amor y destreza, vencer la resistencia del paciente, conversando se puede transferir el síntoma al terapista y una ideal cura mental se posibilita. Al tener una mutua zona franca donde el deseo del terapista por desentrañar el inconsciente del paciente y el deseo consciente del paciente por esconderlo, la transferencia (¿una consignación?) del inconsciente del paciente al consciente del terapista es posible. La inconstancia es la clave del éxito de la zona de transferencia. Aunque provocada por el terapista, es mutua e ilimitada entre ambos.(2) Todo esto no es sino es una ampliación erotizada de la vieja Teoría de la comunicación. 

Aun así, una parte del arte modernista parece no transferir nada a la audiencia y museos hiperdiseñados en su arquitectura han hecho un gran esfuerzo por hacer del arte modernista «algo». Uno de estos esfuerzos sucedió en 2003. Durante 12 semanas, en seis apariciones magistrales, el jefe de pintura y escultura del Museo de Arte Moderno de Nueva York, Kirk Varnedoe, dictó la edición 52 de las mundialmente reputadas Conferencias Mellon en la Galería Nacional de Arte de Washington. Bajo el enigmático título Imágenes de nada (3),  Varnedoe convenció a miles de asistentes de que la nada es algo. Pareciendo nada, el arte contemporáneo es actor fundamental de los desarrollos modernos (4): este arte de hoy es una actividad funcional y constitutiva del pensamiento actual. Según Varnedoe, gracias al giro lingüístico (5), se pudo hablar de lenguajes artísticos (y de lenguajes dentro de todas las disciplinas) y los artistas del siglo XX y XXI ofrecieron y siguen ofreciendo en sus obras manipulaciones, tropos visuales, alegorías, superposiciones y fusiones de lenguajes artísticos, interdisciplinares, que, de entenderse el arte solo como una extensión mimética de lo visual, nunca se hubieran podido producir y el arte nunca hubiera sido un instrumento epistemológico capaz de instrumentalizar visiones del presente e inspirar a la sociedad en general.

En el Alto Modernismo ciertamente hubo obras de arte que no son ilustrativas, pero que son complejas construcciones lingüísticas que parecen solamente ofrecerse a ellas mismas en su materialidad o aparecer como «mudas» ante la audiencia. Peor aún, en obras como las de Mateo Cohen, en su exposición En Simultáneo, una parte de la muestra parece destacar, no tanto las pinturas «artísticas’» sino las paredes, raspaduras, canaletas y cableados de la casa que las aloja. De hecho, Cohen a veces pinta sus pinturas para deshilacharlas total o parcialmente y hacer convivir las hilachas con las rocosas limaduras de profundas erosiones causadas mecánicamente por el mismo Cohen: en el suelo se pueden encontrar, no tan fortuitamente y como si fueran «máquinas de coser y paraguas sobre mesas de disección», las hilachas con los detritus del garaje de esta casa, que regresó a su estado de obra gris. 

Volviendo con la pregunta inicial, ¿qué transfieren las obras de Cohen a la audiencia? Nada. En los deshilachados pictóricos de Cohen (hechos con la perversa excusa de ver las marcas de pigmento que quedan entre la capa de imprimante y la parte trasera de las telas), el proceso es irreversible. La pintura, desde las cavernas, pasando por Egipto, Bonampak, el Renacimiento o la rola Escuela de la Sabana, fueron objetos intocables cuya parte interna, material y de soporte era constitutiva, inviolable, o al menos inaccesible dentro del respeto que sus sociedades les impusieron. Por eso las pinturas se fijaban y se barnizaban, como parte de una filosofía de eternización, donde el soporte era innombrable. El soporte, el cuerpo de las pinturas, equivale al cuerpo mismo de las momias peruanas o egipcias: su base es la nave para que la transferencia hacia el «más allá» sea incuestionable. En Cohen, el soporte se visibiliza, la promesa de eternidad se pierde, pero lo vemos en el presente con belleza y técnica pictórica. Lo ultraestetizado cree superar la muerte y ese es el riesgo de nuestra cultura actual.

Cohen mismo confiesa que no sabe qué hacer con la materia colgante, los intestinos pictóricos que ningún médico esteticista podría poner en su lugar, aunque en realidad estas telas fueron organizadas por maquinas robotizadas, dentro de empresas multinacionales de telas. La conclusión es devastadora, pero con algo de terapia frenopática lograremos aceptarla: el poder de la pintura fue posible hasta que los mass media usurparon su capacidad de provocar el deseo de los artistas y lo transfirieron a la cultura mediática. Lo que queda es un soporte pictórico estéril pero que, sin embargo, y siguiendo el muy colombiano dicho de «raspar a olla [hasta agujerearla]», se puede pelar o deshilachar hasta que podamos ver su constitución inicial: el esqueleto de la cultura, ya no como Espectáculo, sino como recordatorio de que si juegas con candela las quemaduras del arte y artistas son irreversibles. El accionar artístico de Cohen, una retorcida, aunque bellísima manera de la entropía, es ampliada ¡por fin! a lo comunicacional, en el sentido de cuestionar el soporte, no el mensaje (volviendo al viejo dictum de Mc Luhan «el medio es el mensaje»). 

Hoy en día, los curadores han idealizado la entropía como fuente artística, hasta el punto de desatender su factor indeciso. La obra de Mateo Cohen no es —nunca lo fue—sobre entropía ni sobre deconstrucción. Es una obra que insiste en transferirnos un sentido poético del presente, una lección de frescura, pero, como las flores, se marchitan al contacto humano.

Antes de toda esta bazofia mediático-entrópica que la obra de Cohen parece criticar lateralmente, una película destacable que involucra los temas de apariencia, soporte y posibilidad de la transferencia desde lo visual es El hombre con rayos X en los ojos (6), dirigida y producida por Roger Corman, por quien gente como el escritor Andrés Caicedo y sus asociados caleños apostaron todo y tenían razón: Corman es un illuminati al reconocer partes de la cultura modernista, sea artística o científica, como generadoras, en un momento u otro, de monstruosidades irreversibles.  En esta notable fábula (todo el cine de Corman y de Hollywood, en general, es de fábulas), un doctor abusa de su ciencia para querer ver «más allá» (aunque no el más allá), e inventa unas gotas que le permiten ver a través de la ropa. Pero las gotas son más poderosas que el oftalmólogo y termina viendo en negativo los huesos y estructuras de todo. Al final, el doctor quiere ver un destino en toda esta empresa y le confiesa a un sacerdote que es capaz de ver, no solo la estructura, sino el destino del universo. El sacerdote lo maldice y el doctor desperdicia sus biotecnológicos ojos arrancándolos con sus manos, y muere.                                

Lo que queda son obras como la de Cohen que, ciertamente, operan dentro de la lógica del detritus. Pero no debemos confundir esto con un neo-informalismo o cierto ruinismo que abunda en el arte actual. El informalismo europeo de 1955-65 fue atractivo por su desgano compositivo: dentro de las herramientas o «lenguajes» que el arte adaptó, una fue la de la descomposición, una manera visual del vómito existencialista, producto de la segunda posguerra y que practicaron, irónicamente con gran factura, en Colombia Álvaro Herrán o en España Antoni Tapies.            

                                                                                                                    

La obra de Cohen, entonces, transfiere un finalismo, afortunadamente anti apocalíptico, anti ruinista. El Ruinismo, esa idea de que toda modernidad es maléfica y que debemos recuperar físicamente las ruinas de un pasado idealizado solo por ser ‘ancestral’ no tienen nada que ver con Cohen. No hay nada ancestral o informalista en la obra de Cohen, pero tampoco nada futurista. Sus deshilachajes o sus pequeñas pinturas no pretenden sino estar por estar. Si en arte y psicoanálisis fue importante la transferencia, lo que demuestra Cohen en En simultáneo es que existe cierto aire de unilateralidad ontológica, un finalismo irreversible que ni el arte ni la terapia mental tuvieron en cuenta. Al llevar el arte contemporáneo los lenguajes del arte hasta una promiscuidad vergonzosa, la obra de Cohen se muestra como un pabellón de quemados: pinturas que operan como cicatrices de la imposibilidad de la transferencia o del abuso de la ficción de que la transferencia era posible. La posible transferencia queda hecha polvo o hilachas. Nos enseña Cohen que tal vez debemos pensar una teoría de la comunicación y del arte (y de la terapia mental) que no dependan de la transferencia sino de la percepción y el goce estético per se.  

 

Notas

1.- Adolfo Bioy Casares. Dormir al sol. Buenos Aires: Emecé, 1973. También hay una película basada en el libro: Dormir al sol, Argentina 2012. Dirección de Alejandro Chomski.

2.- Viana Bustos. «Deseo del analista, la transferencia y la interpretación: una perspectiva analítica.» Psicología desde El Caribe. Vol. 33, n° 1. Enero-abril de 2016. Universidad del Norte, Barranquilla, Colombia.   

3.- Kirk Varnedoe. Pictures of Nothing, abstract art since Pollock. Princeton y Oxford: 2006.  

4.- En su primera conferencia «¿Por qué hablar de arte abstracto?», deja claro que no cree en una división rotunda entre modernismo y posmodernismo.  

5.- El giro lingüístico se refiere a la conciencia de entender la realidad como una suma de comparaciones entre elementos sin ninguna referencia a la antigua idea de esencia de las cosas; en el siglo XX, el comparativismo lingüístico reemplazó el antiguo esencialismo. Richard Rorty. El giro Lingüístico (1967). Barcelona: Paidós, 1990.

6.-  https://es.wikipedia.org/wiki/El_hombre_con_rayos_X_en_los_ojos

   

Fernando Uhía