Siete tesis sobre los mafiosos coleccionistas 

El Tiempo, enero 15 de 1988. Portada.

El Tiempo, enero 15 de 1988. Portada.

1.

Como todos los conceptos compuestos, mafioso coleccionista es un monstruo de dos cabezas. Este engendro latinoamericano (y debería decir, de países productores de sustancias ilícitas) debe su manera de ser, por un lado, a cierto narcisismo en busca de reconocimiento social y estatus; y por el otro a cierto tipo de desdén hacia la experiencia y la acumulación cultural porque se le considera un conocimiento sin valor práctico, inmediato y cuantificable. Empecemos por la segunda palabra de este binomio, por los coleccionistas, por el coleccionismo.  

¿Qué es un coleccionista? Puede ser muchas cosas en simultáneo: quien gasta mucho dinero en la adquisición de obras de arte, quien sólo adquiere firmas reconocidas, quien compra arte para decorar su casa o quien lo hace como inversión de riesgo, por afán especulativo o por simple acumulación patológica. Los coleccionistas, creo, son eso y mucho más, pero como estamos en horizontes culturales podemos decir que coleccionar es un proyecto intelectual y político.(1) Así de simple. 

2.

Al planteamiento de que es un modo intelectual y político, un coleccionista puede desglosarse en tres cosas, y, como el dogma central sobre la naturaleza de Dios en la doctrina católica (Padre, Hijo y Espíritu Santo), un solo Dios verdadero. Puede ser aquel que custodia y conserva objetos de valor simbólico; o quien cuida estos objetos significativos para la sociedad o aquel que se transforma como persona y ciudadano a través del arte. 

Los coleccionistas de arte en Colombia, en principio, han estado presentes, aunque salieron a la luz pública —como afirma Halim Badawi—  “en medio de un favorable crecimiento económico, el ascenso de la clase media, la consolidación de una clase alta con aspiraciones más globales y la seguridad del país”.(2) Agrega el crítico e historiador barranquillero que sobre los coleccionistas colombianos se ha dicho muchas cosas: que no son ricos, que no dan la talla si se les compara con los coleccionistas internacionales, que algunos tienen apartamentos llenos de obras de arte; o inclusive, que son tacaños y acumuladores, que coleccionan para figurar socialmente, que pocos tienen buen ojo¸ que quieren acaparar el mercado y quedarse con los bienes simbólicos de la sociedad. 

Retrato de «La Monita Retrechera» sin autor conocido. SAESAS, 2013.

     

3.

El papel de tornasol que define si una obra o una escuela de artistas son deudos de la crítica argentina Marta Traba, que generó una transformación en la escena artística nacional, me lleva a una hipótesis: cuando se revisa la historia del coleccionismo colombiano, se siguen repitiendo los mismos deslices que caracterizan una mirada trabista.(3) Y entonces, aparecen las figuras de siempre, hieráticas e inexpresivas, como Hernando Santos Castillo (codirector de El Tiempo, papá de Pachito), por un lado, como el “primer coleccionista del país”; o la conjetura de que el mercado de arte nacional era flaco y anquilosado hasta la llegada de la argentina y su buen ojo y buen gusto, que al final configuraron las condiciones necesarias para ser un buen coleccionista colombiano. 

De algún modo, la historia del arte académica se ha concentrado en continuar el canon forjado por Traba, porque no necesita más. Y no se hace sola, por supuesto. Guillermo Vanegas (director de este portal, así que ya sabemos por dónde va la cosa) cuenta que una miríada de personajes con influencia en el sector artístico parroquial y conservador colombiano han aparecido con el rotulo de Los cuatro evangelistas.(4) Me refiero a Eduardo Serrano, Miguel González, Alberto Sierra y Álvaro Barrios que establecieron desde sus focos regionales una tiranía a través de la cual midieron todo lo que tuviera que ver con el arte contemporáneo colombiano desde los setenta. Vanegas los describe como cuatro hombres travestidos de galeristas, gestores culturales, críticos y curadores.(5) No es descabellado asegurar que la historia del arte del país ha sido la historia de las obras cuyos artistas se relacionaron con las galerías más poderosas de cada década.  

 

El Espectador. Primer Narcobodegazo. Diciembre de 2013.

4.

Los mafiosos coleccionistas y sus antologías de caprichos y obsesiones, si lo miramos bien, son un asunto de mercado. Me explico con un ejemplo de doble vía: si tengo dinero puedo comprar a manos llenas el gusto legítimo como una acción para desprestigiar su estética al demostrar que puedo comprarla y no usarla, pero a su vez porque sé que el arte es una manera eficiente de guardar, cuidar, dicho dinero.  De este modo, el arte les permite participar del mercado, expresar sus anhelos, demostrar su poder y documentar su éxito.

Aquí es necesario, de todos modos, hacer una salvedad. Cuando en los años ochenta y noventa del siglo pasado se hizo realidad el principio del placer inmediato —no hay que esperar nada pues los procesos y experiencias pueden ser complacidos al instante—, desde el sexo, las drogas y el arte, encontramos una realidad narcisista: siempre habrá un dealer para satisfacer cualquier deseo o tentación: sólo que al de arte se le llama tipo culto y al de sexo proxeneta.  

En este contexto, los mafiosos coleccionistas asumieron riesgos en sus adquisiciones que podían ser falsas o no compaginar con su gusto o identidad o interés. Eso sí, se aseguraban de comprar el arte del gusto institucional dominante, del canon. El canon trabista. Si a Pablo Escobar le interesaba algún pintor es porque lo ha visto en la prensa o en las páginas sociales de las revistas o porque alguien de confianza lo había recomendado. Arriesgado en muchas ocasiones, en sus listas de obras coleccionadas Escobar se presenta cauteloso, sigiloso tras bambalinas.  

Sin embargo, a los mafiosos coleccionistas no les interesaba intervenir en la memoria histórica o moderna del país, ni suplir las falencias de una política pública de adquisidores de arte moderno gestionada por entes culturales del Estado. Su valor, tal vez, está en la figura del mecenazgo. 

 

5.

 Cuando Lucas Ospina (6) cuenta que en los ochenta la mayoría de pintores se pasaron del óleo al acrílico (porque seca más rápido) para vender mejor, y que algunos mágicos (como se les decía entonces a los mafiosos) se aparecieron por Europa para comprar arte en lote, está caminando de la mano de dos palabras que han marcado los discursos sobre la producción de sustancias ilícitas en nuestro país. Me refiero a ruptura y continuidades. Otro monstruo de dos cabezas que daría para decenas de columnas y titulares de prensa. 

En los años ochenta, se publicó un libro con un título inspirado en un personaje de una novela de Mario Vargas Llosa (Conversación en la catedral). Su título es ¿En qué momento se jodió Medellín? La respuesta se da de acuerdo a lo que se está pensando en ese momento. Uno puede pensar que la ciudad se jodió cuando aparecieron los contrabandistas. También, que se jodió cuando cientos de personas llegaron huyendo de la violencia liberal y conservadora en los campos antioqueños. O que se jodió cuando murió Carlos Gardel. O con el carrobomba que estalló al frente de la mansión de Pablo Escobar. Y no, la cosa no es un parteaguas sino más bien una continuidad. Las drogas no fueron una bomba atómica (como las llamó provocadoramente Carlos Lehder sentado en su poltrona en la Posada Alemana) que cayó del cielo paisa y erosionó los principios del viejo hombre antioqueño. Y de su familia. No fue una ruptura ni una invasión, sino una continuidad. Algo va de los contrabandistas de inicios del siglo veinte que utilizaron la ruta de Panamá (la misma que los españoles utilizaron para sacar el oro de la América española hacia el puerto de La Habana o directamente hasta Sevilla) y los mágicos que decidieron sacar la droga procesada en nuestro país hasta Cayo Román, en las Bahamas, a pocas millas de Miami. 

Rodrigo Arenas Betancourt, John Lennon. Escultura elaborada para La Posada Alemana de Carlos Lehder (Armenia, Quindío).

Pero hay más, o mejor, una mirada diferente: la escritora e investigadora Lina Britto plantea que en los países que se convirtieron en epicentro del negocio del narcotráfico se generó algo nuevo en lo viejo que ya existía. Se hizo una pregunta clave: ¿Cómo fue posible que un país que nunca había jugado un papel protagónico en el negocio del tráfico ilícito de drogas en la región se tomara en cuestión de años uno de los mercados más rentables de la historia? La respuesta al interrogante es el epicentro de su libro El Boom de la marihuana (Planeta, 2022), y podríamos plantear que la historia de los contrabandistas que se travistieron de mafiosos son un capítulo más de la historia de la economía colombiana. Una saga familiar (el abuelo de Escobar fue contrabandista) al mejor estilo de El Padrino. 

 

6.

La relación entre el arte colombiano y la mafia es mágica ya que configura otro gusto, el llamado gusto traqueto, calificativo usado por esa gente de bien y del  campo del arte para identificar las excentricidades y caprichos que caracterizaron a los capos del narcotráfico colombiano en los años ochenta y noventa. Un gusto que se ha convertido en herencia nacional en el nuevo milenio y, por extensión, tiene matices que es necesario enumerar y contextualizar para comprender las colecciones de los capos del narcotráfico. 

Para poder lograrlo, lo advierto, hay que travestirse de detective para sumergirse en un mar de información dispersa en fuentes como expedientes, galerías, casas de subasta, en testigos de aquella época, en instituciones que dan cuenta de la filtración de los dineros calientes en el mercado de arte colombiano. Los caminos que fue tomando la pesquisa, sus atajos y sus señales en el suelo, me llevaron a comprender a nuestros protagonistas, sus modus operandi, los artistas y las temáticas preferidas. El resultado son las colecciones y bienes de consumo cultural que sobreviven como hechos del fenómeno de narcoarte en nuestra Colombia. Omar Rincón plantea que en el fondo de todo está un lavado de activos económicos (invertir), de clase (movilidad social), y de uso del arte (ingreso a la cultura). 

Cuando el país conoció la existencia de una colección de arte y decoración y de objetos de lujo que ocupaban el segundo piso del edificio Mónaco, en Medellín, por el bombazo que la hizo añicos y que fue noticia durante varios días; los periódicos y los chismosos (ambos a la vez) se ocuparon de las especulaciones y los titulares que auguraban un tesoro retorcido, como la cueva de Alí Babá en las montañas de escombros en el sector más exclusivo de la ciudad. Se habló de Picassos, Dalís y Boteros; de los desnudos y personajes paisas. En todo caso, después de la vorágine noticiosa, la familia Escobar Henao recuperó las obras maltrechas y el capo regresó a su guerra contra el Estado y sus pares caleños. 

Colección de coches antiguos de Pablo Escobar. Imágenes The memory of Pablo Escobar.

7.

Los narcos se convirtieron en coleccionistas, tal vez, por inversión, o por deseo de comprar y acumular, o, mejor dicho: por acumulación de clase y subir de estrato. Y sus colecciones expresan un modo intelectual y político de estar o entrar en la sociedad. Algo nuevo se generó en lo viejo. Así como no es posible hablar del ascenso y estrellato de Diomedes Díaz sin el apogeo del boom de la marihuana en la sabana y la costa caribe colombiana (la Santa Marta Gold que se fumó en Woodstock), tampoco es posible hablar de una generación de artistas que vivieron la bohemia parisina o se pasaron al acrílico porque seca más rápido, sin la cuantiosa mano benefactora y caprichosa de los señores de la cocaína. Parranderos y bohemios son personajes de la misma saga, la trama en varios actos entre los modelos de desarrollo agrario en nuestro país y las preferencias de los yonquis de Wall Street en los ochenta, quienes unas décadas atrás le cantaban al amor y la paz con un varillo de esa bella y frondosa mata que es la cannabis. 

 

Notas

1.-  Halim Badawi plantea este horizonte en su texto “Arte Privado”. Revista Arcadia, junio de 2015. 

2.-  Ibíd.

3.-  Marta Traba llegó en un momento clave para la historia del país: el año en que Gustavo Rojas Pinilla inaugura la televisión. Su llegada fue una bendición para el gobierno. Andrés Arias cuenta que los programas de la argentina tenían un marcado estilo pedagógico, educación informal. Ee llamaron El ABC del arte, Curso de historia del arte, El museo imaginario y Una visita a los museos. También le abrieron las páginas de revistas y periódicos para que escribiera textos de crítica al arte colombiano de aquellos días.

4.-  María Wills Londoño, actual directora de arte de los museos del Banco de la República, escribió Los cuatro evangelistas, Planeta, 2018. Cuatro perfiles de fácil lectura de cuatro hombres que cambiaron el panorama del arte en Colombia. 

5.-  Guillermo Vanegas, 18 razones para leer (en fotocopia) Los cuatro evangelistas. Cuatro hombres que cambiaron el arte en Colombia (María Wills, Planeta, 2018). Disponibe en: https://reemplaz0.org/editorial-11/

6.- Lucas Ospina, “Arte y narcotráfico”, columna de opinión. Revista Arcadia, agosto de 2013. 

Fernando Salamanca
Fernando Salamanca on Instagram