La voz de los archivos anecdotarios

Hace unos días, asistí a la décima versión del Festival Gabo que se celebró en las instalaciones del Gimnasio Moderno en Bogotá. El tema (la excusa, digo) eran los cuarenta años del recibimiento del Nobel. Como un reflejo de los intereses del escritor cataqueño en vida, la programación tuvo tanto de corazón poético como de santurronería política, con sus correspondientes e inevitables puntos bajos y altos. En una charla sobre los últimos días de la revista Gatopardo —la más ambiciosa, política y frívola de las publicaciones de periodismo narrativo que se ha hecho en Latinoamérica— se resaltó el papel de los archivos y los libros anecdotarios en el quehacer periodístico que Gabo definió como el mejor oficio de mundo. Esos archivos y anécdotas que hoy se ven desde la distancia: las exclusivas mundiales, los presupuestos al límite, las recopilaciones enciclopédicas. La memoria convertida en impulso investigativo y reflexivo. Ese, justamente, es el papel de los archivos.    

Los archivos son, además, una fuente permanente y confiable para quienes nos gusta meter las narices en la historia del arte colombiano. Esto no es una novedad: ante la escasez de fondos de catálogos de exposiciones en galerías, museos y casas de subasta, el registro de la movida artística nacional es llevado contra las cuerdas del olvido, la inoperancia y la falta de precaución. Las Fundación ArtNexus o el Centro de Documentación del Museo Nacional de Colombia son algunas excepciones. Recuerdo que hace algunos años, cuando intentaba darle forma a la historia de un cuadro de José Luis Cuevas que por azares de la vida terminó en manos de un narco del Valle que, a su vez, lo entregó a la justicia colombiana, tropecé de frente contra la realidad: la directora de producción de Galería Diners (que hoy es Casas Riegner y que había hecho una exposición del pintor mexicano por entonces) me aseguró que ellos no tenían mayores registros de exposiciones antiguas, y que si alguna vez existió era el lugar menos indicado para preguntar por estos. 

Y ni hablar de los archivos de la Sociedad de Activos Especiales (SAE), entidad que está (siempre ha estado) envuelta en otro escándalo de corrupción. O los archivos de la Fiscalía. O ministerios. Cancillería. Juzgados. Partidos políticos. O tantas entidades y oficinas de todo que se han creado en este país. Ante este panorama vacío y confuso, no queda otra que echar mano de los archivos periodísticos, con todas las limitaciones, exabruptos y cursilerías que se pueden encontrar en el camino. De eso se trata esta discusión: recordar que el periodismo es un armazón de la memoria. Un periodismo sin apellidos (cool, ambiental, judicial, feminista) que refleja lo que sucede como una ciénaga refleja el cielo azul o el oscuro. Aquí está su potencia. Y su acto: ser un puente entre saberes. Es decir, un tejedor de discursos. De posibilidades.

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El ser humano intenta, en la medida de lo posible, agarrar el pasado. No perderle ni pie ni pisada. Pero, ¿la historia reorganiza el pasado? ¿La filosofía explica el pasado? ¿Las ciencias abarcan el pasado? ¿La religión interpreta el pasado? ¿El arte adivina el pasado? Seguramente no, ni la historia ni la filosofía ni la religión ni las artes son capaces de agotar el pasado, con todo y que la historia ha sido la actividad humana que más se ha acercado a descifrarlo. Pero si ni siquiera la historia es capaz de ganar el pulso con el pasado, entonces, ¿cómo pedirle a la modesta artesanía del periodismo que se apodere de él, que lo nombre y describa y vuelva noticia? El periodismo (el actual) no da para tanto. Los periodistas, decía Omar Rincón en una de sus clases en la Universidad de Los Andes, somos personas que aprendemos en público.              

 

Como lo pueden ver, en el humilde y agradable labor de auscultar el pasado en archivos (leer como si se hubiese vivido entonces), podemos sacar historias a paladas. Por ejemplo, el Archivo General de la Nación es un Centro de Memoria Histórica, solo que sin dolientes ni mandato estatal por establecer la verdad sobre el conflicto armado colombiano. Y su óbice: en la charla sobre Gatopardo, Miguel Silva, quien fue su presidente durante diez años, contó un chisme con tufo de leyenda: que The New Yorker tenía tal cantidad de textos de primera calidad que podía circular diez años sin comprar un solo artículo nuevo. 

Retomo el hilo: en el mundo de los archivos intocados, la memoria se convierte un puente entre lo inesperado y lo que está en la medida de lo posible. Y ese puente, en su horizonte, permite un intercambio entre el presente y el pasado, el historiador Oswald Splenger aseguraba que ningún tiempo es pasado. Los archivos toman elementos de la realidad, los baraja con las cartas del azar, los envuelve en carpetas empolvadas, y adquieren forma en libros o artículos en los que conversan la credibilidad y la suerte. O el infortunio. Si los juzgamos por sus alcances, los archivos no son tan exhaustivos como una fórmula algorítmica ni tan rigurosos como una hipótesis filosófica ni tan azarosos como un testamento apócrifo y apenas un poco menos descabellados que una apuesta literaria. Pero leer una carpeta de folios del pasado es muy divertido y tan absorbente como ensayar por unas horas el guion de una película distinta a la propia. La memoria puede tomar forma en un artefacto que nació hace unos cinco mil años mal contados, cuando los egipcios descubrieron el potencial de los papiros en los talleres de copia manuscrita de libros, pero también en las hogueras donde ardieron códices prohibidos, bibliotecas, archivos. Así las cosas, la memoria es un relato simple y preciso de cuando los registros eran jóvenes y todo sucedía por primera vez. 

2. El azar

La noche en que encontré la nota, le estaba siguiendo la pista a un grupo de francesas que llegaron a Colombia hace noventa años para dedicarse a la prostitución. Pero este artículo, pensé de inmediato, debió ser portada. Contemplé el periódico como esos amanuenses de la antigüedad y decidí revisarlo de nuevo. Un par de cuartillas tituladas ‘La mujer moderna’ que inicia con la frase: “En Italia hemos abolido los reinados de belleza”, cautivador. Cinco líneas más abajo, se habla de las delicadas curvas de las italianas. Tres párrafos más abajo, sorpresa, se habla del porvenir de la raza. Diez párrafos más abajo, el autor asegura que los vestidos de baño son una blasfemia contra la verdadera belleza.

Según el periódico, Benito Mussolini firmó el texto, al tiempo que conducía a Italia con un puño de hierro. Para ser más precisos, digamos que la firma de Benito Mussolini está en el cabezote y el final del artículo con una añadidura  pertinente: “Roma, 1929”. Dos veces su nombre: Mussolini, Mussolini.

El autor de este artículo (publicado en la Página Femenina de El Tiempo, el diario más importante de Colombia) adopta una postura que hoy llamaríamos «de indignado», un tipo conservador y moralista que arrastra consigo una insatisfacción profunda y sorda y perentoria. Y su voz, su texto, su mandato es uno solo: la desfachatez es una bofetada a la belleza. 

Colombia y El Tiempo no fueron ajenos al ascenso del fascismo en Europa, y su influencia en diferentes regiones del mundo: en la Bogotá de entonces (el Tíbet de Los Andes, la llamaba un expresidente) también se discutía sobre la raza, los vestidos de baño femeninos y también se hablaba con creciente animadversión sobre los extranjeros, en especial de la población judía. Mario Jursich cuenta que uno de los libros más comentados fue el ensayo Colombia ante los judíos, de Salvador Tello Mejía, que en su tapa tenía el dibujo de un judío como del elenco de Shtisel (Netflix) tachonado con la expresión “¡Peligro!”.   

La cuestión de fondo: ¿Cómo saber si fue el verdadero Mussolini el que escribió este artículo? ¿Valía la pena plantearse la inquietud desde la otra orilla: demostrar que el autor no fue el dictador italiano? ¿Cuántos homónimos del Duce vivían en Colombia y se dedicaban a redactar textos para la prensa? ¿Algún lector de El Tiempo se percató del texto cuando fue publicado? ¿Fue una metida de pata del traductor del periódico o al contrario: una jugada audaz de Calibán (editor general) para apostar por «una gran firma», lo que hoy llamaríamos «influenciadores»? Las preguntas siguen abiertas noventa y tres años después de haber sido publicado el artículo. 

3. Los podios del arte 

El número nueve de la revista Semana (junio de1982) sacó en portada a Darío Morales junto a un desnudo femenino de su esposa pintado por él, bajo la frase: 

“MORALES: EL NÚMERO 2 DE LA PINTURA”.

El artículo escrito por Eligio García —hermano de Gabo— cuenta la vida del joven pintor cartagenero en París, habla de su esposa y su hija, de la pobreza de los primeros años vista desde su éxito en los últimos meses. Es el retrato de un amigo que resalta las cualidades estéticas de un artista que confió en la hospitalidad del azar.

El especial de la revista es una delicia de anécdotas: entrevista larga y sentida con Armando Villegas (titulada «Farra de aquellos días») sobre su relación con Obregón, Grau y Ramírez Villamizar («los niños terribles» de la pintura nacional convertidos en sesentones intocables); luego, la otra cara de la moneda: los de hoy: «Fueron a París y allí se quedaron». Semblanza del llamado Grupo de París, que tuvo su etapa de fama y furor en los años de  esplendor del coleccionismo mafioso. 

En el artículo se resalta el valor de Emma Reyes, quien pasó su primera noche en una cárcel; la osadía de Gregorio Cuartas, un paisa que merodea los cuarenta años y que fue un monje benedictino en el monasterio de Guarne, Antioquia. Cambió los hábitos y medita con los pinceles en la mano. Se cuenta que los integrantes se reúnen en la casa de Emma Reyes, en un taller amplio y bien iluminado; o en el estudio de Darío Morales, en la rue des Patriarches alrededor de comida criolla y mucho vino.

El plato fuerte de aquella revista (la semblanza de Darío Morales, el número 2) lleva en su corazón el veneno de la discordia: ¿Quién es el número 1? ¿Fernando Botero que también vive en parís y los precios de sus obras se han multiplicado en las casas de subasta? ¿Obregón que se alistaba para pintar un potente mural en el Salón Elíptico del Congreso? ¿O Caballero que había tenido exposición propia en Caracas? ¿O Emma Reyes? ¿O Grau? ¿Quién? En futuras portadas de artistas nacionales, decenas de confidenciales y notas exclusivas desde Europa o Estados Unidos que hacen parte del archivo Semana, está la respuesta al podio de los artistas colombianos.

@Sal_Fercho 

IG: fernando_salamanca_rozo 

Bibliografía 

Revista Semana, N. 9, 1982. Bogotá DC. Especiales. 

El Tiempo, noviembre 2 de 1929. Bogotá. Página Femenina.   

José Miguel Silva, Los últimos días de Gatopardo, 2022. 

Renata Adler, GONE: The last days of The New Yorker, Ed. Hardcover, 2000. 

Fernando Salamanca
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