Dealers de mafiosos

Hace cinco años, como he contado ya en alguna parte, tuve el placer de conversar en público con Santiago Rueda, el autor de varios libros que han dado forma a las investigaciones sobre arte y drogas. Hacia el final de la conversación, le pregunté cuál era la pita que se debía jalar para hilvanar la madeja del llamado “gusto narco”. Rueda fue estirando lentamente sus dedos, dedos delgados y un poco largos, mientras decía con voz tranquila: 

—Los intermediarios, los dealers. 

El crítico Omar Rincón dice que en los años ochenta y noventa del siglo pasado se hizo realidad la anulación de toda espera, pues todos los procesos y experiencias pueden ocurrir en este momento, desde el sexo hasta el arte. Siempre habrá un dealer para satisfacer el deseo o la tentación. Una salvedad, claro. Al del arte se le denomina “culto”, al del sexo “proxeneta”. Los dealers son como espejos que nos muestran también cómo vamos cambiando. Frente al tema del gusto de los nuevos ricos latinoamericanos, los años y las lecturas me han traído la convicción de que los narcos de desdoblaron como coleccionistas por dos razones: simple inversión, o por el deseo de acumular. O quizás las cosas son mucho más sencillas: por mera acumulación (la esencia del capitalismo) de clase que les permitió subir de estrato. En otras palabras (esta vez desde la distinción sociológica), sus colecciones los han construido como son. Utilizo la palabra distinción, y no olvido lo que le escuché a la profesora Luz Gabriela Arango, en su clase de Pierre Bourdieu en la Universidad Nacional de Colombia: la jerarquía socialmente reconocida de las artes tiene una correspondencia con otra jerarquía: la de los consumidores. Un cuadro de Rubens como el que adquirió alias ‘Rasguño’, funciona como un marcador de privilegio de clase. 

¿Pero quiénes fueron los intermediarios? ¿Cuáles son los nombres que se asocian con los narcos? Indaguemos el mundo y el quehacer de uno de ellos: Byron López Salazar. Su nombre aparece relacionado con el negocio de vender obras de arte y lavar dinero a mafiosos. Mafiosos de Cali o de Medellín; incluso de Bogotá. También aparece como asesor de algunos clientes millonarios que lo escuchan en su restaurante El Museo, ubicado a pocas calles del Parque Nacional y de la embajada de los Estados Unidos (la sede antigua, donde hoy funciona el Ministerio de Ambiente), que es toda una escuela. Allí se permite, para empezar, lecciones de estética. Cuando una persona observa un cuadro de Renoir, por ejemplo, siente que debe mirarlo según ciertas normas que definen la mirada legítima. López explica esto. Sabe de esto. Cuando uno de sus clientes solo tiene el patio interior de un restaurante para llenarse los ojos, ese matiz pedagógico se convierte en salvavidas. En medio de un país complejísimo, de verdades a medias y de nuevas fortunas, los narcotraficantes compraron el gusto legítimo para no usarlo, o al menos soslayarlo, para abandonarlo en el desván de los caprichos monolíticos. El arte les permitió participar del mercado, expresar sus caprichos, demostrar su poder y en especial, digo, documentar su éxito. Estoy hablando de dos transformaciones que los mafiosos ejercieron sobre el sector artístico, dos complejísimos cambios de visiones y actitudes que se pueden resumir en dos décadas: los ochenta y los noventa. Dos palabras, he dicho: burbuja económica. 

A mediados de esa década, Byron López creó una empresa familiar especializada en el alquiler de aviones privados a ejecutivos de multinacionales, yuppies bogotanos y traficantes. Helitaxi y después, en los noventa, Vertical de Aviación. Le gustaba estar rodeado de poderosos. Luego, decidió invertir su fortuna en acciones de tres empresas aeronáuticas: Avianca, Aces y Aires, y en sus ratos libres (que no eran muchos), asumió el papel de asesor comercial de arte. Decidió prestarle un edificio de cinco pisos en la calle 83 de Bogotá, frente al parque León de Greiff a su nuevo socio, Luis Fernando Pradilla, un abogado entusiasta y de espíritu pragmático que había gestionado una exposición de Fernando Botero a los catorce años de edad, cuando cursaba bachillerato en el colegio San Carlos.  

La relación se había forjado unos años atrás, cuando Byron López era el esposo de la primera embajadora colombiana ante las Naciones Unidas y Pradilla, recién graduado de un MBA en Suiza, era un negociante de arte que había montado una oficina con otros inversionistas en la calle 95 de Manhattan. La empatía entre los dos fue inmediata. El joven inversionista lo recibía en su oficina, le contaba que estaba entusiasmado con el arte latinoamericano y que había asistido a algunas subastas en las que constató el interés de coleccionistas gringos por los pintores de la escuela mexicana y los pintores colombianos. López, por su parte, hacía lo suyo. Aconsejar. Convencer. Le enseñó algunas estrategias para sobrevivir en el mercado de arte estadounidense. Qué obras y pintores valían la pena. Cuáles no.  

Así es: la sociedad comercial ajustó la misión del dealer. Desde el 7 de septiembre de 1987, cuando se inauguró la galería El Museo, se planeó un proyecto ambicioso y de alcance internacional. Eran cinco pisos, 2.500 metros cuadrados donde todas las semanas se abría una nueva exposición. Se presentó a Fernando de Szyszlo en abril de 1990. Alejandro Obregón hizo varias exposiciones (tenía piezas permanentes), cuando decidió abandonar el óleo por el acrílico (que seca más rápido) y presentó varias series de cóndores y de vientos. Guillermo Wiedemann y Juan Antonio Roda abrieron varias salas de artistas extranjeros. Presentó, claro, a Fernando Botero en decenas de oportunidades, sobre todo en las exposiciones especiales de época navideña que denominó Maestros.     

Pradilla, además, era un comerciante de treinta años con un agudo sentido de la oportunidad. Cultivó la amistad de los nuevos coleccionistas, cuando no eran muchos los compradores extranjeros. Regaló obras de arte de su portafolio en eventos de beneficencia. Consolidó a artistas como Ana Mercedes Hoyos y Débora Arango, Carlos Rojas y Bernardo Salcedo. También se quejó de las falsificaciones y de los traficantes de obras de arte, coleccionó la obra de talentos jóvenes nacionales y terminó cada año con una muestra de sus defendidos.  

 

La predilección por los grandes nombres nacionales se debe, explica Pradilla en una entrevista con la revista Credencial en 2014, a una convicción de índole personal. «Sigo defendiendo a nuestros artistas clásicos», añade. «Yo llevo cuarenta años en este mundo y pienso que hay que seguir defendiendo el mercado y retirando los cuadros falsos para apoyar a los grandes valores del arte colombiano».  

Los dealers son sondas éticas. Las enviamos a lugares oscuros o desconocidos; los mensajes que traen nos permiten un renovado aprendizaje del mercado de arte, de sus complejidades y los artistas, de la ambigüedad, multiplicidad e inestabilidad de nuestro mercado local. Lorenzo Jaramillo, pintor y andariego, que vive desde muy joven en la capital francesa y es amigo de Luis Caballero y Emma Reyes, cuenta en correspondencia con sus padres —Jaime Jaramillo Uribe y Yolanda Mora— residentes en Bogotá, que recibió la visita de los hermanos Quintana —galeristas— a su taller en París, en septiembre de 1984.

«Figúrense que aparecieron aquí los Quintana y me compraron mi cuadrito de fin de año y mi primer Tríptico de París. ¡En dólares girados desde Suiza que ya llegaron!».  

Y añade: 

 «Vieron mi segundo Tríptico de París, que estoy apenas haciendo, y lo quieren comprar también. Y que, además, quieren comprar todo lo que vaya haciendo. Sin exigirme nada; al ritmo y con el estilo que yo quiera […] Para resumir: los Quintana me compraron esas cosas».          

En este punto es preciso comprender que los dealers son necesarios para una discusión profundamente seria y de muchos lados, y, por lo tanto, como eslabón para una investigación seria del caso arte colombiano mafioso.     

 

No perdamos de vista la palabra seria, que se repite dos veces, y además de un sustantivo: investigación. En las décadas que median entre la madurez tardía de los artistas defendidos por Marta Traba y el Grupo de París —para ser precisos: entre los pintores consolidados en la historia del arte colombiano y los que empujaban a dentelladas para entrar en esta—, los dealers se estaban jugando su reputación, su lugar en el mercado. Todavía era sospechosa su relación con el mercado inmobiliario de las grandes ciudades del país (el sector de El Chicó y el Centro Andino en Bogotá; las ahora ciudades pequeñas Honda y Mompox). Y sin embargo, Luis Fernando Pradilla fue testigo, en Medellín, de un hecho que le hizo entender la crisis del mercado local a finales de los noventa. Veamos: la Galería de Arte La 10 sacó a subasta, en marzo de 1998, una lista de obras de Botero, Obregón, Villegas, Ramón Vásquez y Manzur. El precio base del lote de pinturas era de $128.000.000 de pesos.  

Diez años atrás, cuando López y Pradilla inauguraron su galería, la puja por este listado de obras podía llegar a los mil millones de pesos, comenta un asesor de la galería paisa. 

«Nos tocó la crisis de Samper y del Proceso 8000, y la gente que tenía dinero se fue del país por razones de seguridad», dijo Pradilla en la entrevista con Credencial.  

 

 

Después de los años de esplendor, la crisis y la falta de liquidez era un tema obligado en las reuniones y en las subastas. Cuenta el crítico Halim Badawi que, después del fin de la burbuja del arte por la captura y extradición de la plana mayor y algunos mandos medios de los carteles —ellos, en realidad, mantenían semejantes precios—, los demás compradores que se subieron al barco de la especulación y el derroche no supieron qué hacer en el naufragio cuando los vientos comenzaron a ser desfavorables. Remataron las obras que habían comprado en los ochenta y noventa.  

Pradilla acusó el golpe. Le entregó el edificio a su socio y trasladó su repertorio de artistas nacionales a una sede más modesta, ajustada a la realidad del mercado.  

Alberto Sierra, director de la Galería La Oficina, de Medellín, fue más honesto y afirmó que se impusieron precios elevadísimos por piezas mediocres porque, justamente, había un grupo de personas que podían comprar ese arte. «Pero esa gente se acabó», dijo Sierra.    

Le tomó al mercado colombiano varias décadas llegar al fondo de la confesión de Sierra, reconocer que no era nada distinto de lo que había venido haciendo durante más de medio siglo y, finalmente, entrever en esa confidencia una suerte de identidad. De arraigo. 

Pero ahora quiero concentrarme en los pasos de Byron López. 

Primero:  María Paulina Espinoza —«Pum pum» para los amigos— fue directora del Instituto de Cultura y Turismo de Bogotá cuando recibió el encargo de ser la Primera Secretaria de Colombia ante las Naciones Unidas, en 1982. Ella llega a Nueva York junto con su esposo en el otoño de aquel año y pocas semanas después, mientras conocía a sus nuevos compañeros de oficina y su agenda de compromisos, descubrió que en los treinta y ocho pisos del edificio de las Naciones Unidas no había señales de arte colombiano. Así que ella solicita una cita con el Secretario General Javier Pérez de Cuellar para proponerle el mural de nuestro país en el edificio. Dos nombres estuvieron sobre la mesa: Fernando Botero y Alejandro Obregón. Al pintor antioqueño no le sedujo la propuesta, preguntó cuánto le iban a pagar y cerró la puerta. Obregón, por el contrario, se entusiasmó de inmediato. «No hay nada más hermoso que una pared en blanco porque en ella puede surgir lo que el artista quiere». Diría tres años después, cuando pintó un mural en el Salón Elíptico del Congreso colombiano. Tenía en mente un título, Amanecer en Los Andes, una metáfora del momento político que vivía el país. La esperanza por la paz se refleja en el mural de Obregón, que también busca resaltar, por medio de colores muy vivos, la belleza natural de Colombia. No sólo en las montañas sino en los cóndores, un tema inagotable para él. La historia del mural se cierra con una instantánea de la familia López Espinoza y de los Obregón en pleno, pero no así los negocios de López en la Gran Manzana.  

Segundo: Después de las crisis del mercado del arte, López se había convertido en un camaleón empresarial que gozó de las mieles financieras de la política de Seguridad Democrática del gobierno de Álvaro Uribe, vendiendo a las Fuerzas Militares módulos de visión nocturna, aeronaves y equipamiento aéreo con su empresa Vertical de Aviación. Los buenos tiempos tropezaron con las revelaciones de WikiLeaks. Uno de los documentos filtrados sacó de la pista de carrera al único contratista colombino en la guerra de los gobiernos de Bush y Obama en Afganistán, que inició semanas después del ataque a las Torres Gemelas. Vertical de Aviación había vendido una flotilla de doce aviones propios y otros alquilados a los gringos. El informe hace parte de la correspondencia diplomática de la embajada estadounidense en Bogotá con el Departamento de Estado, y solicita dos cosas: primero, evaluar con detenimiento los antecedentes de los intermediarios y contratistas; segundo: visitar las oficinas de Byron López para evaluar sus operaciones y la confiabilidad de sus proveedores, pues se tienen reportes a la mano sobre los nexos de esta empresa con casos de corrupción, narcotráfico y lavado de dinero. Un documento revela que algunos helicópteros de Helitaxi aterrizaron en Barua, Venezuela, y fueron cargados con químicos que llevaron hasta una finca en Colombia. Además, los números de registro fueron alterados con «propósitos ilegales». 

En este punto, doy un salto en el documento desclasificado. Entonces encuentro los pasajes que confirman las sospechas del Departamento de Estado. Leo que Byron López es un reconocido lavador de dinero (a big money launderer), que ayudó a lavar unos cinco mil millones de dólares repartidos entre el cartel de Medellín, empresas mineras y traficantes de esmeraldas. Salto unos párrafos para no perder el tiempo en datos demasiado conocidos, y entonces descubro que estaba involucrado hasta los tuétanos en el tráfico de heroína con algunos socios peruanos y venezolanos. Con toda esta información, encuentro que utilizó las decenas de obras de arte que les vendió a los traficantes para lavar (también decorar, por supuesto) dinero, y que algunos de sus clientes enviaban las mejores piezas al exterior para que caminaran por los laberintos más intrincados del mercado, hasta terminar de nuevo en las paredes de sus mansiones, o enrolladas en secreto como reserva de capital para tiempos de infortunio.  

 

Fernando Salamanca
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