David Graeber, «Comunismo» II* **

*Traducción: Guillermo Villamizar
Corrección de estilo: Guillermo Vanegas

 

 

**Tomado de: Keith Hart, Jean-Louis Laville y Antonio David Cattani (eds.) The Human Economy: A Citizen’s Guide. Capítulo 19 (Pp. 199–210). Disponible aquí.

 

Comunismo cotidiano

La frase «socialismo realmente existente» se acuñó como un término de crítica: los revolucionarios socialistas hablaban incesantemente de los regímenes que deseaban crear, pero en casi ningún caso querían que sus visiones fueran juzgadas por los logros reales de los regímenes que se autodenominaban «socialistas». Esto plantea la pregunta: ¿es posible hablar de un comunismo «realmente existente»?

Si vemos las cosas dentro de un marco estatista y buscamos alguna unidad que pueda ser designada como «sociedad» organizada según los principios comunistas, entonces la respuesta tendría que ser, claramente, no. Sin embargo, este no es el único enfoque posible. Prefiero identificar un principio que, en combinación con otros, puede encontrarse en todas las sociedades humanas en un grado variable. Por su carácter mundano, que lo hace casi invisible a la mirada normal, lo llamo «comunismo cotidiano».

Para ello, parece que lo mejor es partir de la definición clásica de comunismo —«de cada uno según sus capacidades, a cada uno según sus necesidades»— y luego examinar las formas de organización o de relaciones humanas que se organizan según ese principio, dondequiera que uno las encuentre. El origen de esta frase, por cierto, es interesante. Se atribuye ampliamente, pero de forma incorrecta, a Karl Marx. Parece haber sido un eslogan corriente en el movimiento obrero francés en las primeras décadas del siglo XIX; y aparece por primera vez impreso en un libro titulado L’Organisation du travail del agitador socialista Louis Blanc en 1839. Blanc lo utilizó para describir los principios organizativos de los «talleres sociales» que deseaba que el gobierno estableciera como una nueva base para la industria.

Marx retomó la expresión mucho más tarde, en su Crítica del Programa de Gotha en 1875, y la utilizó a su manera idiosincrásica: para la situación que imaginaba que se daría en la sociedad en su conjunto, una vez la tecnología hubiera alcanzado el punto de garantizar la abundancia material absoluta, haciendo posible la auténtica libertad humana. Sin embargo, la idea de que el comunismo, en el sentido de Louis Blanc, como una determinada forma de coordinar el trabajo o la actividad humana, podría existir en cualquier sociedad humana, no es totalmente nueva.

Peter Kropotkin, por ejemplo, a quien a menudo se le llama el fundador del «comunismo anarquista», en Ayuda Mutua (1902), da a entender algo muy parecido en el siguiente análisis, cuando escribe que la mejor manera de ver el comunismo es simplemente como cooperación humana, y la cooperación era la base última de todos los logros humanos y, de hecho, de la vida humana. Sin embargo, lo que estoy sugiriendo tiene un alcance aún más amplio.

El comunismo como co-operación

Así es como se comporta casi todo el mundo si está colaborando en algún proyecto común. Al menos lo hacen de ese modo, a no ser que haya alguna razón específica para no hacerlo, por ejemplo una división jerárquica del trabajo que diga que algunos reciben café y otros no. Si alguien que arregla una tubería de agua rota dice «pásame la llave inglesa», su compañero de trabajo no suele decir «¿y qué me dan a mí?», aunque trabajen para Exxon-Mobil, Burger King o Goldman Sachs.

La razón —irónicamente, dada la sabiduría convencional de que «el comunismo simplemente no funciona»— es la simple eficiencia: si realmente te interesa hacer algo, asignar las tareas por capacidad y dar a la gente lo que necesita para hacer el trabajo es obviamente la forma más eficiente de hacerlo. Lo que esto significa, por supuesto, es que las economías de mando —que ponen a las burocracias gubernamentales a cargo de la coordinación de todos los aspectos de la producción y distribución de bienes y servicios dentro de un territorio nacional determinado— tienden a ser mucho menos eficientes que otras alternativas disponibles. En vista de ello, es difícil imaginar cómo han podido existir Estados como la Unión Soviética, y mucho menos mantenerse como potencias mundiales. La respuesta es que, incluso las burocracias más totalitarias solo pueden funcionar mediante la interpretación informal de las normas y la cooperación entre las personas que trabajan en ellas.

Incluso podría decirse que uno de los escándalos del capitalismo es que la mayoría de las empresas funcionan bajo principios comunistas. Es cierto que no suelen funcionar de forma especialmente democrática. La mayoría de las veces se organizan mediante cadenas de mando descendentes, de tipo militar.

Pero, aun así, a menudo hay una tensión interesante aquí, porque en realidad las cadenas de mando descendentes no son muy eficientes (tienden a promover la estupidez entre los de arriba y el resentimiento entre los de abajo). Cuanto más hay que improvisar, mayor es la necesidad de cooperación democrática. Los inventores siempre lo han sabido y los capitalistas e ingenieros informáticos han redescubierto recientemente este principio: no solo con cosas como el software libre, del que todo el mundo habla, sino incluso en la organización de sus empresas.

Apple Computers es un ejemplo famoso: fue fundada por ingenieros informáticos (en su mayoría republicanos) que se desvincularon de IBM en Silicon Valley en la década de 1980, formando pequeños círculos democráticos de veinte a cuarenta personas con sus ordenadores portátiles en los garajes de los demás. Es de suponer que esta es la razón por la que, inmediatamente después de una gran catástrofe —una inundación, un apagón, una revolución o un colapso económico—, la gente tiende a comportarse de la misma manera, volviendo a una especie de comunismo rudo. De repente, aunque sea por poco tiempo, las jerarquías, los mercados y similares pasan a convertirse en lujos que nadie puede realmente permitirse.

El comunismo como sociabilidad de base

Cualquiera que haya vivido un momento así puede hablar de sus peculiares cualidades, del modo en que los desconocidos se convierten en hermanos y hermanas, y la forma en que la propia sociedad humana parece renacer. Esto es importante porque no estamos hablando simplemente de cooperación. De hecho, el comunismo es la base de toda la sociabilidad humana. Es lo que hace posible la sociedad. Siempre se supone que cualquier persona que no sea un enemigo puede actuar según el principio «de cada uno según sus capacidades…», al menos hasta cierto punto: por ejemplo, si necesitas averiguar cómo llegar a algún sitio y una persona tiene la capacidad de darte indicaciones, lo hará.

La conversación es un ámbito especialmente proclive al comunismo. Esto no quiere decir que se niegue la importancia de las mentiras, los insultos, los menosprecios y otros tipos de agresión verbal, pero la mayoría de ellos se basan en una presunción de comunismo, en el sentido de que un insulto no escuece, a menos que se asuma que la gente normalmente tiene en cuenta los sentimientos de los demás; y es imposible mentir a alguien que no espera que digas normalmente la verdad.

Sin duda, es significativo que, cuando realmente deseamos romper las relaciones amistosas con alguien, dejemos de hablarle por completo. Lo mismo ocurre con las pequeñas cortesías como pedir fuego o incluso un cigarrillo.

En estos casos, los costes de la prestación se consideran claramente tan mínimos que accedemos a ella sin ni siquiera pensarlo. Lo mismo ocurre si la necesidad de otra persona —incluso de un desconocido— es espectacular y extrema: si se está ahogando, por ejemplo. Si un niño se ha caído a las vías del metro, suponemos que cualquiera que sea capaz de ayudarle a levantarse, lo hará.

Yo lo llamo «comunismo de base», es decir, el entendimiento de que, a menos que las personas se consideren completamente enemigas unas de otras y si la necesidad se considera lo suficientemente grande o el coste lo suficientemente razonable, se aplicará el principio «de cada uno según sus capacidades, a cada uno según sus necesidades».

Por supuesto, las distintas comunidades aplican criterios muy diferentes a la cuestión de lo que es una necesidad razonable: en un entorno urbano impersonal podría limitarse a «regalar candela» y «brindar direcciones»; en muchas sociedades humanas, una petición directa de alimentos o algún otro artículo de consumo común puede ser imposible de rechazar. Esto es especialmente cierto en el caso de los alimentos más ordinarios y cotidianos que, en muchas sociedades, por esta misma razón, se convierten en formas de mantener los límites sociales: como, por ejemplo, en muchas sociedades europeas y de Oriente Medio en las que prevalecen los feudos de sangre, los hombres dudarían en comer pan y sal con un posible rival porque, si lo hicieran, ya no les estaría permitido perjudicar a esa persona.

En efecto, compartir la comida sigue considerándose la base de la moralidad, pero, por supuesto, también es una de las principales formas de placer (¿quién querría comerse una deliciosa comida solo?). En la mayoría de los lugares, las fiestas se consideran la cúspide de la sociabilidad. Los juegos elaborados, los concursos, los desfiles y las representaciones que marcan una fiesta popular, al igual que las estructuras de intercambio que caracterizan a la propia sociedad, se construyen sobre una especie de base comunista. En este caso, la experiencia de la convivencia compartida no solo es la base moral de la sociedad, sino también su fuente de placer más fundamental. Los placeres solitarios siempre existirán, sin duda, pero para la mayoría de los seres humanos, incluso ahora, las actividades más placenteras casi siempre implican compartir algo: música, comida, licor, drogas, chismes, teatro, cama. Hay, pues, un cierto comunismo de los sentidos en la raíz de la mayoría de las cosas que consideramos divertidas.

 

 

La sociología del comunismo cotidiano es un campo potencialmente enorme, pero que, debido a nuestras peculiares anteojeras ideológicas, no hemos podido escribir porque hemos sido incapaces de ver el objeto. Marcel Mauss, por ejemplo, hablaba de «comunismo individualista», como el que existe entre parientes cercanos, como las madres y sus hijos, normalmente hermanos, pero también entre amigos cercanos o hermanos de sangre. En este sentido, cualquier «sociedad» podría imaginarse como enhebrada por interminables redes comunistas. En tales relaciones, todo puede ser compartido si surge la necesidad. En otras relaciones entre individuos, cada uno se limita a reclamar al otro un determinado tipo de cosas: ayudarle a reparar sus redes de pesca, ayudarle en la guerra o proporcionarle ganado para una fiesta de boda. Aun así, pueden considerarse comunistas si la reivindicación puede ejercerse siempre que haya necesidad.

Del mismo modo, hay grupos en los que todos los miembros pueden hacer ciertas reclamaciones ilimitadas de este tipo en caso de necesidad: sociedades de ayuda mutua, asociaciones de seguros mutuos y similares. Las empresas de seguros modernas son, irónicamente, transformaciones comerciales de un principio esencialmente comunista. Por último, cualquier grupo social auto-organizado, desde una corporación hasta un club de fútbol o una cofradía religiosa, tendrá reglas particulares sobre qué tipo de cosas deben compartirse y sobre el acceso colectivo a sus recursos comunes.

Esto, por supuesto, se enmarca en la literatura sobre la gestión colectiva de los bienes comunes, pero es importante tener en cuenta que, a menudo, los grupos sociales (empezando por los clanes, las aldeas o similares) establecerán reglas totalmente artificiales para crear una dependencia comunista mutua. Los antropólogos, por ejemplo, están familiarizados con la existencia de estructuras de mitad, en las que una comunidad se divide en dos divisiones arbitrarias, cada una de las cuales debe depender de la otra para construir sus casas, proporcionar servicios rituales o enterrar a los muertos de la otra, siempre y cuando la otra tenga una necesidad.

Las relaciones comunistas existen en una variedad infinita, pero siempre saltan a la vista dos características comunes. La primera es que no se basan en el cálculo. A una parte de un pueblo iroqués, por ejemplo, nunca se le ocurriría quejarse de que este año ha enterrado a seis de los muertos de la otra parte y esta solo ha enterrado a dos de los suyos. Esto sería una locura. Cuando llevar las cuentas parece una locura de esta manera, estamos en presencia del comunismo. La razón por la que parece así es porque todo el mundo debe morir y los dos lados del pueblo siempre estarán presumiblemente para enterrar a los muertos del otro, por lo que llevar las cuentas es obviamente inútil. Esto pone de manifiesto el segundo punto: a diferencia del intercambio, en el que las deudas pueden cancelarse inmediatamente, o en un plazo relativamente corto, el comunismo se basa en la presunción de eternidad. Uno puede actuar de forma comunista con aquellos a los que trata como si siempre fueran a existir, al igual que la sociedad siempre existirá, incluso si (como con nuestras madres, por ejemplo) sabemos, en un nivel más cerebral, que esto no es realmente cierto.

Así pues, podemos analizar las relaciones humanas de tres maneras: relaciones comunitarias, relaciones jerárquicas y relaciones de intercambio. El intercambio se basa en principios de reciprocidad, pero esto significa que, o bien las relaciones se cancelan inmediatamente (como en el mercado, cuando hay un pago inmediato), o bien eventualmente, cuando se devuelve un regalo o se paga una deuda. Las relaciones humanas basadas en el intercambio son intrínsecamente temporales, pero igualitarias, al menos en el sentido de que cuando se realiza el pago, las dos partes vuelven a ser iguales. La jerarquía no se basa en un principio de intercambio recíproco, sino más bien en el precedente: si uno da un regalo a un superior o inferior, es probable que se espere que lo vuelva a hacer en circunstancias similares. La jerarquía se asemeja al comunismo en que se supone que es permanente y, por tanto, tiende a no implicar el cálculo de cuentas; salvo que el comunismo, por supuesto, tiende a ser decididamente igualitario en su base.

De ello se desprenden varias implicaciones radicales. Terminaré con una. Si aceptamos esta definición, nos da una nueva perspectiva del capitalismo. Es una forma de organizar el comunismo. Cualquier principio económico ampliamente distribuido debe ser una forma de organizar el comunismo, ya que la cooperación y la confianza intrínseca a la sociabilidad de base serán siempre los fundamentos de la economía y la sociedad humanas. La pregunta para quienes pensamos que el capitalismo es una mala forma de organizar el comunismo, o incluso una forma insostenible en última instancia, es: ¿cómo sería una forma más justa de organizar el comunismo? Una que desaliente específicamente la tendencia de las relaciones comunistas a deslizarse hacia formas de jerarquía. Hay motivos para creer que cuanto más creativa sea la forma de trabajo, más igualitarias tenderán a ser las formas de cooperación. Por lo tanto, la pregunta clave es: ¿cómo podríamos concebir formas de cooperación humana más igualitarias y creativas,  menos jerárquicas y anquilosadas que las que conocemos actualmente?

Más información

Blanc, L. (1839) L’Organisation du travail. Au Bureau de Nouveau Monde, París. [El primero en decir «de cada uno según sus capacidades, a cada uno según sus necesidades»].

Cohn, N. (1972) The Pursuit of the Millennium: Revolutionary Millenarians and Mystical Anarchists of the Middle Ages. Oxford University Press, Nueva York. [Un enfoque clásico, pero crítico, de los movimientos comunistas medievales].

Dawson, D. (1992) Cities of the Gods: Communist Utopias in Greek Thought. Oxford University Press, Oxford. [Graeber, D. (2010) Debt: The First Five Thousand Years. Melville House, Nueva York. [Véase el capítulo dedicado al comunismo cotidiano en sus diversas manifestaciones].

Comité Invisible, The (2004) Call. Comité estadounidense de apoyo a los 9 de Tarnac, Nueva York. [Reafirmación temporal del «comunismo» como comunalismo].

Kropotkin, P. (1902) Ayuda mutua: Un factor evolutivo. William Heinemann, Londres. [Clásico del anarcocomunismo, la «ayuda mutua» de Kropotkin se acerca al «comunismo cotidiano»].

Marx, K. y Engels, F. (1846 [1970]) La ideología alemana. International Publishers, Nueva York.

________________________. (1848 [1998]) Manifiesto del Partido Comunista. Penguin, Nueva York.

Mauss, M. (1990 [1925]) El regalo: forma y razón del intercambio en las sociedades arcaicas. Routledge, Londres. [El ensayo clásico de Mauss introduce la idea de «reciprocidad total», que es el pequeño comunismo.]

Morgan, L. H. (1965 [1881]) Houses and House-Life of the American Aborigines. University of Chicago Press, Chicago. [Influyente etnografía de la vida comunal, especialmente para Engels.]

Nordhoff, C. (1875) The Communistic Societies of the United States. Harper and Brothers, Nueva York. [Especialmente bueno en las sociedades religiosas]

Priestland, D. (2006) La bandera roja: el comunismo y la producción del mundo moderno. Allen Lane, Londres.

Testart, A. (1985) Le Communisme primitif. Maison des Sciences de l’Homme, París. [La mejor versión reciente del antiguo «comunismo primitivo».]

Guillermo Villamizar
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