Cuando las acciones se vuelven hechos III

 

En 2012, escuché por primera vez la palabra asbesto. 

Asbesto es el nombre genérico de una serie mineral de silicatos fibrosos naturales, muy difundidos en la naturaleza, clasificado en dos grupos: serpentinos y anfíbolos (ISS, 2013). Gracias a sus propiedades físico-químicas, el asbesto encontró numerosas aplicaciones comerciales en el sector de la construcción, la industria automotriz, textil, del vidrio, y muchas más. Pero, al igual que otros productos heredados de la modernidad industrial, que hacen nuestra vida cotidiana más amable, el asbesto contenía a su vez el fermento de un impacto negativo en la salud pública, ocupacional y ambiental.

Inhalar fibras de asbesto causa enfermedades mortales como asbestosis, cáncer de pulmón y mesotelioma. La OMS cataloga el asbesto en todas sus formas dentro del Grupo 1 de sustancias carcinogénicas, lo que significa que se tienen pruebas suficientes para confirmar que causa cáncer en los humanos (International Agency for Research on Cancer, 2012).

Cerca de 67 países lo han prohibido, incluida la Unión Europea, Australia, Argentina, Canadá, Japón y Colombia. Estados Unidos actualmente debate una ley para prohibirlo de forma definitiva a nivel federal.

En aquel momento (2012), estaba escribiendo un artículo sobre el Museo de Arte de la Universidad Nacional de Colombia, y las sorpresas surgieron al conocer la Colección Daros Latinamerica y los préstamos regulares de sus piezas al museo. Era difícil entender que detrás de esta Colección estuviera el antiguo propietario de Eternit (una antigua multinacional del asbesto-cemento).

Stephan Ernst Schmidheiny heredó de su padre la multinacional del asbesto cemento llamada Eternit, con minas y fábricas en Alemania, Argentina, Austria, Brasil, Colombia, Egipto, Francia, Holanda, Italia, Líbano, Libia, Perú, Sudáfrica y Venezuela. El 13 de febrero de 2012 la justicia italiana lo condenó a 16 años de prisión por desastre ambiental permanente e incumplimiento a las normas de seguridad, por responsabilidad en la muerte de 3.000 personas, ex-obreros y habitantes de cuatro localidades donde Eternit Italia tenía sus fábricas (Kazan-Allen, 2012). 

En cumplimiento de ese veredicto el 3 de junio de 2013, el Tribunal de Apelaciones de Turín aumentó la sentencia a 18 años de prisión por los delitos ambientales cometidos. Sin embargo, en 2014, el Tribunal Supremo de Italia (Tribunal de Casación) desestimó el veredicto por razones técnicas: los delitos ambientales habían prescrito (Kazan-Allen, 2020). En 2015, los fiscales en Turín nuevamente presentaron cargos, esta vez por «asesinato premeditado», para el cual no existe un estatuto de limitación. El viernes 24 de enero de 2020, en un juzgado de Vercelli, en el norte de Italia, el magistrado de la audiencia preliminar, Fabrizio Filice, leyó el último fallo en esta batalla de larga data por obtener justicia para miles de víctimas del asbesto en Italia. Una vez más, el multimillonario Stephan Schmidheiny irá al banquillo de los acusados.

Durante la década de 1990, Schmidheiny había formado parte de la Junta de directores del Museo de Arte Moderno de Nueva York y tuvo una activa participación en la escuela de leyes de la Universidad de Yale, en el departamento de políticas y jurisprudencia ambiental (el alma mater de Bill y Hillary Clinton). Igualmente, una vez el presidente de la Tate Gallery, Lord Dennis Stevenson, le presentó el proyecto que tenía en mente junto al director Nicholas Serota en el área del Bankside de Londres, Schmidheiny decidió colaborar con tal proyecto de forma generosa, en lo que se convertiría en uno de los edificios culturales más importantes del Reino Unido: la Tate Modern.

A lo largo del siglo XX, la industria del asbesto se enfrentó a tres grandes crisis. La primera fue en la década de 1930 con el descubrimiento de la asbestosis (fibrosis intersticial difusa de los pulmones,                 a menudo asociada a placas pleurales); la segunda, el cáncer de pulmón relacionado con el asbesto en la década de 1940, y la tercera y más profunda crisis fue en la década de 1960 cuando se estableció la relación entre el asbesto y el mesotelioma (cáncer de pleura, peritoneo, pericardio y túnica vaginal, que son membranas finas que recubren órganos como el pulmón, el estómago, el corazón y los testículos) (McCulloch y Tweedale, 2008).

A medida que aumentaban las pruebas científicas que relacionaban el asbesto con enfermedades mortales, la industria del asbesto creó organizaciones profesionales y semiprofesionales para defender las condiciones de trabajo en las minas y fábricas, realizar investigaciones médicas y disipar los temores de la población respecto a esta fibra mortal. En resumen, la industria del asbesto desarrolló todo un arsenal de artículos científicos que contradecían o negaban el potencial cancerígeno del asbesto, en especial del asbesto crisotilo, poniendo en duda todo un conjunto de conocimientos ampliamente aceptados sobre sus peligros. Introduciendo intencionadamente la duda y fabricando la incertidumbre (Michaels, 2005), consiguieron ganar un espacio social que les permitió y les sigue permitiendo utilizar la fibra mortal.

Este fraude científico es conocido como la teoría del «uso seguro del crisotilo», que permite creer en la posibilidad de utilizar este mineral mortal controlando el riesgo; en países como Colombia, esta narrativa ficticia terminó convertida en política pública del Estado por más de 30 años.

Desvelar este tipo de ficciones que operan en la realidad fue un hallazgo muy impactante. Me resultaba difícil entender cómo algunos científicos hacían ciencia por dinero; pero la perspectiva de exponer este tipo de hallazgos en centros de ficción como el sistema del arte, me parecía una tarea    difícil de llevar a cabo.

Los estudios sobre la ficción en el arte hablan de tres corrientes bajo las que se puede entender la ficción: 1) El discurso de ficción no contiene ningún valor de verdad, ni imparte ningún conocimiento. La respuesta emocional de los lectores se considera «irracional». 2) La ficción revela otros mundos más allá del mundo real, para que su valor cultural se mantenga. 3) El tercer enfoque considera que  la ficcionalidad no es una propiedad epistémica (episteme) sino poética (poiesis) y el conocimiento    y la verdad también pueden ser realizados por un poeta que los exhibe en textos de ficción (Sukla, 2015).

Las categorías 2 y 3 son muy interesantes a la luz de los conceptos que han alimentado históricamente las premisas del arte, expresadas en la posibilidad de ofrecer visiones alternativas de la realidad humana, o su subversión a través de la verdad poética. En las definiciones  que ofrece Sukla, partimos de un mundo objetivo, determinado, concreto y fijo al que podemos observar bajo un cristal alternativo que la ficción nos puede ofrecer; pero ¿qué ocurre cuando esa realidad humana es también producto de la ficción?

Por un lado, tenemos una realidad que supera la realidad humana que puede ser conocida, pero al  igual que ésta, tiene su propia ontología, donde puede colarse válidamente la incertidumbre; por otro lado, tenemos al capitalismo corporativo que se ha encargado desde mediados del siglo XX de desarrollar toda una serie de contranarrativas científicas para defender los intereses de las grandes corporaciones cuando ven amenazados sus intereses, basadas en desacreditar la evidencia en términos de salud pública, laboral y ambiental sobre procesos industriales, medicamentos, sustancias o productos químicos susceptibles de ser especialmente tóxicos, poniendo en riesgo la vida humana, como el tabaco, el asbesto, el benceno, el berilio, el cloruro de  vinilo, el plomo, los gases clorofluorocarbonados (freón), las aguas subterráneas contaminadas con cromo (recuerden a Erin Brockovich), el MTBE (éter tert-butílico de metilo), el sílice, el talco, el mercurio, el ácido perfluorooctanoico (PFOA (teflón)); medicamentos como el Vioxx y la bendectina; pesticidas como el glifosato; el diésel, procesos como el fracking, fenómenos como el cambio climático, etcétera (Fitzgerald, 2008; Melnick, 2013; Rabesandratana, 2014).

Por lo tanto, esa realidad humana es un universo en que las narrativas ficticias elaboradas intencionadamente por ciertos hombres operan una especie de incertidumbre fabricada para defender sus intereses. El auge de los medios de comunicación social y la llamada posverdad han incrementado el vasto universo de contranarrativas que buscan negar la ciencia y distorsionar los hechos objetivos.

La ciencia, al menos en su forma más pura, consiste en hacer preguntas, diseñar experimentos y tamizar    las pruebas para encontrar una respuesta (Michaels, 2020), y esa realidad que la ciencia se encargó de diseñar ofrecía un pequeño mundo de certezas provisionales bajo el cual la civilización avanzaba, incluso mientras el proyecto de la modernidad fracasaba. El universo que la ciencia podía conocer era finito, y afuera quedaba un vasto universo sin conocer mientras el modelo de desarrollo hacía crisis al exacerbar los límites de tolerancia de la naturaleza.

Ante los peligros que representa este modelo de desarrollo depredador, el capitalismo hace oídos sordos a la posibilidad de rediseñarlo y en el caso de la controversia sobre la evidencia del colapso del Planeta azul, las corporaciones llevan más de un siglo desarrollando contranarrativas para debilitar la verdad científica. El caso del asbesto es una prueba de ello.

Si partimos de la premisa de que el arte es una respuesta desde la ficción para construir otras visiones alternativas del universo que habitamos, debemos preguntarnos por el papel que juega la posibilidad de elaborar ficciones desde una realidad que aparece cargada de ficciones por todas partes, y si este modelo es sostenible a la hora de afrontar las ficciones de la realidad, desde una dimensión simbólico-objetual.

Es importante entender que estoy hablando de narrativas ficticias, elaboradas intencionadamente para defender los intereses del gran capital y vale la pena considerar las formas de enfrentarlas.

La identificación de las ficciones en el espacio social de la realidad representa un momento tentador para reconocerlas como un medio desmaterializado en el que el artista puede intervenir. Sin embargo, la inmaterialidad del arte no se limita a vaciar los medios que el artista emplea para transmitir sus ideas, sino que la inmaterialidad de la ficción obliga a responder desde una condición igualmente inmaterial; y con ello me refiero al papel fundamental del performance de la vida cotidiana -probablemente la única posibilidad que se  tiene-, en la determinación de un mecanismo relacional para interactuar con las ficciones de lo real.

Hay demasiada opacidad en el mundo y los artistas deben construir mecanismos que ayuden a descorrer el velo de tanta mentira que nos rodea, tanta posverdad y tanto engaño disfrazado de ficción benévola. Una buena manera de luchar contra la condición desmaterializada de las narrativas de ficción es a través de mecanismos desmaterializados como los performances de la vida cotidiana.

Mi experiencia de PSA alrededor del asbesto fue una forma de liberar un espacio de discusión sobre la fenomenología de los códigos gestuales que intervienen en el theatrum mundi, privado o público, iniciando así un ciclo interminable de performances de la vida cotidiana como rituales de intervención social realizados a través de acciones que no operan dentro del sistema del arte, sino en el espacio público de la política social.

Y como el cuerpo se mueve como un reservorio de mente, movimiento y memoria, rodeado de artefactos en el espacio social hacia un punto de fuga donde converge la diversidad de prácticas humanas, dicha práctica se llevó a cabo activando encuentros con médicos para discutir el largo y sinuoso camino de la enfermedad laboral por asbesto en Colombia, realizando conferencias ante públicos diversos sobre la necesidad  de un escrutinio cuidadoso de la literatura financiada por la industria, al sopesar los argumentos y trabajos presentados por los científicos en la literatura revisada por pares (Frank, 2016), escribiendo correos electrónicos como una práctica de la vida cotidiana elevada al estatus de periodismo escrito en un idioma extranjero, respondiendo a agudas preguntas de los actores sociales involucrados sobre los sesgos en medio de la delgada línea roja que separa lo  verdadero de lo falso acerca de las enfermedades relacionadas con el asbesto, y cómo la representación del engaño evoluciona hacia una entidad ficticia; atendiendo y enseñando a los medios de comunicación sobre las convenciones internacionales tergiversadas en leyes convertidas en políticas públicas, realizando y desarrollando cuestionarios a través del trabajo de campo con cientos de trabajadores, buscando encontrar lo invisible a través de las palabras nunca preguntadas… 

Finalmente, en 2019, la incidencia adelantada por diferentes personas y organizaciones logró la prohibición del asbesto en Colombia (entre ellas Daniel Pineda, Juan Pablo Ramos, Juan Carlos Guerrero, Greenpeace, change.org y el autor de este artículo, Guillermo Villamizar, lideraron principalmente la formación de una «masa crítica» que hizo posible tal logro).

La idea de que se puede establecer una relación entre el discurso de las acciones y el desempeño de la vida cotidiana abre una vasta perspectiva, si se apunta a intervenir en los ámbitos institucionales donde ocurren los peligros objetivos que nos acechan como civilización.

Desde el punto de vista artístico cabe considerar que la intervención de las ficciones humanas, allí mismo en el escenario de la realidad social, constituye un trabajo de desmitificación en el espacio social de la vida cotidiana.

Imaginemos por un momento que alguien quisiera escribir una novela en la que uno de los protagonistas se empeña en denunciar que el sistema electoral estadounidense es fraudulento, producto de la inventiva de los hackers del gobierno chino. Se trata de un multimillonario, dueño de una empresa que fabrica almohadas, que decide invertir millones de dólares para “demostrar” algo que él mismo no cree, pero lo hace todo por dinero. Su empresa está en problemas, y cuanta más publicidad consiga, más almohadas venderá, sin importar cuántas historias ficticias tenga que inventar, incluso cuestionando el sistema electoral de su país.

Pero ¿qué pasaría si ese personaje saliera de la novela y empezáramos a verlo, ya no en una película de Hollywood sino en los noticieros de Fox News, donde el dueño del canal le diera todo el tiempo que necesita para hacer   su número?

Este ejemplo, un tanto burdo, me sirve para hablar de las historias de ficción que hoy en día pululan por todas partes, y no precisamente en novelas, películas y obras de arte, sino en la realidad de la vida cotidiana, un espacio del que, de tanto saturarlo con las herramientas de la cultura simbólica, hemos perdido por completo sus fronteras, allí donde empieza la realidad y termina la ficción.

Estoy convencido -y medio mundo de la cultura del arte me arrojará a la hoguera por hereje-, de que el arte es un precursor del discurso de la posverdad, o al menos el tipo de arte que venimos consumiendo desde hace más de veinticinco siglos, y de la mistificación que hemos hecho de él, elevándolo a la categoría de religión secular.

El capitalismo contemporáneo terminó extrayendo y explotando los elementos de la cultura simbólica, el arte entre ellos, como mecanismo de supervivencia; y una forma lúcida de enfrentar tal paradoja reside en la intervención directa del espacio social donde operan tales narrativas, a través de performances de la vida cotidiana que ayuden a desmontar tales narrativas que se están tomando el mundo entero por asalto y, de paso, a todos nosotros incluyendo cualquier forma de vida en el Planeta azul.

La hiperinflación de la cultura simbólica actual no nos permite discernir entre la verdad y la ficción,              la mentira, los hechos alternativos, las fake news y la posverdad. ¿Y si invertimos la ecuación de la imaginación y la ponemos al servicio de un nuevo arte, que ya no produce más símbolos, sino que los mitiga?

Las relaciones sociales no pueden reducirse a la generación de objetos, y si el valor supremo de la sociedad es el individuo -entendido como paradigma neoliberal-, entonces debemos pensar en el potencial revolucionario de esa individualidad para navegar contra la corriente de su mercantilización por las fuerzas del mercado capitalista. No para producir objetos, sino para   producir acciones que se conviertan en hechos, en una especie de contraeconomía del símbolo que cuestione y ataque las ficciones del discurso contemporáneo en las arenas de la política, la ciencia y los medios de comunicación, principalmente.

La desmitificación de los símbolos de la producción cultural en una sociedad que engendra ficciones por doquier, podría llevarnos a entender este acto de des simbolización como un gesto artístico en medio de símbolos construidos para alimentar el discurso del engaño, la ficción, la desinformación y la mentira, apoyado en una maquinaria bien engrasada que fabrica nuevas formas descentralizadas de control social bajo el concepto occidental de democracia, y sus poderosas tecnologías de punta.

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Guillermo Villamizar
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