Cuando las acciones se vuelven hechos II

 

Una vez planteada esta cuestión, se hace necesario también preguntarse por las principales formas de configuración del poder en un orden jerárquico como el que padecemos. Pero, antes de responder a ello, seguimos preguntándonos: ¿por qué el arte debe debatir este tipo de cuestiones? ¿De qué manera cree el arte que puede ser invocado en la mesa de discusión donde se producen esos cambios que afectan al estado de cosas de toda una sociedad como expresión del poder? ¿Puede el arte ser parte de esa vanguardia que define rutas a seguir, con enorme impacto en la vida de miles de millones de personas?

Todas estas preguntas nos retrotraen a los tiempos de la ruptura del orden social, provocada por la Revolución Francesa, que trajo consigo un movimiento destinado a arrojar luz y libertad, inspirada en el statu quo que los revolucionarios desmontaron, y que jugó un papel estelar en la transformación de las relaciones entre el   arte y la sociedad, buscando realizar una condición no subordinada del artista a la hora de modelar el destino del Estado y el hacer político de la historia.

En 1824, Claude-Henri de Rouvroy, conde de Saint-Simon, publicó El artista, el científico y el industrial para incorporar al artista a los actos fundacionales de la nación, por lo que dirigió su atención hacia la función práctica del arte como acicate del cambio y puntal de la solidaridad social    (McWilliam, 1993). Fue la primera vez que se utilizó la palabra vanguardia, relacionada con el arte.

Esto puso en diálogo a tres cuestiones clave sobre la relación del artista con la sociedad: las jerarquías de poder, la división de clases, y ese extraño filo de la navaja que representa la autonomía del arte.

Ahora bien, en La dimensión estética: Estética, Política, Conocimiento, Jacques Rancière (2009) ofrece una lúcida aproximación a sus teorías sobre la experiencia estética y la distribución de lo sensible. Rancière habla de un sentido (en este caso, la imagen) que nos llega, y la aprehensión de esta forma que genera un sentido duplicado entre la recepción de lo visto y su interpretación. Para estas dos facultades, la lengua griega tiene un nombre: aesthesis, la facultad del sentido, la capacidad tanto de percibir lo dado como de darle sentido. Y hay dos maneras de entender la experiencia de lo que se ve, ya sea a través de la razón o de la sensación. Esta partición -explica Rancière-, según Platón, es una partición del alma individual de la     división del alma colectiva, que a su vez es el producto de la división de clases: la clase de la inteligencia y la moderación, destinada a gobernar, y la clase de la sensación, el deseo y la ilimitación, que son naturalmente los rebeldes contra el orden de la inteligencia a la que deben someterse.

Platón -escribe Rancière- habla entonces de esta disputa entre la razón y la sensibilidad, donde la razón siempre triunfa. Y en ese punto aparece un tercer elemento que es la experiencia estética, que anula la partición en el seno de lo sensible, a través de un disenso que aniquila la relación normal, que es la dominación de lo mejor sobre lo peor.

Rancière se apresura a aclarar aquí que la neutralización es la perturbación del juego de poderes entre facultades, que no equivale en absoluto a la pacificación, sino que la neutralización produce un disenso traducido en un exceso. El disenso y el consenso pueden entenderse a través de la ética y la estética. Según Rancière, la ética estaría vinculada al consenso, y la estética al disenso.

En La Crítica del Juicio, Immanuel Kant dice que “todo el mundo debe admitir que un juicio sobre lo bello que esté teñido del más mínimo interés, es muy parcial y no es un juicio de gusto puro.” Doscientos años después, Rancière reconfigura la frase kantiana dándole más sentido y estableciendo, como señalé antes, una narración más profunda a partir del postulado kantiano, y es esta división de lo sensible desde un punto de vista filosófico.

Estos planteamientos teóricos de la filosofía francesa sobre el arte y la estética, han tenido un  enorme impacto en la intelectualidad artística internacional de los últimos 25 años, y han jugado un  papel muy importante en la legitimación de buena parte del arte realizado en ese período, con pretensiones políticas, donde el componente estético sigue jugando un papel significativo, no importa que los artistas hablen el mismo lenguaje estético que Rancière, o que en algunos casos, la     artillería filosófica de Rancière se convierta en el árbitro para demarcar los límites entre la ética y la estética por parte de los críticos respecto a los discursos del arte socialmente comprometido, o las  prácticas artísticas en las que su carácter inmaterial deja en suspenso el factor estético.

Sin embargo, vale la pena recordar aquí las agrias disputas que desde un sector de la sociología se le plantean al relato simbólico que da cuenta del arte desde la filosofía estética.

La experiencia estética es una noción increíblemente compleja que admite concepciones muy diferentes, a menudo conflictivas (Shusterman, 2015), que nos llevan a afirmar que existe una indeterminación radical en el concepto (Shusterman, 1986), siguiendo una línea wittgensteiniana apoyada en conceptos que han demostrado su carácter vago, variable y controvertido, a menudo salpicado de frustración y, a veces, incluso de escepticismo sobre esta noción y sus cognados (como la actitud estética y el juicio estético) (Shusterman, 2006). 

La avanzada del conocimiento respecto del arte tuvo su anticipo en el siglo XVIII, al crearse la disciplina estética bajo el impulso que le otorgó Alexander Baumgarten -un experto en lógica escolástica (1714-1762)-, para precisar sus dominios. Existía un conflicto sobre la teoría del sentimiento y la posibilidad de hallar la naturaleza del arte por fuera de la razón; pero tampoco en el sentimiento, sino en la mente creativa no racional, sino imaginativa (Venturi, 2016).    

William E. Kennick, en su ensayo ¿Es la tradición estética un error? (1958) escribe que la tradición estética es una disciplina filosófica que trata de dar respuesta a una variedad de preguntas como: ¿Qué es el arte? ¿Qué es la belleza? ¿Qué es la experiencia estética? ¿Qué es el acto creativo? ¿Cuáles son los criterios para definir el gusto y el juicio estético? Y, sin embargo, no es posible determinar unos conceptos que afirmen un terreno estable donde amparar las preguntas con respuestas sólidas en cada uno de ellos. En definitiva, no hay esencias inherentes en la obra de arte. Y después de Wittgenstein pasaron muchos años para que se formularan los factores sociales externos como elementos claves para una nueva y más clara definición del término.

El reconocimiento de que el significado de un predicado estético no es una esencia fija y autónoma, sino que cambia significativamente según la cultura y el contexto, ha hecho que la perspectiva de derivar o justificar nuestros juicios evaluativos a partir de definiciones firmes e inmutables de tales predicados, parece algo irremediablemente quijotesco y equivocado, ya que tales predicados parecen no tener un significado firme o fijo para ser definido. La antigua, pero aún brillante, esperanza de establecer un razonamiento crítico en un modelo deductivo firme y seguro se atenuó de manera inconmensurable, si es que virtualmente no se ha extinguido (Shusterman, 1986). 

Debido al fondo que ofrece el contexto, este es crucial para el significado, y Austin (1970) argumentaba que «lo que tenemos que estudiar no es la oración sino la emisión de un enunciado en una situación de discurso», mientras que Wittgenstein (1970) traía el mismo punto a colación con el ejemplo de los juicios estéticos. Nos debemos «concentrar, no en las palabras ‘bueno’ o ‘hermoso’, que son completamente inusuales… sino en las ocasiones en que se dicen, en la situación enormemente complicada en la que la expresión estética tiene lugar, en la que la expresión misma tiene un lugar casi insignificante». Los juicios y predicados estéticos “juegan un papel muy complicado, pero un papel definitivo, en lo que llamamos el periodo de una cultura. Para describir su uso o para describir lo que se quiere decir con un gusto cultural, se tiene que describir esa cultura». Además, tales descripciones deben ser sensibles al cambio histórico, ya que “se aventura un juego completamente diferente en épocas diferentes” (Shusterman, 1986).  

Tampoco en Infiernos Artificiales. Arte Participativo y políticas de la espectaduría, libro de Claire Bishop, publicado en 2012, dejan de aparecer estos conflictos, cuando un sector del arte se alinea con sus principales predicadores desde el campo de la filosofía -y Rancière es uno de ellos-, dejando de lado las fuertes críticas que se hacen desde el campo de la sociología.

Uno de los aspectos más llamativos a la hora de revisar el libro Infiernos artificiales es el interés de la autora por determinar aquellos aspectos que generan experiencia artística, dado el interés de muchas prácticas por comprometerse con acciones fuera del campo del arte, pero que evitan enfrentarse a experiencias del mismo tipo, que operan desde lo social, desconectadas del campo artístico y que derivan su valor crítico en oposición a los modos más tradicionales, expresivos y objetuales de la práctica artística.

El libro es una crítica al «giro ético», y busca rescatar la dimensión estética en el arte y los valores de juicio relacionados con la calidad de las prácticas artísticas como metodologías que intentan recuperar formas de análisis para comunicar su importancia a los públicos del arte, es decir, a los espectadores.

Casi todos coincidimos en elogiar las buenas obras sociales de arte político, pero lamentamos que no haya estética en ellas, no porque no provoquen disenso, sino porque la estética aparentemente no existe, parece decir Claire Bishop; y esta ausencia de categorías y valores está ligada a la calidad de la práctica participativa, aplicando el término estético que ella utiliza en el sentido de aisthesis: un régimen autónomo de experiencia que no es reducible a la lógica, la razón o la moral. Para iniciar esta tarea, primero hay que examinar los criterios con los que se articulan actualmente los proyectos socialmente comprometidos, lo que provoca un concepto que se aplica sutilmente a la morfología de los objetos que produce la práctica social, y si los objetos de dicha experiencia cumplen con tal atributo o están fuera de él; es decir, traza así una línea clara entre un objeto que es artístico, según las categorías que define para él, o si hablamos de un concepto ranceriano, trasplantado a un problema de morfologías, donde uno y otro son inaplicables; o se convierten en categorías de exclusión desde el punto de vista sociológico.

¿Es el vacío ranceriano, que suspende las facultades de la razón o la sensación, lo que en lenguaje sociológico puede entenderse como historia? Y, de alguna manera, ¿es la illusio que el filósofo establece, una forma de narración que crea un sentido necesario para el mundo del arte?

¿Qué pasa con la experiencia estética, no sólo a través de un análisis histórico adecuado de la institución artística, sino de todo el océano social que rodea los islotes del arte? La respuesta da paso a un hecho muy simple: no hay experiencia estética sino dominación. Y esto facilita la comprensión del arte como parte y no como campo independiente de una sociedad marcada por las divisiones de clase (Davis, 2013).

Más allá de considerar todo gesto público como un gesto político, es importante establecer que existe una línea divisoria entre un arte político que opera desde la institución artística y el cubo blanco, y uno que opera fuera de esta institucionalidad en relación directa con otro tipo de institucionalidad ajena al mundo del arte, y que sin embargo mantiene el interés en llamarse arte. Más aún si las formas de expresión de este tipo de prácticas no se reconocen por su producción objetual, sino por sus acciones, muchas de ellas completamente mimetizadas con actividades de la  vida cotidiana que operan en el espacio social.

En su libro Seeing power. Arte y activismo en el siglo XXI, Nato Thompson (2015) describe muy bien el debate en torno a las prácticas sociales desde el ámbito artístico y las polémicas que se producen cuando ellas son consideradas como arte.

Un ejemplo que cita Thompson es el de la propuesta del artista Jeremy Deller, quien trajo a Estados Unidos, en 2009, los restos de un coche tras la explosión de un atentado suicida que mató a 38 civiles durante la guerra de Irak. Las latas aplastadas del coche se subieron a un remolque, y el artista,  junto con varios compañeros de viaje, hizo un recorrido desde Nueva York hasta Los Ángeles, con 14 paradas en diferentes ciudades a lo largo del camino.

Ken Johnson escribió para el New York Times: “Lo que hace el Sr. Deller puede ser una terapia útil para nuestro estrés postraumático nacional. ¿Es arte? Llamarlo arte es pretender que es algo que no es.”

El punto de Ken Johnson es que la práctica social artística puede ser un asunto muy interesante, pero no es arte, entre otras cosas porque el sistema de valores en el arte, a pesar de todas las revoluciones del siglo XX por parte de las vanguardias artísticas, todavía depende del atributo morfológico de los objetos que el artista crea y expone en el cubo blanco, todo ello sujeto al veredicto de la burocracia notarial de los directores de museos, los críticos de arte, los comisarios, las revistas de arte, las casas de subastas y los compradores.

El citado libro de Bishop, teniendo en cuenta las comparaciones, hace un guiño a este tipo de crítica cuando habla de las tensiones entre calidad e igualdad, y de cómo es posible encontrar tales atributos en el arte político que desafía este tipo de valores, es decir, si la calidad estética no existe, la dimensión artística desaparece y esto hace que tales productos sean admirados por sus logros éticos, pero  estos no son suficientes para otorgarles una membresía artística. Y esta situación ha llevado a la definición de dos territorios en el campo del arte: uno, institucional, ligado al mercado del arte, y otro, completamente subterráneo, que opera al margen de la institucionalidad, más preocupado por mostrar resultados que por ofrecer garantías objetivas de calidad para ganarse las indulgencias de la institucionalidad dominante. Merece la pena analizar esta división de lo sensible.

Cuestionado por el orden social dominante de un sistema capitalista encarnado por los poderes económicos, políticos y militares, el arte opera en un nivel simbólico impulsado a establecer un maquillaje de micro poderes y jergas editadas, y por lo tanto, la política del arte es un juego en medio de una constelación de lenguajes que pueden ser intervenidos desde los problemas sociales que el arte políticamente comprometido identifica, sujetos a decisiones subsidiarias tomadas por  instancias superiores.

Las vanguardias históricas involucradas en ese viejo deseo de confrontar la institucionalidad social desde la institucionalidad del arte, pasaron por alto el que esta última estaba bajo el control de los círculos económicos de poder y, como resultado de esta guerra heroica que alguna vez se libró por el poder simbólico de la práctica artística, terminó en un campo de batalla amontonando los cadáveres de una asombrosa gama de modelos artísticos (Sholette, 2011).

La búsqueda de la modernidad artística mediante una utópica autonomía de la experiencia estética concluyó en el arte por el arte, impidiendo romper el dorado cordón umbilical señalado en su día por Clement Greenberg (1961). Pero cuanto mayor era la autonomía estética, mayor era la dependencia económica que se consolidaba con el nuevo mecenazgo de una joven nación destinada a convertirse tempranamente en imperio: Estados Unidos.

La línea de tiempo histórico-artística resuena con el mecenazgo de la Iglesia Católica, las monarquías, la burguesía moderna o el mercado del arte asociado a Wall Street, lo que significa que el arte no es una forma de poder sino una expresión de las cúpulas de poder, y en este caso podemos hablar no de una vanguardia sino de una retaguardia, que preserva los intereses y la ideología a través del gusto de una clase social ajena.

Aquello que nació como un mecanismo de refugio contra la invasión material de la vida moderna, a través del arte, la experiencia estética y la naturaleza, para buscar una realización no materialista hacia el progreso, ha sido reducido a una banal comercialización de toda la esfera social, pública y privada. Las políticas neoliberales y la búsqueda permanente por adelgazar el tamaño del Estado, consiguieron con gran éxito incorporar a la esfera comercial grandes parcelas de lo que en primera instancia fue la esfera pública -incluyendo el transporte público, los servicios públicos, el sistema de salud y las telecomunicaciones-. Ahora la economía ha puesto sus miras en la última esfera de la actividad humana que restaba por mercantilizar: la cultura. Los rituales culturales, las actividades comunitarias, las reuniones sociales, el arte, los deportes y los juegos, los movimientos sociales y la actividad cívica, todo resulta invadido por la esfera comercial. El gran reto para los años venideros es ver si la civilización podrá sobrevivir a una cada vez mayor reducción de la esfera estatal y cultural, en la cual el ámbito comercial es el mediador exclusivo y primordial de la vida humana, tal como lo acentúa Jeremy Rifkin (2000) en su libro La era del acceso. La revolución de la nueva economía.

La clase creativa de las artes proporcionó los elementos para la gentrificación urbana, cooperó en el diseño de dispositivos de control ideológico, proporcionó los mecanismos para el greenwashing y el artwashing, concedió pasaportes para la distinción social y cultural de sus ejecutores, alimentó  al museo en su apetito por convertirse en el aparato cultural de la ideología dominante, y a su vez permitió la desactivación de la crítica social; y lo más fascinante es que la creatividad del artista se convirtió en la dinámica que alimenta el capitalismo cultural y la entrada del arte en la economía productiva  a través de las industrias culturales (Rifkin, 2000).

Entre el deseo del arte y la realidad del capital, la imaginación ha mostrado su total fracaso; al menos así ocurre con la imaginación del arte y sus artistas -el eslabón más débil de la cadena y su principal responsable- pero no con la imaginación del capitalismo financiero (Haiven, 2011) y su lugarteniente, la industria militar (Weizman, 2006). Si algunos escritores tienen razón al afirmar que el espacio para la crítica se ha desvanecido en cierta medida en la cultura capitalista de los últimos 25 años, en cambio parece haber encontrado un lugar para la crítica floreciente en el ejército (Weizman, 2007). Un discurso -el del arte- amparado en la fe de la estética, que desconoce o desprecia admitirlo, para sobrevivir, las relaciones históricas que determinan las fuerzas existentes, tales como el mercado, los agentes que lo controlan y las instancias que lo legalizan a través del museo y otros mecanismos legitimadores.

Este dominio económico tiene una clara expresión dentro del mercado del arte, y esto se hace eco de la concentración de la riqueza y el agravamiento de la desigualdad: un indicador de cómo “los precios del arte no suben cuando una sociedad en su conjunto se vuelve más rica, sino sólo cuando la desigualdad de ingresos aumenta” (Fraser, 2011).

A lo largo de los últimos años hemos asistido a un giro hacia el arte socialmente comprometido, de tal manera que las reivindicaciones políticas de estas prácticas participativas y colaborativas se convierten en la base de una nueva agenda político-cultural (Roberts, 2019).

Claire Bishop, Grant Kester, Nicolas Bourriaud y otros, denominaron hace unos años estas formas con diferentes nombres: arte socialmente comprometido, arte basado en la comunidad, comunidades experimentales, arte dialógico, arte litoral, arte participativo, intervencionista, basado en la investigación o en la colaboración, arte político, arte útil, estética relacional, práctica social del arte, y probablemente muchas otras etiquetas más.

Guillermo Villamizar
Guillermo Villamizar on FacebookGuillermo Villamizar on Twitter