*Publicado originalmente en: Prácticas de lo Público
Este texto se escribe a partir de las intervenciones que tuvieron lugar en el primer Encuentro Territorial Región Pacífico para las artes plásticas y visuales organizado por el Área de Artes Visuales del Ministerio de Cultura. El evento fue en Popayán, el 1 y 2 de septiembre, en la Universidad Autónoma Indígena Intercultural y asistí, junto a más de 40 personas de muchos sitios y orígenes, como profesor universitario.
La memoria institucional del Ministerio de Cultura guarda en algún lugar el Programa Salón Nacional de Artistas que hizo la asesora de artes visuales Belén Sáez y su equipo a comienzo de este siglo. Ese programa tomaba como base al Salón Nacional de Artistas, el único evento propio del Ministerio de Cultura, una iniciativa de largo aliento, anterior, incluso, al mismo Ministerio de Cultura (el primer Salón fue fundado en 1940 por Jorge Eliecer Gaitán como Ministro de Educación del Gobierno de Eduardo Santos y su última versión, en 2023, fue la número 46).
La importancia de esa jugada de política institucional era que intentaba transformar la política coyuntural del Salón, ese contrato antiguo heredado de los salones franceses de siglos pasados, para convertirlo en una constelación. Alrededor de la figura del Salón se articulaba todo lo que estaba disperso, o por reforzar o por hacer, se nombraba y se reconocían en el observatorio de la minúscula oficina bogotana de Artes Visuales del Ministerio de Cultura muchos astros, planetas, cuerpos celestes y objetos voladores no identificados: Salones Regionales, publicaciones, cátedras itinerantes, laboratorios, premios, estímulos, becas, residencias, intercambios, escuelas, espacios independientes, museos y un largo etcétera. Se concebía ese programa como un trabajo a construir de abajo hacia arriba con personas de las artes, colectivos, comunidades, instituciones culturales y universidades de todo el país.
Lo que marcó el fin comienzo del fin de ese programa fue una impertinencia: el programa se atrevía a exigir su inclusión en el CONPES, (Consejo Nacional de Política Económica y Social), como lo están muchos otros planes (Lectura, Música), para así garantizar su continuidad, sus recursos, su vida más allá de la funcionaria que lo pedaleó y convertirlo en una política de Estado, no de gobierno. Esta garantía le permitía al programa no seguir el mismo destino del Salón: ser un zombie mendicante que cada dos años revive y busca los favores y limosnas del gobierno, del alcalde, gobernante o Secretario de Cultura y Turismo de turno.
El programa no contó con el apoyo de las altas jerarquías del uribato de ese entonces y este rechazo trajo la renuncia de la funcionaria de Artes Visuales. En la portada del Catálogo de los X Salones Regionales quedó la memoria del borrado del programa que propuso la funcionaria saliente: se ve una agenda con una adhesivo borroso, o borrado, donde se alcanza a leer un letrero a punto de desaparecer que dice “Programa Salón Nacional de Artistas”.
Algo del programa sin el programa continuó y sirvió para dibujar en algo la política de Artes Visuales en estos 20 años de nuevas administraciones y funcionarias: Clarisa Ruiz, Eduardo Serrano, Javier Gil, Jaime Cerón, Carolina Ponce, Andrés Gaitán. Como en tanta institución lo urgente desplazó a lo importante y el plan por el programa y la lucha por el CONPES nunca avanzó.
El Estado parece temerle al arte y a ese cuerpo de artistas que muerde la mano que lo alimenta.
El gremio de Artes Visuales es singular en su colectividad: es una comunidad de individuos. Antes de sentir culpa burguesa por eso, o simplificarlo como egoísmo, es importante cruzar ese individualismo con estados como estar a solas, concentrados, solitarios, alterados, en paz, en guerra, pero verse acompañados todo el tiempo por el lenguaje como acto plural: estoy a solas pero estoy acompañado por una comunidad en diálogo con espíritus, con una conciencia crítica y autocrítica de la paradoja de lo individual, recordando siempre que la palabra persona viene del griego, de la palabra máscara y de una raíz que es ambigua en su origen: una persona como máscara que en el teatro se usaba para tener un rostro social con una expresión única, fija, propicia para ocultar el rostro real y, a la vez, una máscara con un embudo en la boca que permitía proyectar la voz y ser oído para pensar en voz alta, expresar, alentar, ser un personaje, representar con la voz más allá de la imagen, de lo visual, ser muchas personas a la vez y animar a otras personas a hacer lo mismo.
En el Primer Encuentro Territorial Región Pacífico para las artes plásticas y visuales que tuvo lugar en Popayán el 1 y 2 de septiembre en la Universidad Autónoma Indígena Intercultural —UUAIIN —, me tocó un grupo de trabajo de a tres personas con Yu (este es su nombre en su comunidad). Ella dijo que no había sido invitada, pero que al ver la forma abierta del encuentro se unió. Yu estudia en la licenciatura de arte de esa universidad. Ella afirma que no quiere vender lo que hace, la jigra que ella teje y que nos mostró. Yu dice que el tiempo dedicado, el sentido de esa jigra en el grupo de personas con que vive, con las que habla, el espacio donde se guarda esa memoria, las semillas y la oportunidad de crear conciencia, es lo que es, y que eso no se vende. Fue tanta la claridad de Yu y su calma para hablar, que atemperó mi vehemencia de «artista visual» bogotano y mi idea fija con la «visión» del Programa Salón Nacional de Artistas, algo tenía yo que ceder, que ver, que cambiar con el diálogo y con todo lo que ví y con lo que hablé en esa universidad. Mi fijación bogotana con una frontera imaginaria del Salón estalló.
Un programa o plan para «artes visuales» no debería usar más la figura del Salón. Mantener el Salón, sí, cada dos años, con varios meses de exhibición, alternado de dos salones regionales por región con amplitud de recursos y libertad en sus curadurías, pero dejar la figura de un evento como sol y como hito articulador para las «artes visuales» en el país. Si algo hemos aprendido de la Feria de Arte de Bogotá, Artbo, es que esas pasarelas artísticas de unos pocos días de inauguración continua con su copioso bufet estético y social, se pagan luego con una resaca de un año entero de desatención, de hambre, de soledad: el precio de intentar saciar la ansiedad con glamour es alto y la factura que pagamos es el robo de la atención por parte de un actor, como la Cámara de Comercio de Bogotá, que es un ente con muchos empleados, en su mayoría bienintensionados, pero bajo la cultura de una voluntad institucional inerte, agigantada, torpe, autopromocional y ebria del poder que da lo comercial a la estela especulativa de la «Economía Naranja».
Tal vez el nuevo Plan debe entender al Ministerio de Cultura como una unidad dinámica de observación, como un equipo móvil que usa estos eventos de habla y reunión, para convocar a varios actores para diálogos urgentes sobre cosas importantes. Por ejemplo, el 16 de septiembre de 2020, cuando la estatua del conquistador Belalcazar fue derribada de la cumbre tajada de la pirámide de lo que se conoce como «cerro» o «morro» del Tulcán. Habría sido importante en ese momento convocar una reunión con muchos actores para hablar, para hacer un acta, un plan, un compromiso para devolverle a ese monumento de 80 metros su valor patrimonial y así el Ministerio de Cultura honrar y cumplir con una de sus misiones institucionales.
Desde Bogotá se percibió por redes sociales que alguien, en representación de los habitantes de la región, quería ahora hacer un bronce con la figura de un indio y montarla en el «cerro». Esa propuesta, la del cambio de una ficción por otra, causaba algo de desconsuelo, sobre todo cuando se visita el lugar y se ve que la mayor restitución es devolverle a esa pirámide su estatura, su dignidad, y contar y dejar ver su historia y construcción. La pirámide contaba con caminos y tapizados de piedra, escalones y tumbas; se han encontrado ahí conchas marinas y piedras preciosas de otros sitios de Colombia y de otras regiones del continente. Nada de eso se ve ahora y lo que hay es un monumento estrangulado por una carretera, empobrecido por la mímica de pueblito comercial en su falda y sin habitación para que sea sentido por las gentes que lo quieran habitar y celebrarlo con conciencia de su origen [ver La vista desde la pirámide]
En este encuentro se percibe a la división de Artes Visuales más unida al arte en sus muchas expresiones, y se siente como una división que podría ayudar a unir, por ejemplo, «prácticas artísticas de arte contemporáneo» con «saberes ancestrales»», a crear espacios desjeraquizados donde llegamos con el prejuicio que dan las buenas y malas experiencias, con las pesadas maletas de la teoría académica y el maquillaje de las jerarquías doctorales, y al vernos cara cara pasa algo más al verse transformado, desnudado, chamuscado y transformado por la energía y las altas y bajas corrientes que se sienten en un encuentro cuerpo a cuerpo en una universidad así.
El plan de artes visuales podría estar atado a una ley de derechos culturales que sea vinculante y que le permita a las personas y a una naciente sindicalización (ver el sindicato MUTAR), el poder de interpelar a sus gobernantes e instituciones cuando han perdido el rumbo. Una política que nos dé dientes, por ejemplo, para tener un derecho de petición o una tutela que deban ser respondidas y que para la repartición del presupuesto de las Secretarias de Cultura y Turismo requiera nombrar a personas competentes que no dediquen todo su presupuesto y energía a celebraciones patrioteras, semanas santas, festivales gastronómicos, corralejas y festividades con cabalgatas y licoreras.
Una ley de derechos culturales que garantice que haya programas de estímulos en pueblos, municipios, capitales y gobernaciones, y que se copien las buenas experiencias de los modelos de las Secretarias de Cultura de Bogotá y de Medellín, del programa de Estímulos del Ministerio de Cultura, del Fondo de Desarrollo Cinematográfico. La experiencia por fuera de estos programas es la del clientelismo: acercarse a las secretarías de Cultura y Turismo y verse interpelado por un guardián burocrático que pregunta por padrinos políticos, por mordidas, por cambios de contenidos y censuras para que nada afecte la foto celebratoria y autopublicitaria del funcionario de turno que usa el arte y la cultura como un botox para templar las arrugas que le ha dejado la politiquería y mejorar su imagen.
Encuentros con «artistas visuales» como éste ya se han hecho antes, alguien acá recordaba el Encuentro Nacional de Educación Artística que tuvo lugar en Bogotá en 2013 organizado por el Ministerio de Cultura, un gran evento con varios paneles, mesas de trabajo y un catálogo que recuerda sus conclusiones. Un gran encuentro, sí, pero 10 años después aún seguimos faltos de dientes para poder exigir un derecho a la cultura, paralelo y atado, a otros de los derechos fundamentales que garantiza la constitución.
Todo esto es para pensar, y darnos unos meses para hacerlo parecido a como vimos que hacían muchas personas de la Universidad Autónoma Indígena Intercultural: pensaban, miraban en silencio, luego, cuando era su turno, primero hablaban en su idioma y luego traducían lo pensado, lo sentido, al español. Eran breves en sus intervenciones o, más que breves, concisos, y dijeron cosas que a los oídos de gente que solo ha pastado en la academia bajo el logos de la razón podrían sonar simples: «hay que caminar la palabra», «el arte es el sentir», «el arte es como la vida», «no creamos, creamos para sentir» . Pero en contexto, bajo la acústica y los acentos del lugar, se oye más, no solo palabras, se siente más, y justo recordé una cita más encumbrada que había garabateado de un podcast con un artista famoso que, al ser cuestionado sobre el para qué del arte, citó a un tal Robert Filliou y respondió: «El arte es lo que hace que la vida sea más interesante que el arte.»
A partir de lo visto, lo hablado y las iniciativas que se están tomando, el pequeño equipo del Área de Artes Visuales del Ministerio de Cultura corresponde en sus acciones y sentir con estas ideas, son unos funcionarios sensibles a estos mandatos y las acciones que están ejecutando y pensando dan prueba de esa correspondencia. Es una lástima que en la gran mayoría de Secretarías de Cultura y Turismo no haya funcionarios así.
Un programa o plan para «Artes visuales» por parte del Ministerio de Cultura —metido en el CONPES— y una ley que garantice y guarde la memoria fundamental de los derechos culturales son parte de un nuevo horizonte de oportunidad al que se puede llegar bajo este gobierno.