Vuelve y juega: ¿Vandalismo o arte?

La batalla constante sobre cómo definir el grafiti, si es arte o vandalismo, ¿acaso en realidad importa? En general, estas definiciones las dan personas que no tienen idea del asunto. Para muchos un grafiti es arte cuando tiene colores bonitos y le está decorando la fachada de su casa o la vista del barrio; generalmente, cuando los grafiteros piden permiso. Pero cuando rayan la puerta, con un Posterman color negro y además se chorrea, y además, no se entiende lo que dice, claro, eso sí es vandalismo ¿Cómo no va a serlo? Ni siquiera tuvieron el atrevimiento de pedir un permiso, pero ¿desde cuándo el vandalismo actúa pidiendo permisos? Aún más allá del grafiti, sería algo como:

– Disculpe señora, estoy drogado, borracho y emputado porque mi equipo (de fútbol) perdió el partido, ¿puedo romper los vidrios de su carro?.

Generalmente, el arte es visto como algo constructivo, algo bonito de ver, “mire esos colores”, “mire esas formas”. Nadie piensa que el arte pudiera ser destructivo, sobre todo entre la “gente del común”, quienes solo ven el “arte” que decora las paredes de su casa, ese “arte” bajado de internet y al que además le sale barata la enmarcada (paisajes, bodegones, entre otros). Como si el arte no pudiera destruir toda una galería por capricho de la artista de querer taladrar y hacer una grieta en el piso, o como si nadie hubiera matado de hambre un animal, dentro de un cubículo de vidrio puesto en una galería ¿Dónde está lo constructivo ahí? Porque nadie tiene el criterio (ni el conocimiento) de decir qué es feo o bonito, mucho menos de definir al arte.

Aparentemente, definir algo como arte, depende de un consenso de mayorías, pero de mayorías que saben. No es que sea un proceso democrático, como el que decidió que Basquiat hacía arte. Hay arte para rato y para todos los gustos, pulcro y relamido o manchado y tembloroso (si de pintura se trata, por ejemplo). Lo mismo pasa con el grafiti, y remitámonos a ese grafiti de la vieja escuela, ese que no pedía permisos (casi), no le tenía miedo a nada ni a nadie, se hacía sin mente, un grafiti semi-legal, porque, digamos, que esas piezas coloridas y “bien hechas” aunque sea con permiso, también son grafitis (no incluir murales).

Existen esos grafitis, como se ha dicho anteriormente, con muchos colores, detalles, pulcritud, armonía, de esos que uno piensa que quien lo hizo tiene algo de experiencia y sabe lo que hace. O está ese grafiti “feo”, hecho de afán, a veces sin terminar porque de pronto apareció la policía o un celador, donde no es necesaria tanta pulcritud y al que se le tiene más odio y fastidio porque toca andar comprando pintura para la pared que se rayó y lo peor es que nunca se encuentra el mismo tono, entonces queda un manchón horrible. Igual, para la ya mencionada “gente del común”, todo lo que se haga con aerosol es grafiti.

El grafitero común tiene algunos enemigos constantes en la calle, el paso del tiempo, por ejemplo, es el menos letal, pero termina por lavar todo tipo de colores sin importar la calidad de la pintura, ya que la lluvia, el polvo y el sol no perdonan. Por otro lado, otro enemigo frecuente, son los mismos grafiteros, esos a los que no les importa pintar encima de otros, de pronto por territorialidad, por lucha de estilos, porque les cae mal o simplemente porque se les dio la gana. Son como una plaguita in-exterminable porque les encanta buscar bonches donde no los hay. Pero el peor enemigo de todos, el más letal, al que no le importa lo que se lleve a su paso, es la censura. Este enemigo tiene forma de todo: de vecino religioso que tapa el grafiti porque lo vio muy “diabólico”, de vecino normal a quien le dañaron las paredes y le toca comprar pintura. Pero su peor forma es la de la policía/gobierno, un enemigo perjudicial para la libertad de expresión en el espacio público, que detesta el grafiti en todas sus formas y siempre ataca con su implacable vinilo gris. Este enemigo tiene el control de las masas y los medios, logra que cualquiera se ponga en contra del grafiti, y prefiere refierirse a los grafiteros como delincuentes o vándalos, afirmando que son peligrosos y hay que temerles, porque, de pronto, queman un bus.

¿El grafiti es vandalismo? Todo indica que sí, pero: ¿en serio es ofensivo ser tratado como vándalo? No me parece un adjetivo tan grave. Después de todo, el que nada debe, nada teme y los grafiteros, aunque se manifiestan de forma drástica, agresiva y contundente, no hacen uso de la violencia, no son delincuentes a los que temer. Es simple pintura.

El grafiti ha logrado mantener una posición mundial como voz popular, de protesta, de ética o de estética (no importa), pero se ha convertido en una voz que habla a través de las paredes y se comunica con todos con manifestaciones desde los tiempos de las pinturas rupestres o desde un mural de Diego Rivera o de Pablo Picasso.

El sistema de transporte urbano de la ciudad de Bogotá conocido como Transmilenio fue implementado por el alcalde Enrique Peñalosa desde su primer gobierno en la ciudad y lo ha exprimido al límite desde su segundo mandato, embutiéndodo a las malas a toda la ciudadanía con precios ridículamente altos, buses en pésimo estado y, en general, una deplorable prestación del servicio. El 17 de agosto del año 2017 se manifestó un grupo de grafiteros en la misma ciudad, atacando un bus perteneciente a esta empresa. Una manifestación de grandes proporciones, no sólo porque su tamaño logró cubrir todo el articulado sino por su contenido potente y contundente que habla sobre una inconformidad general, sin nombres propios (ni artísticos), ni egos qué demostrar. Muy a la vieja usanza, atacando un símbolo de la ciudad y del gobierno, casi como la cruz de Peñalosa. Prácticamente ese grafiti habla por muchos, por todos los inconformes, menos por aquellos que gracias a la censura patrocinada por el gobierno y su constante persecución de verdad creen que es un ataque terrorista, tal vez de las guerrillas (las que quedan) o de los paracos, pero nada está más lejos de la realidad.

Ahora, el alcalde, muy al estilo de las mafias, donde toda acción tiene una reacción, donde si te metes conmigo yo me meto contigo y toda tu familia, ha comenzado a arremeter en contra de un espacio cultural grandísimo, como la zona de La Candelaria, donde se propagaba el turismo y la cultura por medio del grafiti. Ahora ataca el muralismo y el arte urbano en general, quizá pensando que ese lugar va a convertirse en un tugurio más del centro de la capital, tan inhabitable como cualquiera. El grafiti no significa violencia, el aerosol no es un arma, como podría pensar quien asesinó a quemarropa a Trípido en el 2011, ¿significa protesta?, si, y ha logrado abrirse espacio entre las paredes de ciudades como Bogotá.

Felipe Chaves Granada
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