Una censura

Es posible pensar que toda obra de arte podrá ser objeto de censura dependiendo del contexto en que ésta sea exhibida. Este aserto, básicamente, obliga a quien hace arte a reflexionar sobre el contexto donde habrá de mostrar su trabajo para no correr riesgos. Pero, ¿y si, precisamente quien firma la obra dirige su atención a comprender las problemáticas del espacio donde habrá de mostrar su obra y opera en consecuencia? Por supuesto, de tener éxito, obtendrá el resultado previsible de ser objeto de acallamiento. Prácticas del fracaso (calculado).

En principio se podría alegar que, de no haber querido despertar la ira de los propietarios de la entidad sede del mural que les fue censurado a los artistas Powerpaola y Lucas Ospina en la mañana del lunes 23 de septiembre de 2019, en el marco del 45 Salón Nacional de Artistas, ambos debieron haberse adecuado a los cánones propios del arte mural bogotano contemporáneo y rayar tags tranquilos o perfilar rostros realistas de habitantes originarios. Sencillo, podrían argüir: “si nos contrataron para hacer imágenes, nos plegamos a lo que se espera de nuestra labor y, simplemente, reclamamos el rédito de la exposición pública en un salón de preeminencia local en un edificio de actividad global ¿Para qué ir más allá?”

Sin embargo, la cuestión no se detuvo en la autocensura y, afortunadamente trataron de ir un poco, sólo un poco, más allá. Valga decir, de hablar con pintura de lo que todo el mundo habla en algún momento de su vida despierta durante cada uno de los días de nuestros tiempos: de política. Es decir que, siguiendo la línea de reflexión que iniciara este texto, midieron con eficacia los límites del lugar donde se encontraría su obra.

Valga decir, sabían que estaban trabajando en la pared exterior de un edificio con intenciones de promover la cultura anglófona (en su actuación como escuela de idiomas) y colombiana (en su programación de eventos musicales y exposiciones adecuadamente respaldadas por su oficina de Extensión cultural). Valga decir, en una pared ubicada en un espacio de alto tráfico, expuesta permanentemente a las miradas de las personas que sufren el servicio de Transmierda, sobre todo cuando sus aparatos de tortura sobre ruedas se detienen largamente por hacer lo único para lo que sirven: servir mal y moverse a las patadas. Valga decir, ofrecer en una plataforma publica una serie de reflexiones en clave alegórica sobre el destino de una nación en permanente trance de reformulación.

Un lugar adecuado para que cada quién, cuando decidiera caminar por allí, se detuviera en alguna de las muchas imágenes que componían la obra, las memorizara y después pensara algo. Lo que fuera. Por ejemplo, estar en contra de ese tipo de expresiones en el espacio público de una ciudad en trance de ser absolutamente privatizada o en la belleza de alguna de las escenas o en el relato global de la pieza. Cosas que despierta la mirada artística.

O, simplemente de darse la oportunidad de leer mejor la pieza que los dueños del centro cultural que la mandó tapar y entender que la cuestión no era tanto querer derruir desde sus cimientos un régimen antidemocrático desde sus cimientos, sino más bien saber si le gustaría saberse inmerso en medio de ese maremágnum de manipulación mediática y llamamientos al odio indiscriminado por el hecho de estar de acuerdo con un líder ultranacionalista (blanco o local, no importa). Básicamente, pensarse como animal político y continuar con su vida guardando en su memoria una opinión más.

Saber, que efectivamente, su presidente hace parte de un entramado de intereses corporativos cuyo interés es el de gobernar a favor de un grupo caracterizado por saber por qué palo trepa el mico y ponerle más micos a la Constitución Nacional, o por explorar toda vía posible para mantener este país en llamas, o por esconder todos los extinguidores posibles o por inventarse conflictos con regímenes desfinanciados o por saber tocar la guitarra o por haber memorizado cuando era joven los títulos de las canciones de Van Halen. Cosas que despierta la mirada crítica.

Además, al contrario de la lógica establecida dentro del campo artístico ante este tipo de actuaciones institucionales, Powerpaola y Ospina decidieron continuar. No se amilanaron para ir a preparar sus maletas e ir a ver ballenas mientras pensaban que el mundo aún no estaba preparado para sus adelantadas visiones, ni optaron por el aprovechamiento relajado del escándalo. A cambio, decidieron jugar con las mismas cartas que les ha otorgado el precarizado régimen de contratación nativo y siguieron con su trabajo. Continuaron haciendo lo que saben hacer: pintar y dejar pintar.

Entonces, reactivaron la obra, pero no en el sentido de la economía naranja –que nos ha enseñado, de manera más bien torpecita, que toda exposición debe someterse a someter a un pertinaz llamamiento de atención al público para recordarle que siempre habrá de estar pendiente de las actividades posteriores a su inauguración–, sino en el de la producción visual más comprometida: ofrecer nuevos modos de entender el clima social, para darle forma. Por eso, creo, se quedaron ¡y qué bien!. Por eso, permitieron que otras personas se dedicaran a configurar su perspectiva sobre lo que pensaron que había pasado ¡y qué bien! volvieran a lo mismo: pensar de nuevo, siguiendo algunas de las claves que ambos artistas les iban señalando. No de un modo autoritario (“usted debe decir aquí lo que yo quiero que diga”), como de uno más bien amigable (“yo le cuento esto, usted decide qué opinar en el mismo nivel de opinión”). Hay que aprender, amigos censuradores. Y bastante.

Guillermo Vanegas
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