«Todo lo que hacemos alimenta el mercado, Carolina, cada curaduría, cada investigación, cada texto», Tantas vueltas etc. 2

Sólo por la frase que da título al texto hay que salir corriendo a comprar el libro, uno para usted, otros para regalar entre familiares y amigos estas navidades. Corresponde a José Ignacio Roca —agente inmobiliario disfrazado de curador—, y sirve aquí para demostrar su vocación como abarrotero de lo que sea (roticos pseudoactivistas, planes de turismo gentrificador de loma y playa, bienales sostenibles), a la vez que agrega un necesario complemento cínico a su desgastado pseudobuenismo.

En su meticulosa ingenuidad, este aserto afortunadamente eternizado para la historia del arte colombiano por parte de quien-propusiera-al-mismo-Roca-como-su-reemplazo-en-la-Jefatura-de-la-Sección-de-Artes-Plásticas-de-la-Biblioteca-Luis-Ángel-Arango, es una descarada declaración de principios. No importa la seriedad teórica y conceptual o el trabajo que artistas o curadorxs pongan en conocer eficientemente su contexto: merced a la gestión de intermediarios como el mentado, todo lo que produzca el campo artístico contemporáneo de este país será relleno de feria.

Lo cual estaría muy bien si la idea fuera proveer chiquerito para el intercambio económico. O si se buscara la producción de objetos y eventos artísticos mediante lógica emprendedurista. O si se quisiera incrementar el Producto Interno Bruto poniendo a circular bienes provenientes de la clase creativa. O si, como en otros renglones de la economía colombiana, el arte debiera acompañar una agenda que lo instrumentalice a beneficio de sus concesionarios.

El lío en nuestro contexto es que la frasesita de marras entra en contradicción cuando los artistas y sus amigables componedores —gestores, críticos, curadores y, como no, José Roca— no dejan de contarse el cuento que su arte será más vendible si le añaden discursos oportun(ist)amente humanitarios. Es decir, cuando «cada curaduría, cada investigación, cada texto» terminan adornadas con relatos semi-memorísticos, reconstrucciones pseudo-históricas y víctimas re-re-revictimizadas, para ablandar el bolsillo. En este punto «cada curaduría, cada investigación, cada texto» se tornan más bien en simulacro vampiresco. Y ver a un vampiro chupando la sangre de un conflicto a plena luz del día en «cada curaduría, cada investigación, cada texto» y cada ArtBo, es feo.

Por eso, las partes del libro donde Ponce comenta este fenómeno son las más deleitosas. Valga aclarar, cuando la autora supera su fascinación con la escenita local y postula su historiografía para el arte contemporáneo de esta republiqueta, no sólo se cobra deudas viejas con colegas más viejos, sino que señala un camino para narrar un período tan tristemente descrito en el campo artístico nativo como el actual. Así, la curadora adelanta el esbozo de un mapa que daría para fructíferas expediciones teóricas marcado, vr. gr.:

1.- La difícil relación entre lxs artistas contemporáneos nativxs y las administraciones de unas instituciones culturales ansiosísimas por parecer actuales pero deseosas de jamás abandonar sus taras decimonónicas —directivas y mandos medios nombrados a dedo y/o por herencia, cargadas de toneladas de networking e ignorantes del sector que estorban. Ejemplo Ponce: rechazar una curaduría para la Luis Ángel que había sido «gestionada» por la conservadorsísima Noemí Sanín (la misma funcionaria que obligó a transmitir un partido de fútbol entre Millonarios y Unión Margdalena mientras el Palacio de Justicia era bombardeado y los magistrados que había en su interior, despedazados).

2.- El largo padecimiento producido dentro del arte contemporáneo local por su cercanía/debilidad hacia la política. Sobre todo cuando en este asunto el enorme peso del Estado como parte concernida, pervierte con impresionante rapidez el acto creativo en propaganda. Ejemplo Ponce: el devenir de la obra de Doris Salcedo.

3.- El cordón umbilical de oro envenenado entre arte y mercado. Básicamente, una trama que en Colombia siempre deja lugar a dudas. Bien sea que se trate de la inflación de un artista tardomodernista volúmetrico paisa con dinero del narcotráfico, el ingreso de recursos no declarados en balances de ferias y subastas o falsificaciones de Maestros colombianos de inicios del siglo XX. Ejemplo Ponce: su detección de un dibujito fraudulento de Andrés de Santamaría en la colección de un familiar reacio a reclamarle al curador-marchante que se lo había metido.

He ahí el efecto telúrico de la labor de Carolina Ponce que cerrara la reseña anterior. Asunto que vale la pena ser revisado con detalle para notar el cariz que tomó el campo artístico una vez ella decidiera reconfigurarlo trabajando como curadora de la Luis Ángel Arango. Desde su despacho, no sólo cimentó un puente dedicado al estímulo y promoción de un arte no necesariamente joven sino, más bien, ninguneado por los curadores-vendedores que le precedieron, también lo enrutó hacia otros escenarios.

Ahora bien, el problema de todo esto es que la historia no tiene final feliz. Entre la gestión de Ponce (1984-1994) y la confesión bobalicona-marketinera del curador-vendedor José Roca, dieciocho años después, bastante agua neoliberal había pasado bajo ese mismo puente. Desde esta perspectiva, quienes pronto recibieron su legado pronto lo desperdiciaron.  Es decir, artistas, curadores, gestores que continuaron su senda sin tardar ni media década en lobotomizarse a punta de comercialización. Sin embargo, la culpa no es sólo de los herederos.

Incluso antes de que Ponce se autoexiliara, el huevo de la serpiente venía incubándose dentro de su propia generación. En los subcapítulos con que finaliza el segundo cuerpo de su libro, comenta las variaciones de su relación con la escultora Doris Salcedo. Lo que por momentos era autoensalsamiento institucional mutuo (Ponce: «romantizábamos nuestros recursos artesanales con la mística de una acción underground a espaldas del Banco [de la República]»), se convirtió rápidamente en regaño por dinero. Así, en la sección «La reina de espadas» la cuestión es sobre todo sorora, aunque nunca deje de mencionarse al vil metal (Ponce, citando a Salcedo: «el dinero no importa, porque de todas maneras, nunca hay»). Durante esa época ambas se ayudaban. Mientras  una criticaba columnas periodísticas, la otra atendía juiciosamente su maduración artística. Hasta que llegaron la escultura Atrabiliarios y la exposición(sota) Ante América. Que era necesario itinerar. Para llevarla a Venezuela tocaba avaluar la escultura de Salcedo. Como ella estaba trabajando en otro hemisferio y la comunicación era difícil, Ponce decidió asignarle una cifra: U$ 4000.

¿Qué podría malir sal? La obra viajó pero, por su inestabilidad biológica, se pudrió. Fue imprescindible restaurarla. Al enterarse, Salcedo puso el grito en el cielo. Ponce rogó, ella aceptó. Pero, al mes, ya no. Como había empezado con una galería hegemónica, todo acuerdo previo quedaba irrevocablemente suspendido (jefe gringo, nuevos tratos). La magia de la plusvalía: entre faxes y faxes, los U$ 4000 iniciales pasaron a ser (sonido de campanitas) ¡U$ 15000! Y por supuesto, Ponce dando explicaciones en el Banco por tan bonito incremento. O, por supuesto, Salcedo reclamando pero performando. Ponce:

«[en la reunión para conciliar con los abogados de la institución] Doris hizo una entrada dramática con gafas oscuras y lágrimas en los ojos. Sus primeras palabras, vehementes, fueron: ustedes le están dando un entierro de quinta a una obra de primera…»

En «La reina de diamantes», nunca mejor dicho, las cartas son echadas. Ponce suscribe su afecto hacia el trabajo de Salcedo, pero tramita su duelo por una amistad mal avenida cuestionado el modo como la escultora se consolidó en el mercado global. A medida que el comercio del arte se iba replanteando desde la década de 1990 hacia valores no necesariamente surgidos en sus centros de control —museos y ciudades del norte global—, la curadora evidencia que Salcedo comenzó a asumir una retórica basada «en los términos evasivos del “nosotros” del liberalismo gringo». Es decir, pornoconflicto gourmet signado por obras de arte cada vez más enredadas (Plegaria muda (2008-2012) o autoritarias (Sumando ausencias (2016)). El paso entre solemnidad y espectacularización. Una situación que llegó a su paroxismo con la segunda pieza. Ponce:

«Dos momentos, dos ficciones. La extensión ininterrumpida de la tela blanca sobre la plaza de Bolívar fue posible porque Doris exigió el retiro del Campamento por la Paz instalado en la plaza días antes por estudiantes, líderes sociales, víctimas del conflicto y otros ciudadanos que, como ella, estaban haciendo un acto cívico y simbólico para demandar respeto por los acuerdos de paz. Justificó su exigencia con su intención de lograr, en sus propias palabras: la perfección estética […] un photoshop análogo que me recuerda las “posverdades” fotográficas de Stalin. La gran ironía.»

Ante semejante declaración queda por añadir que el diseño gráfico de esta publicación bien podría significar el camino a Damasco de su editor: ¡por fin lo descubrió! (o por lo menos entendió para qué sirve o a quién encargárselo o cómo combinar los comandos Ctrl+C-Ctrl+V). Ni idea.

Pero de eso hablaremos más adelante.

 

Carolina Ponce de León
Tantas vueltas para llegar a casa
Planeta
Bogotá
2020

Guillermo Vanegas
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