Telonear un telón

Atesoro un recuerdo de infancia de mi madre halándome de la mano hacia adelante por entre lo que parecía una multitud, todo el suelo estaba lleno de mierda de paloma, de perros y de personas y, si recuerdo bien, hedía a orín de muchos hombres. Por supuesto, tal fue una experiencia desestabilizadora, yo vivía (y he vivido siempre) en un barrio periférico y esa visita al centro me procuró un recuerdo de por vida, que, después de un tiempo, decidí atesorar. Primero el trayecto, el desorden ha sido lo único constante en esta ciudad. Luego el gentío. Después las compras, San Victorino ha sido siempre destino comercial para las personas de clase media baja que hacen su vida de un negocio familiar.

Confieso, el atesoramiento, presumo, fue causado por una espiga enorme, más grande que yo, más grande que todas las que había visto en las procesiones y, también, por el primer contacto en mi vida con un trozo de terciopelo. Ya les contaré.

En esa travesía conservo aún cada visita de mi barrio, ahora anhelante de periferia, al centro.

Han pasado ya unos días desde el cierre de la última exposición en Odeón, precioso teatro del centro, con obra de Verónica Lehner y de María Roldán, en el marco de los “ciclos” de exposición (que ahora, como las adidas blancas, inician también en Casas Riegner). ¿Serán los ciclos el nuevo síntoma, como lo fueron, en su momento, los Lab hace unos meses y ahora las escuelas? Está por verse… De todas formas, ¿por qué no?, mi primera visita al centro es un ciclo que se repite (y he ahí la cuestión, todo ciclo está condenado a ser una repetición, ojalá alguien diga algo sobre esto cuando sea pertinente).

Llevo escribiendo este pequeño texto varias semanas, desde que visité por primera vez la muestra de Lehner y Roldán, unos días después de su inauguración. Y llevo escribiéndolo tanto porque, fundamentalmente, no he materializado mis pensamientos con sensatez, ni había encontrado argumentos consistentes (tanto como pueda serlo un argumento de arena) para escribir tranquilo, pero eso a ustedes no les interesa en lo mínimo, en todo caso.

Tal como la exposición anterior (la de Alberto Baraya y la de Felipe Arturo), el espacio se dividió en dos. La curadora escribió dos textos porque tiene que haber un texto curatorial, ya hablaré de eso. Igual que en la exposición anterior, el primer piso fue el telonero del último y digo telonero casi textualmente. El primer objeto, un lente enorme de vidrio chiteado, tratado por la maestría de Roldán con el vidrio (cosa que, lastimosamente, se menciona en el texto de la curadora) cumplía ninguna función. No era un dispositivo de visión o, como escribiría la curadora, “del ver”, pero tampoco era un mecanismo de opacidad y deformación. No era un mecanismo de nada.

Sigo. Al entrar a la sala se repite un patrón de líneas horizontales y verticales en todo el muro, optotipos repetidos sin razón alguna, para inundar dos muros de diez metros cuadrados, si no más. Un plotter de corte muy caro, seguramente, pero qué importa; e incrustadas en las paredes unas pandillas de lentes de gafas, queriendo ser esculturas, una tras otra, de diferentes formas, tamaños y colores, queriendo cumplir una función también, confusa, una que no cumple en todo caso: si los lentes son para “ver” los optotipos ¿por qué hay veinte metros cuadrados llenos de optotipos que no están mediados por los lentes? Y ¿por qué hay lentes incrustados a cuatro metros sobre el suelo? Siempre existe el pensamiento optimista de que, quizá, no entendí la propuesta, que es una posibilidad todavía mayor.

En la siguiente sala, lo que era el escenario del TPB, una luz se disfraza de una constelación fallida, algo a lo que la curadora llama “cartografía”, una imagen pixelada que es todo menos definitiva, también construida con lentes de gafas incrustados, con un margen de error muy notable, en una gran tela recortada. No importa, el arte no es perfecto, pero podría ser consistente. Me acerco. Es terciopelo. TERCIOPELO recortado para meter lentes y hacer algo. Hacer eso. ¿Es un comentario al pasado del edificio? ¿Es un comentario lo suficientemente valioso para hacerle huecos a ese mar negro, precioso y costosísimo? De repente, el terciopelo de mi infancia se rasgó sin ningún cuidado. Y puedo decir, lejos ya de mi persona que, francamente, es un gesto pesado, una sentencia que reza “corto terciopelo porque puedo comprar terciopelo y luego cortarlo así”, un mohín arrogante. La imagen, uno intuye, estaba construida para ser vista desde el palco, al otro lado del abismo donde estaba la silletería en los sesentas. Entonces fui, esperando una conclusión maquiavélica del tipo “ah, lo destruyó, pero la imagen es preciosa”. Cuando subo, me encuentro con otro enclave de mi propia memoria: ya entrado en la adultez, acompañado de mi hermana, visitamos San Victorino buscando una piñata del Conde Pátula (no importa por qué, en otra ocasión les contaré) y me encontré con El Gran San atestado de camisas negras para mujer llenas de brillanticos que centelleaban con la luz mugrosa de Bogotá, diamantes de plástico (o de policarbonato).

En Odeón, vi impresa una de esas blusas en unos diez metros cuadrados de terciopelo negro. Esa superposición me pareció fascinante, pero, definitivamente, no paga el precio de la tela, también, intuyo que no era esa la imagen que procuraba Roldán. ¿Cuál era? No sé, no logré figurarla. Pero si fue esa, me quito el sombrero mientras pienso en que esos son los movimientos de un arte derrochador, con una sensibilidad macabra y a la vez insisto: qué mohín arrogante.

Arriba, en el segundo y tercer piso, había otro par de los dispositivos como los que dan la bienvenida a la exposición. Llenando espacios sin llenarlos. Hubo, sin embargo, un gesto precioso que, lastimosamente, tenía nada que ver con la exposición: dos maestros de obra estaban cambiando algunos vidrios del cuarto piso del edificio, los que dan a la Jiménez, e instalando otros donde no había. Eso es un gesto de ver, ese vidrio es un dispositivo de visión, sin pretensiones, sin maestría.

Esos vidrios, pensé, tenían también alguna relación con la obra de Lehner, de la que tengo poco que decir, para ser sincero. Por una razón tan sencilla como contraproducente, adelante la sabrán. Una babita de pintura se escurre desde el ático de los retales hasta casi el primer piso, el mismo rosado del muro corroído del edificio, pero esta vez, sin historia. Es decir, no es para nada el mismo color. Sobre todos los artistas que han hecho ya esas babitas, probado esa manera de la pintura, no tengo nada que decir, no es ningún argumento de nada: todos, todos, hacemos algo que ya hizo alguien antes. El color juega bien junto al del edificio, sin embargo, hay algo que no merece estar ahí. Sigue siendo un misterio para mí y con eso estoy satisfecho. Por el otro lado, una serie de esculturas, evidentemente pertenecientes al árbol genealógico de Danilo Dueñas (y no es un juicio de valor, no se confundan, pues como dije antes, todos pertenecemos a un árbol genealógico), funcionan en tanto se mimetizan con el espacio. Lehner hizo la tarea. Lehner es una artista juiciosa.

Primero hizo el trabajo del espacio. Verlo, ver todo lo que no es “cubo blanco” y categorizarlo (es decir, volverlo cubo gris, que no es precisamente algo mejor). Luego hizo su trabajo de artista, idear las esculturas, como sea que ella opere, y luego, también juiciosamente, fue a comprar materiales nuevos para hacer un comentario sobre el edificio. Es esto lo que disloca, justamente, el sentido de las esculturas, las vacía, las seca. Son piezas faltas de vida en ese huracán de tiempo que es el edificio. Sin embargo, hay piezas bellas, por no decir más. Y, otro comentario a manera de halago: revivieron para mí los tubos verdes del techo, a pesar del amague. Este, contrastado con el gesto de Roldán, es más una tregua que una imposición.

Por otro lado, la pintura enmarca el texto de la curadora que, en este caso (a diferencia del de la muestra de Roldán, que necesita defensa), es completamente innecesario porque, esencialmente, no dice gran cosa. Sin embargo, hay algo de contenido en las palabras escritas por Sarria para presentar (a pesar de que las piezas pueden solas, y eso es de gran valor) la obra de Lehner. El problema no es si tienen contenido o no (por poco que sea) sino cuál es. Hay una pequeña y muy superficial referencia al espacio del cubo blanco, cosa que, es evidente, es una idea de Lehner, que le está haciendo un gol a la misma curadora, al espacio e incluso a la artista: no sé si esto sea resultado de un malentendido o de un descuido mío como lector, pero tengo la sensación de que cubo blanco no se refiere literalmente a un cubo blanco (les animo a estudiar la genealogía del término), aunque sí, así empezó, sino a un espacio específico que anula de todo contexto las piezas. Habría que ser conscientes de que toda la aesthetics del bello edificio del Espacio Odeón se ha normalizado hacia el cubo blanco poco a poco, con una resistencia preciosa, silenciosa y perseverante, a pesar de la guerra anónima que le han declarado las dueñas y las curadoras (unas más amables con el espacio que otras). No sé si me hago entender, no sé si yo comprendo en su totalidad la hipótesis, pero es, esencialmente: Odeón se está volviendo cubo blanco, a pesar de no ser nueveochenta, Instituto de Visión, Casas Riegner o cualquier otro cubo blanco y, bueno, al escribirlo, está bien no dejarse hacer gol. También, y esto es fundamental, hay que saber algo al escribir: no todas las combinaciones de palabras tienen un significado, sobre todo si la mayoría de ellas son adverbios abstractos que no definen nada en el mundo real. A veces (si no siempre) el mejor y más digno acompañamiento para una obra de arte es el silencio. Sin embargo, ocultar, que repite la curadora en los dos textos, es una palabra preciosa, a la que se le podría poner más atención.

Valentin Santos
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