Tantas vueltas para llegar a casa, de Carolina Ponce de León. 1

Este libro de memorias de la primera persona que fungió como curadora de arte en el país, lanzado en pandemia por Planeta, se fundamenta en tres premisas: la reivindicación de un feminismo de Tercera Ola —establecido mediante la conjugación del lema «lo personal es político»—; la invitación a una necesaria re-escritura de la historia del arte contemporáneo en Colombia —ya que los encargados de monopolizar el asunto, durante los noventas, ni quisieron (Eduardo Serrano), ni durante los dosmiles, pudieron  (José Roca)—; y estudio de caso para ese personaje de ciencia ficción nativa que jamás egresará de ninguna facultad de artes del país —historiadore-teórique capaz de iniciar sin miedo a la cancelación institucional, económica o familiar, la postergada sociología de las élites que el campo artístico de esta republiqueta merece. (1)

En términos editoriales, el libro comienza tropezando con dos bachesitos raros. El primero: la solapa de portada incluye el penúltimo párrafo. Si se trata de un libro de memorias, salta la pregunta ¿para qué adelantar el final en un libro que apunta precisamente a mostrar cómo alguien recuerda en público? En fin, la hipocresía (de la edición —sensible—).

Sin embargo, como en todo lapsus, de éste puede sacarse provecho: metáfora propiciatoria, un uróboros del autoespóiler que da cuenta de las circunstancias personales que han rodeado a la autora. Ciclo que dibuja vida y obra inquietas de una mujer que entiende que su trayectoria es, sobre todo, ir y venir; y que la migración entre países, amistades o entidades artísticas le ha marcado a fuego. Tanto que, en no pocas ocasiones, se vio obligada a detener la marcha y mirar momentáneamente hacia atrás para reflexionar y retomar.

La segunda pifia es aún más extraña: el libro pone al comienzo un epígrafe donde el pescador genérico Sandro —es decir, ciudadano sin apellidos en una publicación donde éstos (sus negaciones, procedencias y predestinaciones) constituyen un altísimo porcentaje—, acosa a la autora y su acompañante mujer con un comentario étnico-sexual. Al ubicar ese extracto justo allí, se distrae el interés de la obra. Llevando innecesariamente a pensar que quizá se trate de otra autobiografía rola plagada de guiños clasistas aparentemente-inconscientes. Este asunto, de verdad, le sobra a toda la historia y en el caso específico de Ponce alborota innecesariamente las alarmas mamertoides. Pero, ya qué. Quedó.

Menos mal a partir de ahí nada de lo anterior se confirma. Cuando por fin la autora le arrebata la narración a tanta intromisión editorial, lo que resta es agradecer. Desde ese momento Ponce no deja de demostrar que tiene clara su procedencia y conoce muy bien las rutas por donde habrá de dirigir a quien la lea. Lo hace reforzando la idea de que esos caminos estarán cubiertos por zarzas de inseguridad existencial que no dejarán de aportar potencia al relato. De hecho, y a pesar de la infantería de reseñistas que han lastrado la obra a punta de likes inerciales, ésta no es de autoayuda —generacional, edípica. Más bien, es un relato consciente de que en un contexto cultural como el nuestro nadie tiene nada asegurado. Que no obstante origen étnico, adscripción profesional o reputación continental, su autora debió alejarse del desánimo glamuroso típico en aquelles tristes entre los artistes y gestores  más tristes del campo colombiano, para postular una dura labor de verbalización.

Siguiendo esa ruta, la escritora atraviesa algunos umbrales con auténtico horror. Por ejemplo, cuando narra con detallismo angustioso el dolor a que se vio sometida durante años por parte de M —artista nativo y seguidor ortodoxo de Marcel Duchamp quien, como el francés, dejó de hacer obra bastante temprano, pero que, al contrario del francés (casi) nadie conoce. Aquí, Ponce da cuenta de los extenuantes y meticulosos ejercicios de asedio intelectual y extorsión emocional salpicada de brotes de violencia física a que se vio sometida durante su convivencia con él. En una versión adaptada de la Balada de la dependencia sexual, que hiciera Nan Goldin más o menos por la misma época, da un terrible salto hacia su propio dolor y lo enfrenta para sumergirse en el recuerdo del infierno de las afectividades mal encaminadas. Logrando salir, sí, con cicatrices, pero revelando con rigor el altísimo costo que terminan pagando quienes se ven atrapados en esas tupidas redes.

Cuando atraviesa otras puertas lo hace con la solvencia de una retratista capaz de la autoironía. Tejiendo capa existencial tras capa existencial se aporta complejidad a sí misma como personaje que sabe su rol en el arte contemporáneo colombiano, pero también posee una vida propia. No deja de mostrarse como amiga de sus amigxs y sustento emocional; amante feliz y acelerada, capaz de despechos profundísimos; mujer que asume y reconoce el alcance político de muchas de sus decisiones; madre que reconoce constantemente la emocionante dificultad de la crianza.

Es de esta manera como la obra adquiere una atmósfera sorora multinivel, que subraya la complejidad del protagonismo que han tenido las mujeres en su vida sin dejar de sostener que siempre se ha tratado de encuentros marcados por la complejidad. Ponce afirma que hay mujeres que la han apoyado porque sí y otras que se le han atravesado porque sí. A lo que añade que, por más cercanas que sean, puede mirar críticamente su obra cuando lo considera conveniente. Es el caso de su examen sobre la deriva oportunista que ha adquirido Doris Salcedo, los permanentes interjuegos con el poder de Beatriz González o la reiteración de criterios estéticos falogocéntricos en el trabajo que realizaran durante los ochentas artistas como, de nuevo, Beatriz González, Sara Modiano, Alicia Barney o, incluso, María Teresa Hincapié. Ponce, «las artistas parecían querer evadir el estigma asociado con el arte “femenino” —un término condescendiente que relega su producción artística a una subcategoría— realizando obras en las que no era primordial el hecho de ser realizadas por una mujer.»

Cuando relata su ingreso al campo artístico local, la escritora no deja de recordar el encuentro que tuvo con la obra de González en su exposición La oferta del siglo, selección de oro de la pintura universal, presentada en la Galería Belarca en 1974. Tomándola como punto de quiebre de sus premisas de gusto, se refiere a la serigrafía La actualidad ilustrada, de la artista santandereana. De manera bastante interesante, no deja de llamar la atención que Ponce señale precisamente una obra que ironizaba sobre la representación visual de la realeza, confundiendo en su narración a la protagonista de la imagen (la autora menciona a la princesa Margarita —mujer que afirmó públicamente su amor por un vasallo en un reino que quería-no-quería entrar en el siglo XX—, en  vez  de la princesa Ana), para reiterar que allí se «traficaba lo feo con ganas y franqueza, como si cada ojo, mano, diente, boca y color fuera diseñado por una inteligencia sin piedad.» Este lapsus, nuevamente, permite comprender la importancia que tuvo ese encuentro para ella. Fue esa pieza del universo gonzaliano la que detonó un desclasamiento visual de implicaciones telúricas en la historia del arte del país.

De otro lado, Ponce recuerda que cuando asumió de lleno el relevo entre lxs herederxs baby bommers del modernismo y los neohippyes postmodernos de la generación X, fue precisamente la galerista Azeneth Velázquez quien le expresara su opinión escatológicamente desfavorable a las reseñas críticas que venía publicando. Partiendo del tan nuestro usté-no-sa’e-quién-soy-yo, Velásquez le espetó «… la que sé soy yo; la que debe decir qué es qué, soy yo». Sin embargo, por lo se indicará más adelante, la joven crítica y curadora tenía más claro qué era qué.

Cuando se habla aquí del terremoto que significó la conversión impulsada por Carolina Ponce en el arte tardomoderno colombiano a través de su gestión en una institución como el Banco de la República, no se exagera. O sí, pero por una razón: con su corta actividad despertó a una aletargada vereda trabista transformándola en dinámico campo de investigación. En breve, enseñó que la historia del arte en este país había dejado de obedecer —sí, obedecer—, a Maestros —sí, con “M” lambona—, que vivían de mamar la teta seca del alto modernismo; o que Maestros no eran aquellos que vivían de mamarle la promoción a esos otros Maestros —es decir, derivados tipo crítico/marchante que siempre se ha creído curador/evangelista (Eduardo Serrano), o marchante/marchante que siempre ha creído haber configurado el mercado artístico local (Fernando Pradilla).

Pero no nos adelantemos.

 

 

Carolina Ponce de León
Tantas vueltas para llegar a casa
Planeta
Bogotá
2020

 

Notas

 1.- No tema investigadorx de clase media-baja: a pesar de todo el miedo que se ha dejado meter, no hay decreto, dogma, tabú o veto que le impidan objetivar las-condiciones-socioeconómicas-de-orígen-de-artistxs-y-curadurxs nativos que hayan sido sus docentes y/o jefes inmediates. Igual, ya usted nació allende los núcleos de decisión de este campito; por eso, la única institución que quizá llegue a curar/administrar sea la misma que usted se invente. Y eso.

 

Guillermo Vanegas
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