Qué quincenita 1

Un Jaime Cerón abotagado, una María Willls entusiasta, un Álvaro Barrios disfrazado de Hugh Hefner, unos galeristas ansiosos por mostrarse «políticamente comprometidos», otros por hacerse notar como fuera, una María Paz híperansiosa de parecer profesional —o por lo menos, seria; o por lo menos alfabetizada en lo que debe hacer—, una Avara de Comercio de Bogotá intrascendente, unos tapabocas de bikinis, un J. Balvin llevado, un presentador payasesco. ¿Qué más podría malir sal?

La campaña de ridiculización del campo artístico colombiano denominada «Fondo de apoyo al arte: Cámara de Comercio de Bogotá y OndadeMar transforman el arte en autocuidado» y promovida por la entidad más mediatizada del arte del país, comenzó peor. Entre una serie de infomerciales publicados en prensa, el más recordado fue el que saliera en El Tiempo bajo el significativo titular de “El arte de taparse la boca”. Joya de la ignorancia del periodismo cultural nativo, donde un articulista anónimo comenzaba invocando-burlándose del tropo de los votos de pobreza del artista en el contexto económico occidental: «El arte está en crisis, pero… ¿cuándo no ha estado en crisis? En las vacas gordas o en las vacas flacas, la crisis es parte del proceso creativo.» A este desafortunado comentario le seguía la mención de quienes habrían de participar en el despelote.

Pero como todo allí era defraudar, por supuesto no comenzaba por los nombres de quienes facilitaron sus imágenes(1) o sus galeristas— para los tapabocas que fabricaría una empresa de bikinis. Al contrario, antes que hablar de los artistas visuales tocaba empezar por los «musicales»: dinosaurios del tropipop y la salsa babosa. Todo presagiaba un brunch estilo AndrésCarnederes. O sea, un asco de evento.

Dentro de las cadenas de WhatsApp de los artistas visuales y sus galeristas— comenzaron los chistes. Se rió mucho, la verdad. Pero luego, cuando la gente empezó a hacer cuentas, comenzó a ponerse seria. Tras confirmar las cifras que «ganarían» los artistas participantes —y sus galeristas—, empezaron las recriminaciones. Sabiéndose timados al recibir sólo $3000 (¡tres mil pesos!) por tapabocas vendido, los que cayeron en la trampa reconfirmaron que eran el eslabón más débil de esa cadena de valor —y que sólo un poquitito más arriba estaban sus galeristas. Adicionalmente, comprobaron con amargura que los años dorados de porcentajes de venta castrochavistas (entre 40 y 60% por obra vendida), se habían ido al carajo. Si la cuestión era aguantar en medio de la crisis, a ellos les iba a tocar más.

Triste comprobación de que, en términos de dinero, los artistas hacen parte de una cadena más bien alimenticia. Porque, hablando en plata blanca, ¿cuánto les pagaron a un Juan Pablo Calvas exageradamente onomatopéyico, a una Pilar Castaño exageradamente bronceada, a un Roberto Pombo exageradamente de derecha, a un Alejandro Santos exageradamente censurador? ¿Cuánto recibió quien editó las pastillas de videos anticuados? (2) ¿También el 10% de la venta de los tapabocas esos o el 10% del valor total de la campaña de marras? Nadie lo sabrá (carita triste).

Así entonces, ese sábado 18 de julio el terreno estaba abonado. Todo el mundo sentado frente a su pantalla alistando sus combos de brunch de vacas flacas (botellas de vino Cariñoso para reemplazar los biberones de champaña que los restaurantes asociados con la Avara de Comercio de Bogotá mandaban por $132000; huevos revueltos a cambio de unas tostadas de $40000). Las sesiones de meet se multiplicaron, los artistas y quienes opinamos sobre sus obras nos aprestamos a mirar el fin de ese mundo compartiendo nuestra miseria.

Y lo que vimos fue un reparto dosificado de divas en decadencia —sí, Paola Turbay vive—, música tristísima, publicidad mal hecha y funcionarios culturales amilanados. Durante 2 horas y 30 minutos, los miembros del campo artístico experimentamos un enorme sentimiento de vergüenza ajena mientras entonábamos un sostenido «¿en-serio?», cada vez que notábamos que la cosa iba menos de arte y más de limosneo. Como en ArtBo, pero sin booths.

El clímax de esta oda al desprecio gremial lo constituyó el reguetonero y líder religioso J. Balvin. Rutilante ser que aunando en sí lo que mejor caracteriza a esta republiqueta (música de obsolescencia inmediata y fe) articuló a medias y SIN USAR NINGUNO DE LOS TAPABOCAS DE BIKINIS, unos versos mediocres con los que sin pretenderlo, dio la mejor definición de ese desastre. Diez segundos de balbuceo que exigen transcripción:

«¿Qué tal mi gente?

«Soy YeiBalvin.

«Soyungranamantedelarte

«y me duele que las galerías estén cerradasasíque

«Vamos a apoyar este evento

«Con… [ pausa dramática ]

«El arte de los tapabocas…»

Todo el mundo quedó con la duda: ¿qué arte comprará J. Balvin?

*

En 2016, laagencia(3) publicó Fábrica de conocimiento una edición de los resultados de la curaduría Escuela de garaje, propuesta por el grupo para los 15 Salones Regionales de Artistas. En lo que bien podría entenderse como un marco teórico para interpretar el fugaz giro pedagógico que pareció caracterizar el campo artístico local a mediados de la década anterior, se trataba de un amplio volumen de aportes de artistas, críticos de arte y teóricos sobre el tema.

Ahora bien, aunque el tono general de los textos poseía una, por momentos, exagerada carga aspiracional —más inclinados al «quisiéramos» experimentalista, que al «esto fue lo que encontramos» pragmático—, había piezas bastante destacables. Una de ellas era «Escuela, deuda, bohemia: disciplinar a los artistas», de Martha Rosler. Precioso testimonio de una artista que se formó disciplinariamente tras la segunda postguerra en unos Estados Unidos dispuestos a imponerle a sus artistas un modelo económico dedicado la creación de déficit. A medida que se avanzaba en la lectura del texto traducido por David Aguilar Ruvalcaba, no dejaban de encontrarse paralelismos con lo que sufrieron los artistas ese sábado.

Haciendo un análisis de las condiciones materiales de producción que rodeaban al artista en un contexto determinado por el principio de realidad del intercambio de bienes y servicios. Rosler se refería a las condiciones de vida de los productores visuales en la Nueva York de la década de 1970:

«… es encantador recordarlo como un paraíso perdido, pero uno debe ser consciente de lo que significaba llegar a la crisis fiscal y criminal, las infraestructuras en mal estado, los barrios peligrosos, y lidiar tu existencia en un cuartucho cucaracheado y en lofts de mierda que a menudo tenías que construir con tus propias manos, o contratar algún artista o estudiante más hambriento que tú y, tal vez, convertirte en un rentero al subarrendar parte de tu espacio a otro artista por una renta más inflada.»

Y luego mencionaba los estudios que hiciera en 1982 la socióloga Sharon Zukin sobre el daño que sufrió un SoHo pletórico de mitos de la vida-pobre-del-artista-pobre, cuando lo invadieron por la puerta de servicio hordas de especuladores inmobiliarios una década atrás. Pero, más que lamentarse nostálgica, Rosler subrayó que ese mismo período coincidió con una ebullición de modelos de trabajo y mercado alternativos que, para desgracia de todo el arte contemporáneo, viene usufructuando un comercio del arte intoxicado de dinero fiat.

De hecho, las palabras de Rosler no hacían más que iluminar la enorme brecha que separa ese mundillo de (malas) ideas que es la administración de ArtBo y el campo de productores visuales de base. Valga reiterar: un universo de profesionales perpetuamente precarizados, económicamente jodidos por la gestión del actual Ministerio de Cultura, directamente amenazados por Felipe Buitrago, Viceministro Naranja que no duda en demostrar su desprecio por ellos en cuanto webinar (de ArtBo) pueda. Pero, adicionalmente, un sector profesional que, si quiere, podría darse cuenta de que lleva quince años creyéndose el cuento de que una feria anual los iba a sacar de pobres.

Lo único bueno de este evento fue que, otra vez, les artistas —y sus galeristas— pudieron entender que lo suyo es, sobre todo, trabajar. Entre sí o contra sí, no importa. Inventar modos de acceder a la esfera pública. Abrirse nichos de trabajo, mercado y difusión. Explorar temáticas. Y esperar, siempre esperar a que llegue la Avara de Comercio de Bogotá u otro ente parecido y se quede con el crédito. Esto ha sido así más o menos desde, digamos, la invención del mercado del arte. Entonces, amigues artista y pequeño galerista ¿cuándo van a dejar de trabajar gratis para ArtBo?

Notas

1.- Las galerías y artistas participantes fueron: (bis) oficina de proyectos – Juan Obando; Galería Adrián Ibáñez – Gloria Herazo; Aurora, espacio para el arte y el diseño Kindi Llajtu; Casa Hoffmann – Juan Cortés; Casas Riegner – Antonio Caro; Galería Espacio Continuo – Gustavo Niño; Galería Indiana Bond sXXI – Alejandro Ospina; El Museo – Álvaro Barrios; Espacio El Dorado – Gustavo Sorzano; FORO.SPACE – Andrés Matías Pinilla; Galería Elvira Moreno – Saúl Sánchez; Galería Jenny Vilà – Luz Lizarazo; Instituto de Visión – Wilson Díaz; La Balsa Arte – Miguel Cárdenas; La Cometa – Ana González; LA Galería – David Peña; Lokkus – Daniel Salamanca; LGM Galería – Miler Lagos; Liberia Jorge Julián Aristizábal; Otros 360° – Evelyn Tovar; Plecto – Camilo Montoya; Policroma – Julián Urrego

RINCÓN – Lía García; Salón Comunal – Marcela Rodríguez; Sextante Santiago Parra; SGR Galería – Paulo Licona; Sketch – Karolina Rojas; SN MaCarena – Miguel Bohmer. Raro que no apareciera nueveochenta, la galería del papá de la Des-Administradora de ArtBo.

2.- Punto de post-ironía para el del Museo de La Tertulia: sólo imágenes de sus hermosos alrededores cundidos de gente relajada con el distanciamiento social.

3.- Mariana Murcia, Mónica Zamudio, Sebastián Cruz, Santiago Pinyol, Diego García.

Guillermo Vanegas
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