Publicidad crítica pagada (convenientemente mentirositos)

 

Dos situaciones recientes sobre del mercado artístico actual:

1.- 26 de enero de 2022, artnet.com: el artista Damien Hirst admitió que jamás vendió la peyez del cráneo de diamantes por U$100 millones a un «grupo» de inversionistas invisibles cuya única cabeza —nunca mejor dicho— era la suya propia.

2.- 27 de enero de 2022, reporte de subastas de ArtNexus distribuido por lista de correos: el remate en Sotheby´s de la pintura de Frida Kahlo, Diego y yo, estuvo precedido por el rumor de que otra pieza de la artista había sido adjudicada por la competencia en privado, a un número indeterminado de clientes desconocidos que se dedicaron a pujar entre sí por un precio sin confirmar.

Primer caso. El artista británico confirmó a The New York Times, que For the love of God llevaba 15 años botada en una bodega del distrito de joyerías de Londres. Con ello sumaba una más a la larga lista de irregularidades que han venido acompañado la promoción de eso: una escultura que, tras iniciar su andadura como dispositivo de relaciones públicas, ha saltado de incongruencia en incongruencia.

Ahora que se sabe que «sus dueños» jamás la recogieron, vuelve a la memoria la confusión de Hirst multiplicando versiones sobre su costo de producción (primero dijo que le había salido por U$16 millones, después que por U$30 millones). O, su memorable venta instantánea cuando la periodista Cristina Ruiz reveló que artista y galería se dieron cuenta que iban a quedar enhuesados y buscaron zafarse de ella como fuera. Por ejemplo, rebajándole U$76 millones al precio inicial.

Hasta la publicación de la noticia ni White Cube, ni Science Ltd. (firma que respalda todo lo que hace Hirst), se habían pronunciado.

Segundo caso. Bajo el título «Una historia, dos Fridas», el asesor de colecciones Alberto Barral comentaba que el 16 de noviembre de 2021 se vendió Diego y yo por U$34,9 millones en una subasta de Sotheby´s. Hasta ahí, todo normal: alegría entre dueños de obras de artistas mujeres que venden carísimo después de muertas en liquidaciones dominadas por artistas y compradores varones.

Sin embargo, la cuestión iba un poco más allá. Barral comentaba que al parecer, Christie’s, la otra pata del duopolio inflacionario de arte, «puso» a disputar «entre 12 y 13 clientes» anónimos el autorretrato Yo y mis pericos, de Kahlo, en una venta imposible de comprobar que «terminó» «elevando» U$99 millones el precio de venta de la primera subasta.

Hasta ahí, todo normal: al parecer se trataba de una campaña para incrementar el interés por la primera obra metiéndole de paso, esoterismo pendejo a la transacción. De hecho, en lo que no se sabe si era un chiste o una justificación, el propio Barral acudía a los tropos de la triscaidecafobia o ¡la cartomancia! para intentar explicar(se) de alguna manera el embrollo: «desde una perspectiva cultural orientada a la publicidad [la cifra de posibles compradores] recuerda las innumerables asociaciones a los números 13 y 12, en creencias populares sobre la astrología y las cartas del Tarot.» [¿?]

Ante esta bella coincidencia de mentiras se podría vociferar: «¡OOOtra [sic] demostración de que el mercado del arte es simple creación de plusvalía, donde lo que menos importa son los criterios estéticos objetivos que inciden en la apreciación de la actividad del artista, etc.» Y hasta ahí todo normal: arte contemporáneo = una falacia de cabo a rabo

Pero podría irse un poco más lejos.

 

Como comentario al primer texto de esta serie, una dama, Natalia, opinaba lo siguiente sobre la feria-de-saldos que compite en repartir miseria con ArtBo:

«La Feria dice que aboga por los artistas jóvenes, “los más necesitados”, e igual los dejan al final de la cadena aprovechándose de su inexperiencia como hace el resto del circuito de las artes.»

 

Con ello condensaba magistralmente el lío de toda iniciativa comercial contemporánea en el campo artístico: se ha impuesto la regla de que, desde la feria del millón mas devaluada hasta la subasta de Sotheby´s más abultada, hay que dedicar toda la energía a producir narrativas que fundamenten compras inverosímiles y no a difundir la idea de que, por ejemplo, valdría la pena mejorar las condiciones de explotación de los artistas de base. Un argumento que debilita teorías del valor como la marxista, según la describía el antropólogo David Graeber:

«… el valor de las mercancías se deriva del trabajo humano en producirlas, pero […] se tiende a olvidar este hecho cuando el objeto se compra y vende en el mercado, de manera tal que [parece] que su valor surge naturalmente de las cualidades del propio objeto.» (1)

 

Es decir, una mirada que se limita a los objetos y su (posible) paso de un propietario a otro, más que a las relaciones que se establecen a través de ellos. Que evita mirar la cuestión del abuso que denunciaba Natalia para quedarse en la materialidad de cosas, como la de Hirst («¿es que no te das cuenta? Se trata de una calavera cubierta ¡de diamantes!»).

Sigamos con Graeber. Cuando la cuestión del valor se separa del objeto para pasar al sistema de relaciones en medio de la cual éste es creado, adquiere un poder distinto. Permite entender que en muchísimos intercambios —reales o no, como los del mercado del arte— se trata «del modo en que las personas se representan a sí mismas la importancia de sus acciones» (2), y por esa ruta, el «valor de sus acciones» sería el de «ser reconocidas por otros.» Unos (dicen que) compran arte, otros escuchamos admirados.

Pero debe irse un poco más lejos (sobre todo porque la afirmación posee un tufilllo de envidia y ese sentimiento no ha existido jamás en ningún campo artístico del mundo). «Más que el valor como el proceso de reconocimiento público en sí mismo —continúa Graeber— es el modo en que la gente que podría hacer casi cualquier cosa (incluyendo, en las circunstancias apropiadas, crear nuevas clases de relaciones sociales) evalúa la importancia de lo que hace mientras lo está haciendo.» (3)

Ahí recae la importancia de estrategias como las aquí cuestionadas. El mercado del arte y sus defensores se dedican a demostrar que, efectivamente, hacen lo que quieran mientras otros escuchamos admirados. Cuestión que refleja un fenómeno retardatario e hiperconservador: la sustentación de la idea de que el dinero sólo está para derrocharlo y no para desarrollar inversiones de efecto social benéfico.

O mejor, que «la gente que podría hacer casi cualquier cosa», no quiere «crear nuevas clases de relaciones sociales», sino dedicarse a asuntos menos engorrosos. Como el de mantener una agresiva desigualdad en sectores como el de la producción de bienes de consumo cultural, sin atender a sus consecuencias. Una de ellas, el debilitamiento estructural de las iniciativas institucionales a cambio de sostener la entelequia de un mercado que salta feliz de burbuja en burbuja.

O mejor, que «la gente que podría hacer casi cualquier cosa», va a seguir haciendo ferias de artistas pobres.

O mejor, que «la gente que podría hacer casi cualquier cosa», jamás va a hacer nada.

¿Y tú?

 

Notas

1.- David Graeber, Hacia una teoría antropológica del valor. La moneda falsa de nuestros sueños. Buenos Aires: Fondo de Cultura Económica, 2018, p. 70-71.

2.- Ibíd, p. 100.

3.- Ibíd, p. 101.

Guillermo Vanegas
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