Política en Colombia: pata, chuzo y tribalismo

En el centro del capitalismo tardío se instala una idea básica que constituye uno de sus pilares fundamentales: la concentración del poder económico en una elite como muestra infalible de las bondades que ofrecen las libertades individuales. La sociedad por lo tanto debe garantizar esa premisa y sobre esta idea se siembra un principio elemental como expresión de esa libertad mediante la exacerbación del individualismo y la autonomía para que un pequeño conjunto de la sociedad amase la mayor cantidad de poder, placer y riquezas materiales posibles.

El siglo XXI está viendo el renacer de discusiones a partir de herencias ideológicas hábilmente manipuladas de acuerdo con el espectro político en donde el interlocutor quiera ubicarse: capitalismo, comunismo y nazismo. Después de una falsa temporada post-histórica, en un mundo que se pretendió unipolar, los fantasmas vuelven para perturbar el sueño de cualquier analista político. No olvidemos acá que bajo la mirada cómplice de la unipolaridad se fueron incubando movimientos nacionalistas que guardan bajo su gabán aspiraciones xenófobas y supremacistas que han tenido su mejor expresión en un sector que apoyó y sigue apoyando a Donald Trump y que exhibió su rostro menos amable al debutar con su ópera prima el 6 de enero de 2021 en el asalto al templo de la democracia estadounidense: el Capitolio. De manera similar en Europa se da una estirpe parecida con catadura de vieja data en organizaciones políticas que han puesto y seguirán poniendo presidentes, primeros ministros y parlamentarios.

La historia reciente nos muestra un renacer de esas herencias antecedidas del prefijo neo: neonazismo, neocomunismo y ¿por qué no? Un neocapitalismo que nació triunfante de las cenizas de la guerra fría y que prefirió apodarse de forma hábil y aséptica como neoliberalismo. Con la guerra en Ucrania la post-historia es historia abriendo paso a un modelo que define a la historia misma: el conflicto.

En el imaginario colectivo de los colombianos se han instalado clisés como herencias del arcaísmo político que habita las mentes de nuestros dirigentes, asociando cualquier cosa que huela a democracia social con comunismo o socialismo bañado de expropiación, anarquismo, recorte a la libertad de prensa, fin del libre mercado, ataques a la propiedad privada, aumento de los derechos en comunidades LGBTI (nuestros hijos se volverán maricas) y legalización de drogas (además de maricas, drogos).

Lo más chistoso (los colombianos volvemos la tragedia humor) es que estas etiquetas se vienen promocionado contra un movimiento político que yo calificaría de capitalismo conservador, es decir, un necesario regreso al fortalecimiento del Estado como regulador de la actividad social, especialmente la económica o, en palabras sencillas, más proteccionismo y menos libre mercado para que cuanta cosa podamos producir acá en Colombia cuente con aranceles dignos para protegerla. Curiosamente la tribu republicana liderada por Trump quiere eso; un partido que aquí la derecha política venera pero que, si lo dice Petro, es suficiente para satanizarlo. La política del miedo neurótico que promueve la derecha política hace pensar que aunque sean grandes, medianas, pequeñas, o inexistentes nuestras posesiones, un fanático expropiador puede llegar a la casa de Nariño y quedarse con todo.

Cuando hablamos de aparato militar pensamos inmediatamente en armas, misiles guiados, tanques, aviones de combate y enormes columnas de soldados con 30 kilos de pertrechos militares a hombro y espalda. Pero curiosamente, la más efectiva, la más peligrosa y la más secreta de las armas y que nunca se puede ver es el miedo. La guerra psicológica (propaganda política) al final de cuentas es un instrumento poderoso del componente militar y de la estrategia para atacar la voluntad del enemigo con el uso de cualquier medio de comunicación disponible y así destruirlo.

El miedo es un arma vigorosa para intimidar con el propósito de borrar la lógica que guía nuestro comportamiento, y conseguir que nuestras percepciones cambien.

Aunque el tribalismo político (pensar, comportarse y responder de acuerdo con el dogma de un grupo político) se asocia con el ultranacionalismo, en Colombia ha servido para organizar la sociedad en grupos que viven peleando entre sí y, de esta manera, una élite controle la vasta maquinaria de los aparatos de poder. Godos y cachiporros fueron los nombres del tribalismo de una época; en otras fueron los comunistas los que terminaron bautizados a partir de ese concepto y hoy en día vamos en vándalos, terroristas y castrochavistas prorusos enfrentados a la bandola uribista. El patrón típico es imponerle a un grupo humano una etiqueta, por ejemplo «vándalos» y así calificarlo de grupo peligroso que atacará «nuestras» creencias, propiedades o recursos para de esa manera reducir el grupo a un concepto, no importa si es real o imaginario. En nuestro contexto, por lo general, esas etiquetas son parte de las ficciones políticas que la contraparte echa a andar con la pequeña ayuda que le brinda un sector de los medios de comunicación.

Así se crean barreras tribales entre «ellos» (los vándalos) y «nosotros» (la gente de bien) —dicen los tribalistas, creando hábilmente de esta manera grupos virtuales que pasan a odiar y discriminar casi que gratis. Las redes sociales viven inundadas de estas guerras tribales poniendo lo más básico del animal humano en acción.

Pero volvamos a los neos políticos ¿Es Petro un neocomunista que acabará con las «bondades» de un modelo neoliberal que cuenta con el apoyo de no pocos neonazis? No olvidemos que el tribalismo político de neoliberales ortodoxos y radicales sumado al tribalismo neonazi bien puede unir fuerzas para matar gente etiquetada de neocomunista. Aquí es donde el tribalismo político pone la agenda del miedo y no de la razón.

El tribalismo ideológico se ha consolidado en una política del odio a partir del miedo que esconde un argumento que se puede resumir en una premisa elemental: no permitir que fuerzas sociales ajenas a las castas tradicionales que han gobernado a Colombia accedan al poder.                  

Y ello pone en tela de juicio a todo el aparato del Estado colombiano no porque las instituciones no tengan un origen democrático sino porque quienes las usufructúan en nombre de una parte de la sociedad —minoritaria por cierto— no son demócratas, sino que utilizan las ventajas de la democracia para poner en marcha un aparato de poder al servicio de una casta social minoritaria y no de todos los colombianos.       

La ortodoxia neoliberal política y económica no acepta cuestionamientos porque ella encumbró a unos pocos neoricos que hoy han cooptado los hilos del poder para beneficio propio, sin que por nada del mundo acepten una revisión a fondo de sus éxitos y fracasos —más los segundos que los primeros— sin que quien lo haga sea tildado por el tribalismo político de hombre peligroso que quiere acabar con la institucionalidad del Estado.

Los odios que han puesto a andar como forma de gobierno son tan viscerales, que el estudio de las diferentes propuestas del candidato que puntea las encuestas en la actual coyuntura electoral no da espacio para la razón. En el tema de pensiones los ataques más brillantes no van más allá de que el candidato, así con nombre propio, se va a robar o va a expropiar las pensiones. ¿Es eso serio? 200 años de vida republicana en este país ¿no nos permiten tener algo más de decoro intelectual para debates tan importantes?

Max Haiven, en su libro Art after Money; Money after Art, habla de las crisis de representación en todos los campos en el sistema capitalista. Tenemos crisis de representación en la democracia «representativa», es decir, esa relación entre los elegidos como expresión de intereses colectivos y la presencia de poderosas élites económicas en defensa del interés privado. Hay crisis en la representación de la economía, es decir, no podemos confiar en lo que los economistas, en su arcana ciencia, nos dicen; para ello basta recordar cómo se llevó tan horriblemente por delante a los hogares con la crisis hipotecaria de 2008 en EE.UU., cuando literalmente billones de dólares en capital, aparentemente se esfumaron en el aire en cuestión de días. Esto fue, en efecto, una crisis de representación —dice Haiven. Primero, fue una crisis de la disciplina hegemónica de la economía dominante que finalmente se vio obligada a reconocer que sus medidas y fórmulas cuasi científicas, para representar la riqueza global y sus movimientos, habían fracasado en su tarea. O quizás, en otras palabras, se reveló que la economía era lo que Pierre Bourdieu siempre nos dijo que era: una forma de sociología particularmente poderosa y útil, aunque profundamente problemática.

La crisis financiera que comenta Haiven cogió totalmente por sorpresa a la mayoría de los economistas; sí, a esos mismos señores que hablan en un lenguaje cifrado que nadie entiende pero que con sus decisiones terminan afectando nuestras decisiones cotidianas más elementales, como cuando vamos a pagar en el supermercado y decimos ¡pero cómo está todo de caro!, reduciendo en un 25% lo que antes comprábamos con un millón de pesos. Es la inflación por culpa de los vándalos le dirán en El Tiempo o por las bombas del criminal de guerra de Putin en Ucrania le dirá Semana, o por la Cláusula Petro le dirá Caracol Noticias, en fin. La mentira es una de las formas que tiene el odio.

Comenta Ha-Joon-Chang en su libro Economía para el 99% de la población que el difunto Kenneth Galbraith (1908 – 2006) alguna vez afirmó con sarcasmo que «la única función de los pronósticos económicos es hacer que la astrología parezca respetable».

Robert Lucas, ganador del premio Nobel de Economía en 1995, afirmó en 2003 que «el problema de la prevención de las depresiones ya había sido resuelto».

Durante años todo el mundo había estado oyendo acerca de una completa horda de nuevas y sofisticadas innovaciones financieras: derivados de crédito y de mercancía, derivados de obligaciones colaterales hipotecarias, valores híbridos, intercambio de deudas… Estos nuevos mercados de derivados eran tan increíblemente sofisticados que, según un persistente rumor, una importante compañía de inversiones tuvo que recurrir a astrofísicos para emplear programas tan complejos que los financieros no eran capaces de entender. El mensaje era clarísimo: dejen estas cosas en manos de profesionales. Es imposible que entiendan ustedes esto —dice Graeber en su libro En deuda. Una historia alternativa de la economía.

¿Qué se descubrió después? Que todo había sido una muy sofisticada estafa. Crearon hipotecas para familias muy pobres de tal manera que la falta de pago fuera inevitable, haciendo arriesgadas apuestas financieras de cuándo dejarían de pagar, empaquetando la hipoteca y la apuesta para vendérsela a inversionistas institucionales (¿adivinan? ¡Fondos de pensiones!), asegurando que darían dinero pasara lo que pasara para permitirle a esos mismos inversores vender e intercambiar dichos paquetes como si se tratara de dinero, pasándole la responsabilidad de la apuesta a un gran conglomerado de aseguradoras, y que si se hundían ¿quién iba a pagar? ¡Pues los contribuyentes!!, como a todas luces fue lo que terminó pasando.

El gobierno de Estados Unidos puso una tirita de tres billones de dólares en el problema y nada cambió. Se rescató a los banqueros; pero no a los deudores a pequeña escala, salvo algunas escasas excepciones.

Y dejo aquí por el momento…

Guillermo Villamizar
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