Otro arte político colombiano 4: Respuesta a Alejandro Martín

Texto origanlmente publicado en Tráfico Visual

Este es el cuarto de una serie de artículos donde se reexaminará la noción de arte político que ha hecho carrera en Colombia durante la última década. Que procederán mediante el análisis de obras, curadurías o acciones de productores e investigadores visuales distintos a quienes se ha otorgado el monopolio de esta categoría; que busca complejizar su asimilación como seña primordial de identidad del arte contemporáneo de este país; y que intenta desdibujar la homogeneidad otorgada a ese pseudo-movimiento, mostrando su variedad y algunas de sus metodologías.

 

 

 El 18 de julio se publicó en el site esferapublica.org una entrevista que me realizó su editor, Jaime Iregui, bajo el título “Si el arte busca incidir, debe entender los mecanismos de participación política”. Poco después Alejandro Martín, curador del Museo La Tertulia, dio la siguiente  respuesta:

“No entiendo el desprecio por la representación. La representación, para nada, es ‘mera representación’. Es más, uno de los puntos más álgidos de la cuestión actual, que se evidenció en el debate presidencial, es la necesidad de otra prensa, de otros medios. Justamente uno de los problemas históricos es la ausencia de que otros hayan contado lo que sucede, de más miradas enriquecieran el relato ya sea por radio, por prensa, en libros o en fotografías, dibujos o pinturas, de imágenes para acceder a otros puntos de vista. O de que los relatos distintos, contradictores, llegaran a un público masivo. Hay toda una “nueva historia” muy valiosa que poco llegó al público general.

Cien años de soledad es hoy la versión más conocida de lo que sucedió en las bananeras. Y, según dicen muchos, la más cercana a lo que sucedió de las que heredamos escritas. García Márquez dedicó mucho tiempo a acciones políticas como las que señala Vanegas y pocas de esas son recordadas. Las más eficaces, fuera de sus obras literarias, fueron sus colaboraciones con la prensa, como la revista Alternativa y la Fundación Nuevo Periodismo, ligadas a artistas, periodistas, sociólogos, abogados, preocupados por las formas de representación.

“Creo que hay mucho más espacio para lo político dentro del arte del que señala Vanegas en esta entrevista. Y claro, se necesita mucha creatividad, empatía y valor para hacerlo.”

 

Aquí, mi respuesta:

No Martín. En principio, no se trata de despreciar la posibilidad de la representación. De ser así, toda comunicación sería imposible. O peor, toda interpretación de mi respuesta. Entonces, sería fatal: el reino del mutismo.

Ahora, sí: el modo como se dio el reciente debate electoral en Colombia debilitó a la prensa generalista y llevó a la construcción de nuevos canales para, precisamente, representar la realidad. Una realidad posible que se truncó (por ahora). Sin embargo, ante la pregunta sobre el modo como un artista colombiano incidiría en el clima político inmediato de su país, considero que los ejercicios y proyectos que se quedan en la simple representación demuestran poca efectividad.

Básicamente, porque entiendo la política no como un ejercicio de autoridad pública, sino como la posibilidad de influenciar agendas a nivel social. Desde ese punto de vista, puede que las acciones simbólicas de los artistas sean recordadas por la historia (sobre todo por la cultural), pero hasta ahí. Su testimonio se debe a un contexto que, si deciden tenerlo en cuenta o no, permitirá que se les reclame por su actuación.

Martín, me llama la atención que base su argumento sea una invocación a García Márquez y no a un artista visual (pues creí de eso estaba hablando), pero no importa. Todo es arte.  Continuando con su referencia al cataquero, el que sus acciones políticas no hayan obtenido la misma resonancia mediática que sus novelas es un asunto que le compete más a quiénes y cómo lo promocionaron. Por desgracia, él no tuvo una Carmen Balcells dispuesta a exhibir los resultados de su actividad política. Más bien estuvo rodeado de eneamigui que se encargaron de eso (el godísimo Vargas Llosa, el aburridísimo Apuleyo Mendoza o la vaguísima María Cabal). Valdría la pena pensar qué pasaría si hubiera contado con la ayuda de alguien así (y así de conectado) para que lo hubiera movido al nivel de, no sé, un Noam Chomsky costeño.

Al contrario de lo que usted supone, la ubicuidad y éxito de Cien años de soledad respecto al relato de la masacre dice la United Fruit en Fundación, no tiene que ver con una supuesta jerarquía de valoración donde la obra de arte es el vehículo-para-dirigirse-a-las-masas (propaganda) y las labores de activismo quedan restringidas-a-los-especialistas (academia). Por esa vía se instaura un lamentable modelo que termina por dañar la labor de personas como usted y yo: sujetos provenientes de formación académica que terminamos condenados por la industria cultural a la especialización en micronichos, como el de la curaduría. Creo que hay que quitarle a los editores de medios el privilegio de decirle a la gente qué debe leer, qué ver y qué recordar de escritores rodeados de gente jartísima. Pero eso es caro y desgastante.

Ahora, ¿qué sucede cuando una obra de arte obtiene resonancia en la esfera pública? Adquiere intención política instantánea. Y con ello genera un fenómeno: los analistas observamos y opinamos, los filósofos apoyan sus reflexiones en esa nueva manera de percibir la realidad y los políticos, si les da la gana, pueden verse interpelados y modificar su modus operandi público (aunque siempre será mejor que sean honrados en privado).

 El problema de eso es que depende más de la buena fe del requerido que de otra cosa. Si el sujeto no quiere cambiar su actuación, nada sucede. Además, por lo que nos cuenta la historia colombiana de los últimos setenta años, los políticos demuestran poco interés en las denuncias que se tramitan desde el arte o ni siquiera las ven. Peor, los pocos que las ven y sienten empatía –o antipatía por ellas, da igual–, las compran para ocultarlas de la mirada pública. Secuestran objetos de representación para anular su interpretación. Gol para-el-político.

Volviendo a la coyuntura desencadenada tras los resultados electorales de la primera vuelta en las elecciones presidenciales de Colombia, hubo un acontecimiento por etapas: apareció un reclamo desde los sectores sociales e intelectuales sobre el recrudecimiento de los asesinatos selectivos contra activistas de base en varias regiones del país. Aunque, este trágico fenómeno se venía dando de tiempo atrás, para el momento a que me refiero obtuvo mayor atención y provocó acciones que, desde mi perspectiva, quedaron limitadas a lo representacional.

La velatón convocada en varias ciudades colombianas para demostrar el asco provocado por esa reactivación de la violencia política típicamente nuestra fue el acto más evidente. Y si se observan los posicionamientos de los representantes políticos ante esa situación, hubo quienes aparecieron un poco antes y luego otros, los más desleídos, tras evidenciarse el clamor en el ágora. Y ya.

Ahí es donde creo que se detuvo la incidencia de una manifestación típicamente representacional: la masacre continúa. Desde el Ministerio de defensa y la Fiscalía se siguen ofreciendo explicaciones apresuradas o no aparecen. Desde el campo artístico no han surgido manifestaciones de orden institucional para provocar la detención de los hechos.

Por eso sugería la necesidad de que, si lo que se buscaba era alterar efectivamente esta secuencia de muertes, quizá lo mejor sería sistematizarlas y denunciarlas ante los tribunales encargados de juzgar dicha situación. Y si son internacionales, mejor.

Ahora, quiero hacer una anotación sobre el modo como utilizo la palabra “efectividad” en este contexto. Para llevarlo hacia lo que realmente desprecio. Sabemos que la retórica emprendedurista –palabra fea–, ha convertido ese significante en la descripción de logros según un plan preestablecido. De ahí que quienes lo hagan sean sujetos “eficaces” y su “eficacia” se medirá en la obtención de rédito. Dentro del campo artístico, la aplicación de esta ecuación por parte del gobierno entrante podrá alterar el perfil de los productores visuales y sus propuestas. Algo de eso ya se viene observando en la ´sanfelipización´ del arte bogotano reciente; sin embargo, cuando el reclamo gubernamental se comience a medir en la “generación de audiencias” o la “monetización” –otra palabra fea–, el rango de acción se verá (más) reducido.

De ahí que vea con sospecha cómo hay artistas que monetizan sus acciones encaminadas a transformar el panorama social presente. Ya sea en likes, viralización, hashtags,  historias, noticias o réplicas de noticias. Mi mejor ejemplo es el brand Doris Salcedo, que cotizó al alza en medios tras su reciente acción en la Plaza de Bolívar.

Sin embargo, hasta ese momento una parte del arte-político que venía haciéndose en Colombia alcanzó su punto de quiebre: una vez se hicieron públicos los dispositivos, actitudes y respuestas de la administradora de Sumando ausencias, su postura se vio bastante debilitada. Poniéndolo en economía naranja: desde ese momento empezó a costarle más vender la idea de que Ella Es Quien le da voz al duelo de las víctimas. Quedó más como un influencerregañon. Dislike.

Ahí se le desbarató todo. Mostró las costuras de sus sábanas, su retórica proconciliación se convirtió en slogan y se amarró a la gestión de propaganda gubernamental. Si deseaba lograrlo o no, poco importa: ejemplo, la “pre-inauguración” de su escultura-no-escultura a finales de julio de este año (en serio, ¿qué es una preinauguración? ¿habrá postinauguración?).

En el arte político, cuando la cosa va más del lado del voluntarismo que de la adecuada atención al problema, del acelere que de la reflexión amable, puede que el artista se distraiga de su objetivo y termine auto-convenciéndose de que es un adalid erigido sobre una masa de víctimas propiciatorias. Y no.-

 

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Otro arte político colombiano 3

 

Guillermo Vanegas
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