Menciona-no menciona/critica-no critica

El Boletín Cultural y Bibliográfico es una publicación cultural de alto nivel del Banco de la República. En sus comienzos trataba sobre «las adquisiciones de libros para la Biblioteca [Luis Ángel Arango] y […] las piezas de oro que luego integrarían el Museo del Oro». En su más reciente edición ofrece un inventario de lo más importante de la producción intelectual colombiana de la década de 2010.

Para hablar del área profesional que nos compete —aquella donde nos dedicamos a producir objetos/eventos/contenidos para espacios que muestren arte como sea mientras gestionamos la marca de nuestro nombre como sea—, contrató la pluma de Dominique Rodríguez. Ella respondió con «Arte en Colombia 2010-2020. Nos vieron. Y nos vimos», elegía de un proyecto de internacionalización del arte nativo que terminó en el carajo. ¿Por qué?

Evitando referirse a la base del sector —esa creciente capa de egresadxs de pregrado cualificadxs, dispuestxs a producir objetos/eventos/contenidos para espacios que muestren arte como sea mientras gestionan la marca de su nombre como sea—, Rodríguez habla de una «consolidación» del sector donde, para desgracia del sector, el sector decidió poner todos los huevos del sector en la misma canasta de aire: algo que ella llama —pero no define— como «el mercado».

Y para analizar ese ciego optimismo delimita dos momentos: «unos primeros años de plena ebullición y efervescencia» y algo que es —o sería, o fue— «una suerte de espejismo de un campo, con la resistencia propia del universo de la creación» [¿?] Ambos atravesados por la declaración de amor hacia la sangre derramada ajena que tuvo lugar en el Plebiscito de 2016 por el NO. Con ese material pinta una década marcada por (el afán de vender) la idea de que aquí-sí-había un mercado del arte limpio de dinero narco, a la vez que críticos, dealers, docentes y gestores miraban con molicie lectora el decrecimiento de la guerra civil como tema. De hecho, esta dualidad pone a pivotar a la autora entre si debe mencionar-no mencionar/criticar-no criticar la influencia de una feria de arte sobre una enorme proporción de la producción artística del país o de qué manera habrán de interpretarse las obras de la generación que sigue a la que medró en el conflicto.

Respecto a lo segundo. Capítulo aparte merece la mención de la artista Beatriz González en este examen. Dicha autora —para no redundar en la pormenorizada lista de logros que establece Rodríguez— exige la creación de una Cátedra ibídem para ampliar el estudio de sus múltiples facetas profesionales. Su legado como historiadora, archivista, gestora cultural y crítica merece algo mejor que terminar vampirizada por el Museo de Arte Moderno de Bogotá —que desde hace tiempo la ha querido convertir en Marta Traba 2— o quedar osificada bajo el jartísimo perfil de M.I. (maestra infalible) que tan mal le cae a lxs artistas que realmente valen la pena.

Sobre los demás nombres que menciona, la inclusión de individualidades (Ana Montenegro, Gabriela Pinilla, Juliana Borrero, Mapa Teatro, Delcy Morelos, Paulo Licona, Mónica Restrepo, Jorge Julián Aristizábal, House of Tupamaras, Fabio Melecio Palacios, Edwin Sánchez, Abel Rodríguez, Carolina Caycedo, Edinson Quiñones, María Buenaventura, Liliana Sánchez, Juliana Góngora o Adrián Gaitán) u organizaciones sin ánimo de lucro (Colectivo Maski, La Decanatura, Lugar a Dudas, El Parche, Miami, Laagencia y Taller 7), le permiten ofrecer pistas a Rodríguez sobre el devenir local en la década pasada: crítica a la configuración del relato histórico, progresiva aparición de reivindicaciones identitarias y de género, re-elaboración de las nociones de materia, objeto y uso del tiempo en sofisticadas experimentaciones, auto-organización para cumplir objetivos a nivel de formación extracurricular en artes o trabajo con comunidad o promoción pregalerística de arte joven.

Ahora bien, todo esto choca con la forma en que la autora toca el tema de la memoria en el arte local y trata de descifrar la egomanía de la escultora Doris Salcedo. En breve, Rodríguez olvida detallitos. Por ejemplo, que para que «miles de personas respondier[a]n a[l llamado de la artista a] tejer los nombres de cientos de víctimas» en la Plaza de Bolívar de Bogotá, ella decidió antes desplazar un campamento de ocupación organizado en ese mismo lugar tras las protestas por el triunfo del NO en el Plebiscito por el NO o que Fragmentos, curiosa mezcla de antimonumento-monumento que inaugurara en 2018,  cuenta con el (en serio, rarísimo) patrocinio de la cuestionada ArtBo…

Y aquí aparece el otro núcleo del artículo: cuando el campo artístico profesional de un país decide apostarle absolutamente todo a la ferialización con la idea de internacionalizarse, el resultado es poco menos que un fracaso. Como aquí.

Rodríguez aborda el asunto adjudicando la presencia de artistas colombianos en escenarios como la feria Arco a una estrategia por parte de ProColombia (entidad gris dentro de las entidades grises del organigrama estatal que nadie sabe muy bien qué hace —¿turismo?, ¿marca país?, ¿mercadeo?, ¿lavado (de imagen)?— pero sí a quién benefició en su incursión dentro de las artes nativas durante los 2010s: el ágrafo Hans Ulrich Obrist y las galerías mencionadas en un libro de 336 páginas de celebración acrítica de la pujanza neoliberal de ciudades pobres.)

 

La dificultad de este paneo se ve reforzada cuando la autora carga las tintas en su descripción del papel de las entidades culturales locales en dicho proceso. De hecho, nos recuerda que la institucionalidad de todo campo artístico es, sobre todo, lo que se dice de ella (para quedar bien con ella). Por esto no resulta extraña, aunque bastante incómoda, la grandilocuencia con que habla de la estrategia que tocaba antes:

«Ningún  resultado,  a  continuación,  sería  un  golpe  de  suerte.  Era  una  jugada maestra  que  en  2015  empezaba  a  recoger  sus  frutos.  En  ese  año  se  empezó  a consolidar todo aquello por lo cual Colombia había luchado durante años: convertirse en un nombre en el ámbito internacional. Haber sido invitado como país de  honor  a  la  emblemática  Feria  de  Arte  Contemporáneo  de  Madrid  (ARCO) era  un  sueño  hecho  realidad.  También,  ser  el  protagonista  del  Año  Colombia-Francia  2017.  Ambos,  logros  diplomáticos  continentales  y  la  evidencia  de  que merecíamos ser vistos en la escena internacional. Si bien la muestra “Cantos cuentos colombianos” (2004), en Zúrich, había sido esencial para abrir el campo, una consolidación en un escenario como esta feria española resultó fundamental como impulso legitimador: todo un tejido que explicaría el interés de ArtBo por invitar tantas galerías de ese país a Bogotá…» [Mis énfasis, GV]

Una montaña rusa de sentimientos que minimiza el protagonismo de la hoy-caída-en-merecida-desgracia Fundación Daros y su labor de encandilar artistas patrios mientras los ingresaba a una colección de la que hoy no se tiene idea en una casa que terminó sellada y que tenía detrás a Stephan Schmidheiny, personajillo perseguido por escándalos de salud pública en Europa. Es decir, la exposición «Cantos cuentos colombianos», efectivamente, fue la cabeza de playa de una estrategia que termina injustamente micromencionada y que inició en propiedad la cantinela del «ahora sí nos vieron y nos vimos desde fuera».

Así mismo, no queda claro si la «jugada maestra»  que menciona Rodríguez tiene que  ver con que lo más granado de nuestro arte contemporáneo terminara haciendo fila en una feria flojita dentro del panorama global o si el programa de exposiciones del intercambio Colombia-Francia se limitó a hacer presencia en un contexto que resultaba imprescindible para la carrera de cualquier artista —hace cien años—, o que la inclusión de nombres nativos en eventos un poquitín más consagratorios como, por decir algo, la Documenta de Kassel, la Bienal de Venecia o la Bienal de la Habana, ha obedecido a la iniciativa de personas individuales que a entidades raritas como ProColombia —¿en serio, qué carajos hace ProColombia?— o los Ministerios de Cultura y de Relaciones Exteriores. Es decir, se trata más de un triunfo del modelo liberal por el que algunos artistas han luchado durante años.

Cuando, al fin, Rodríguez se le mide a ArtBo la lectura resulta más enriquecedora. Evitando referirse a la inoperante cabeza de la iniciativa (María Paz Gaviria: confusión léxico-administrativa pura), señala que a pesar de tratarse de un modelo autocrático de gestión logró que un campo artístico profesionalizado, sofisticado y (aparentemente) acostumbrado a no tragar entero terminara de rodillas y compitiendo salvajemente entre sí para hacer parte de una feriecita que «en vez de fortalecer el medio fue copando todos los espacios de la escena artística nacional» porque

«En un tiempo récord modificó el orden de las cosas y, dentro de las  paredes del recinto ferial, configuró por  unos días del año —pero con una afectación en el resto de este—, además de una plataforma natural de ventas, un museo (Referentes), una exposición de talentos emergentes (Artecámara) y de arte  contemporáneo  (Proyectos),  un  ágora  de  discusión  académica  (Foro),  un  escenario para instalaciones in situ de gran escala (Sitio), un espaldarazo a los espacios independientes (21 Metros Cuadrados) y hasta un espacio experimental y pedagógico (Articularte).»

Tremendo asunto que llevó a que «las galerías [y de hecho, todo el mundo trabajaran] en función de la feria». O peor, que convirtió la producción artística contemporánea en un asunto exclusivamente dedicado de relaciones publicas. Rodríguez:

«mientras a la feria se le inyectan millones de pesos en publicidad y se realizan múltiples alianzas estratégicas con medios de comunicación y patrocinadores, las misiones de los museos se han visto afectadas por la notable falta de  financiación.»

Queda claro el caldo de cultivo (picho) donde se engendró la definición de arte de lavaperros como el exministro Felipe Buitrago.

Finalmente, no es tan cierto lo que dice Rodríguez sobre el decaimiento del interés por asuntos de calado teórico dentro del campo local. Es decir, cuando sostiene que «la ligereza de los tiempos hoy haría inaguantable una charla de filosofía del arte» peca por generalización. Si bien la parte del sector más atenta a la especulación económica ha demostrado un excelente desenvolvimiento conceptual en iniciativas neoliberales (vr. gr.  roto Sanfelipe), el que esa gente reciba atención de los mass mierda o que sus dueñxs se dediquen al Tik Tok rabioso no implica que el grueso del campo se haya decantado por la idiotez masiva. En realidad, los grupos de estudio translocales han venido proliferando desde mediados de los 2000s y cada vez adquieren mayor fuerza.

Para terminar, por supuesto Rodríguez no se olvida el tropo: «en este país no hay crítica». Fin.

 

 

Dominique Rodríguez

Arte en Colombia 2010-2020. Nos vieron. Y nos vimos

Ilustraciones: Juan Sebastián Rubiano

Boletín Cultural y Bibliográfico

Vol. 55 Núm. 101 (2021)

Pp. 20-33.

Guillermo Vanegas
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