MATARIFE (IV)

BREVE RELATO DIVIDIDO EN CUATRO PARTES PARA ENTENDER
POR QUÉ MATARIFE ES UNA OBRA DE ARTE
(Segundo movimiento)

La Democracia no es un deporte de espectadores”

Charles Lewis, Center for Public Integrity (2004)

La vida privada de algunos políticos en América Latina se confunde con su vida pública, y esculcar en sus intimidades es lo más parecido a averiguar por secretos de Estado. Como pocas veces en Colombia, un mismo hombre se representa hoy a sí mismo, por una parte, y al Estado por la otra.

A pesar de transitar por el siglo XXI, los colombianos parecemos todavía sumergidos en episodios típicos de la guerra fría, y en algunos casos, balbuceando libretos que parecen salidos de la artillería barata del senador Joseph McCarthy, famoso por perseguir comunistas hasta niveles paranoicos en Estados Unidos por allá en los años 50, después de la Segunda Guerra Mundial.

Incluso en esa misma época apareció un senador republicano más macartista que McCarthy, llamado Anthony Dondero, quien encabezó los ataques de su partido contra el «arte comunista» en una serie de discursos como presidente del Comité de la Cámara de Obras Públicas entre marzo y octubre de 1949. Su campaña se inspiró en la premisa de que el arte moderno era sinónimo de comunismo (ignorando el hecho de que en la Rusia comunista, ese arte era etiquetado como “burgués”). Dondero profesaba una visión simplista: “El arte moderno es comunista porque es distorsionado y feo, porque no glorifica a nuestro hermoso país, a nuestra gente alegre y sonriente, a nuestro gran progreso material. El arte que no retrata a nuestro hermoso país en términos simples y sencillos y que todos puedan entender, solo trae insatisfacción. Por lo tanto, se opone a nuestro gobierno, y aquellos que lo crean y lo promueven son nuestros enemigos”.1

Sin duda, Dondero fue un espectador miope con respecto al arte de su tiempo, en especial aquella vibrante escena artística que nació en esa época en Nueva York, y que puso al arte gringo en todas partes y convirtió a sus artistas en celebridades y referentes internacionales en cualquier escuela de arte. El arte que criticaba Dondero terminó siendo una herramienta de su país para conquistar al resto del mundo, dividido entre comunistas y capitalistas, en el que la cultura era un campo de batalla para dominar.

En el imaginario social se cree que el arte consiste en las pinturas y esculturas que se exhiben en los museos. Por fuera del museo no hay arte -piensa la voz popular. Sin embargo, la evolución del arte contemporáneo ha llevado a que los objetos más inverosímiles del mundo cotidiano sean elevados a esa categoría estética. No todo es arte pero el arte pareciera ser todo.

De unos años para acá se ha dado además el “giro social” del arte, con el ascenso del activismo artístico y el arte políticamente comprometido. El artista Jeremy Deller, ganador del premio Turner en 2004, lo resume de la siguiente manera: “Pasé de ser un artista que hace cosas, a ser un artista que hace que las cosas pasen”. En definitiva, algunos artistas consideran que no basta con pintar cuadros para expresar la barbarie que gobierna al mundo, y prefieren intentar cambiar directamente ese mundo, así sus acciones sean solo pequeñas contribuciones a un universo lleno de injusticias. Estos artistas ven a la sociedad entera como un gran lienzo al cual hay que mejorarle sus trazos. Detrás de esa decisión no solo hay un imperativo ético (un mundo más justo) sino estético (un mundo más bello) que busca generar hechos políticos pragmáticos.

El giro social del arte tiene que ver con la certeza que experimentan algunos artistas cuando advierten que la producción de símbolos es un objetivo central del capitalismo y por medio del desarrollo de las industrias creativas, los individuos han terminado sometidos totalmente al control del capital -como escribe Chantal Mouffe-; por ello el artivismo artístico busca franquear dichas barreras, advirtiendo que no son solo económicas sino también ideológicas. En el caso de la serie Matarife, asumida como obra de arte, se plantea la necesidad de encauzar el debate sobre el arte políticamente comprometido, ya no desde la cuestión de su valor estético, sino desde su valor político.

Como dice la periodista e historiadora británica Frances Stonor Saunders, la búsqueda de la verdad, el deseo de llegar al fondo de las cosas, el mero proceso de investigación intelectual, quedaron marcados por su asociación con la caza de brujas, refiriéndose al problema del macartismo en EE.UU.

En Colombia, la estrategia de guerra para derrotar a la guerrilla significó el abandono de las más elementales reglas del Derecho Internacional Humanitario, y sirvió de paso para disfrazar las injusticias sociales y aplazarlas en el olvido, provocando que el buen juicio se nublara aún más a partir del miedo y la hostilidad. La dirigencia de nuestra banana republic aprovechó su alineamiento para desarrollar su propio libreto de horror y exterminio; un juego sin reglas en nombre de la santa decisión de acabar con todo lo que oliera a comunismo. Y se acostumbraron tanto a sus miedos que ya no pueden vivir sin ellos.

El negacionismo oficial invoca que no existen sentencias judiciales que acrediten los señalamientos que hace la serie, y que por lo tanto debe ser censurada. Sólo que desde el arte se puede entender que lo que hay detrás de ello es el ejercicio de controlar moral y jurídicamente a la fantasía, si aceptamos que en apariencia lo que ella hace es proferir un retrato diferente de la sociedad colombiana, tan amargo y feo que la mayoría prefiere no mirarlo, como una tierra exótica que por su crueldad es preferible no visitar ni nombrar –dice el fundamentalismo legal mientras acaricia sus manos con confianza a la par que fustiga el retorno de lo prohibido. En nombre de la democracia y el buen nombre bienvenidos los totalitarismos.

Ese patrimonio de fantasear con la realidad como antecedente de la verdad no se lo pueden arrebatar a los ciudadanos. Estaríamos ante la más abominable de las censuras: el derecho a imaginar y a tener creencias apartadas de la historia oficial y poder hacerlas públicas. Y así, se puede ver que toda censura, ya sea gubernamental o cultural, surge de un único origen: el miedo.

En su libro Estados de negación. Ensayo sobre atrocidades y sufrimiento, el sociólogo Stanley Cohen precisa que existen tres formas de negar la barbarie o la atrocidad. Una de ellas es la negación literal, que niega el propio hecho, es decir nunca pasó o no es verdad. En segundo lugar está la negación interpretativa, por medio de la cual no se niega lo ocurrido, pero se le da una reinterpretación o significado diferente a lo ocurrido. Por último, estaría la negación inculpatoria, en la que no hay intento de negar los hechos o su interpretación convencional, sino que se niega o se minimiza las implicaciones sicológicas, políticas o morales que se desprenden del suceso negado.2

El triángulo de la atrocidad tiene tres vértices representados por la víctima, el perpetrador y el testigo, aquel que observa -continúa Stanley Cohen.

Casi siempre al Estado colombiano le gusta jugar el papel perfecto del “Estado observador” frente al asesinato sistemático de ciudadanos, y su rechazo a tomar medidas que mitiguen dicha matanza. No solo perpetra crímenes sino que se esconde en su papel de espectador inocente.

Al unir los fragmentos de la información periodística en una narrativa coherente, mediante un enriquecedor ejercicio de collage audiovisual, la serie Matarife provoca en el espectador una reinterpretación del relato oficial que se ampara en el negacionismo, suscitando de esta manera que el arte adquiera un valor político práctico en la medida en que esos retazos de la vida real se bambolean entre momentos de verdad y, como pocas obras de arte lo hacen, sacuden al establecimiento político introduciendo un extraordinario excedente de clarividencia subjetiva que ofrece luz en mitad del silencio que habla.

La obra de Matarife es puro collage en movimiento, ensamblado mediante imágenes extraídas de noticieros de televisión que siguen su ritmo, en una composición subordinada a una representación realista en el tiempo y el espacio, y a la verdad del narrador. En ese sentido el artista como investigador trabaja no para producir un objeto que se exhibirá en el cubo blanco, sino para traer una memoria objetiva, sin rodeos, sin mentiras, al ágora caliente de las redes sociales. Mendoza explora el afuera de la historia, no le interesa el adentro del individuo traumado sino el cuerpo social hecho trizas y le encanta exhibir sus vísceras.

En ese sentido, se puede considerar que hay elementos de juicio para pensar que Matarife se inscribe en las llamadas prácticas sociales artísticas.

En la introducción de Chlöe Bass a su libro Art As Social Action –compilado junto con Greg Sholette–se brinda la siguiente definición de las prácticas sociales artísticas:

La práctica social desde el arte es un campo emergente e interdisciplinario de investigación y práctica que gira en torno a las artes y las humanidades, al mismo tiempo que abarca disciplinas externas como los estudios urbanos, ambientales o laborales, arquitectura pública, y organización política, entre otros. Su objetivo general no es solo hacer arte que represente instancias de injusticia sociopolítica (consideremos el Guernica de Picasso), sino que recurre a variadas formas que ofrece el campo expandido del arte contemporáneo, como un método social colaborativo, colectivo y participativo, para lograr instancias objetivas de justicia progresiva, construcción de comunidad y transformación.3

Continuará…

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1 Jonathan Green, revised by Nicholas J. Karolides. Encyclopedia of Censorship, New Edition. Facts on File Inc. New York, United States. ISBN 0-8160-4464-3. Página 153.

2 Alejandro Forero. Estados de negación, corporativismo y criminalización de la denuncia contra la violencia institucional. Revista Crítica Penal y Poder 2019, nº 17 Octubre-Noviembre (pp.10-16) Observatorio del Sistema Penal y los Derechos Humanos Universidad de Barcelona.

3 Sholette, Gregory. Bass, Chloë and Social Practice Queens. (2018). Art as Social Action: An Introduction to the Principles and Practices of Teaching Social Practice Art. New York. Allworth Press. xiii.

Guillermo Villamizar
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