MATARIFE (II)

LA LIBERTAD DE EXPRESIÓN o EL ARTISTA COMO PARRESIASTA

La calumnia, para los hombres virtuosos, sólo es un examen depurativo,
tras el cual su virtud aparecerá más brillante.1

Michel Foucault, con megáfono, y Jean-Paul Sartre, hablando con periodistas, durante una manifestación, en 1972, frente a la fábrica de Renault en protesta contra el asesinato de Pierre Overney. INA INA VIA GETTY IMAGES

En la conferencia dictada en Grenoble en 1982, Michel Foucault se pregunta: ¿qué es aquello por lo que alguien se siente obligado a decir la verdad? Para ese momento Foucault ya venía trabajando en el concepto de parresia, que etimológicamente significa “decirlo todo”, rastreando sus orígenes en la filosofía griega y grecorromana. En su derivación griega la parresia es un derecho ligado a la ciudadanía.2

En Discurso y verdad Foucault aborda la dimensión política de la parresia y registra pasajes de textos griegos en donde el buen soberano estimula la parresia en sus subordinados, como forma de auto crítica para mejorar el buen gobierno de la ciudad y como expresión del reinado ilustre. En la parresia hay algo más que coincidencia entre creencia y verdad, y algo más que la relación entre sujeto y verdad. Uno hace uso de la parresia, claro está, cuando dice la verdad porque está seguro de que es la verdad. Pero se dice de alguien que hace uso de la parresia y que merece ser considerado un parresiasta, si y solo si, al decir la verdad, existe para él un riesgo, un peligro. En la parresia, decir la verdad se inscribe en el juego de la vida y la muerte. Esta es su tercera característica –concluye Foucault.

La libertad de expresión es un asunto definitivo para los artistas, y un lugar de batalla para expresar los pensamientos como atributos de la libertad civil, y que no podemos reducir –políticamente hablando- a su limitada manifestación mediante el voto.

Frente al lienzo, el artista –dicen ellos- se siente libre de decir y hacer lo que a bien tenga por decir y hacer. La libertad de expresión viene siendo al final de cuentas, el derecho a comunicar ideas, ya sea por medio de una información o de una opinión, dice Alan Allport en Freedom of speech. Las imágenes por supuesto, hacen parte de este menú.

La fecundidad de la libertad de expresión no reside solo en que se utiliza para decir cosas obvias que no molestan a nadie, o que proviene del partido de gobierno; ocurre cuando se usa para expresar lo que es impopular, lo que es incómodo, y desata los intereses de la contraparte por prohibir o silenciar aquello de lo que se habla, en especial si se contraponen el poder institucional y el que representa la ciudadanía. El problema de la calumnia es cuándo puede ser verdad, y cuándo se convierte en revanchismo político, porque hay un momento de verdad que precede a la calumnia, y es cuando, antes de aparecer en la escena pública, no es calumnia sino es denuncia, y en ese caso la calumnia adquiere otro significado, pues detrás de ella se esconde la verdad. Y aquellos atacados por la denuncia -por lo general, hombres y mujeres de vida pública- sienten que esta revela aspectos indeseados, que es mejor censurar o reducir a una calumnia.

La libertad de expresión sirve entonces para poner en juego la ecuación simple de la verdad, cuando asoma sus narices con la fuerza de la sospecha, y la voz del ciudadano que interroga a la psiquis colectiva cuando por miedo calla.

Si juzgáramos en una balanza social a la libertad de expresión, son más los beneficios que los riesgos de sus excesos. Matarife, la serie telegramera escrita por Daniel Mendoza, tiene los ingredientes para provocar el habla alrededor de la libertad de expresión, y mucho más cuando aparecen algunos elementos de la teoría sobre novela real como la credibilidad de los hechos, la inmediatez del cine, la hondura y la libertad de la prosa, y la precisión de la poesía, magistralmente trabajadas por Truman Capote en A sangre fría.

Se ha vuelto moneda corriente en los debates sobre Matarife argumentar que el autor viola la libertad de expresión, al calificar al protagonista de la serie con sustantivos que implican calumnia e injuria, bordeando la última frontera entre la libertad de expresión y la acusación infame o mentirosa. Sin embargo, es interesante anotar que, curiosamente, quienes invocan el buen nombre para este caso específico, son los mismos que en otros episodios no han tenido freno para injuriar, calumniar o mentir, institucionalizando la cultura de la mentira, el engaño, el insulto y el agravio, cuyo sedimento aparece estacionado en el corazón de la política en Colombia, dejando ver la incapacidad de entender los intereses comunes que nos amarran como minúsculos islotes en mitad de un océano común, y que amplía la brecha que impide comprender la razón del otro.

Cuando las acciones de los hombres públicos, prevalidos del poder institucional, interfieren la vida de los ciudadanos, todo su universo personal y público estará en la mira social, mucho más si con esas actuaciones se provoca que la ley se violente. En el momento en que ese equilibrio se rompe, es decir, se pierde la capacidad del cuerpo social para interrogar a sus dirigentes, todo puede ser caos y barbarie. Y aquí vale la pena preguntarnos a quién puede interesarle tal estado de cosas.

La serie Matarife provoca lecturas que dependen de la orilla ideológica desde donde se mire, con la probabilidad de que ello se constituya en un sofisma, porque los hechos periodísticos se traslapan con los imaginarios que pone en juego la narrativa de Mendoza, y ello en algunos casos es más una virtud que un defecto en esta obra de arte mediática. Sus contradictores lo acusan de decir mentiras y muy probablemente estén en lo cierto: las ficciones de Mendoza son tan verosímiles que hasta sus más feroces contradictores las avalan, y por ello amenazan con demandarlo.

En esta obra, el actor principal deambula sin condena, y las pruebas se desvanecen como un círculo de humo salido del rostro invisible de la justicia; sin embargo, el inconsciente colectivo retorna rigurosamente y la obra de este artista interroga sobre si ello es un acto de aceptación no controlado, como cuando el inconsciente se traiciona, dice la voz popular. En esta obra todo es ficción y muy poco es verdad, gritan quienes atacan a Mendoza, pero la mentira del arte en manos de este artista crea contextos inesperados, como cuando el guiño de la ficción elabora un reverso en el decorado que se parece bastante a la realidad que vivimos. Una suerte de parresia simbólica, se podría decir.

Y lo más interesante es cómo se pone en juego una terrible condición dispacífica que desnuda la incapacidad de los colombianos para vivir en paz, y esa tremenda limitación del cuerpo social nos encierra en categorías de atraso que, sin dudarlo, se pagan en progreso económico.

Está bien, Bienvenida la guerra interna que nos condenará a otros cien años de soledad. Pero una sociedad, si quiere progresar, en algún momento tendrá que hacer las paces consigo misma, sin vencedores ni vencidos. Una economía de guerra permanente no es saludable, y no hay que ser un experto para decir que el estrés antes que ayudar a resolver los problemas, los termina agravando, y eso es lo que cada ocho días este talentoso artista, saltando por entre las fronteras de las redes sociales convertidas en novedosas formas del espacio público consigue, mediante una narrativa de palabras que hieren en mitad de la noche y que sólo atinan a causar pánico.

De ahí que a sus presagios y sus relatos no se les puede negar el derecho a imaginar lo que puede ser la realidad, y mucho menos aceptar su censura, incluso antes de que ella misma se exprese.

1 Marques de Sade. La filosofía en el tocador (Spanish Edition) . Edición de Kindle.

2 Foucault, Michel. Discurso y verdad: Conferencias sobre el coraje de decirlo todo. Grenoble, 1982 / Berkeley, 1983 (Biblioteca Clásica de Siglo Veintiuno) (Spanish Edition). Siglo XXI Editores. Edición de Kindle.

Guillermo Villamizar
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