Ellos, los nosotros que no son

¿De qué manera el mensaje que envían los medios de comunicación determina las decisiones políticas que llevan a depositar el voto en la urna por uno u otro candidato?

Curiosamente en la aldea política de Colombia el coctel de miedo y desinformación es un elíxir que brota de los estrategas políticos como el brebaje más exitoso de la temporada electoral para «arriar» votantes. Y no es solo un miedo, sino diferentes tipos de miedo, maridados ingeniosamente con noticias falsas o fake-news que llaman. Y si a esto le añadimos ciudadanos poco enterados de lo que pasa a su alrededor, lo que tenemos son masas guiadas por sospechas intuitivas antes que por criterios razonados.    

La información no constituye conocimiento cuando es apenas un trozo de sospecha al que le falta la experiencia, y si sumamos que la información no es cierta sino fake-news, la posibilidad de acercarnos a la orilla del río para salvaguardarnos del ahogo informativo es dramática. Se parece a ver un borracho ahogándose en su propio vómito, solo que quien paga la borrachera es un tercero que nadie conoce pero que sabe muy bien por qué lo hace.    

Una cosa es lo que se piensa que el mundo es y otra muy diferente lo que realmente es. La primera es sospecha emocional, un abracadabra intuitivo; la segunda se inspira en hechos y lo que gobierna las decisiones del electorado es pura política emocional aferrada a las creencias básicas del ego colectivo por fuera de una verdadera experiencia del mundo.

¿Quién gobierna y cómo gobierna? ¿A quién diablos le importa eso? Lo importante es que mi empleo y mi sueldo, grandes o pequeños nadie los ponga en tela de juicio, ni mi religión, ni las drogas que consumo o rechazo, ni a los negros que discrimino o acepto, ni a los maricas que excluyo por pataleta homofóbica o tolero por alarde de inclusión. A fin de cuentas, el electorado —y me incluyo—, es una recua de imbéciles que vota por el que mejor aparenta defender lo que se cree, pero nunca por aquel que va más allá de nuestra pequeña colección de intereses privados.

Basta ver cómo hablan los candidatos, chapaleando por entre un mar de lugares comunes en donde cualquiera con dos dedos de frente se puede sentir tranquilo ¿No hay dinero? Pues le tengo la solución: una reforma tributaria estructural. Y si de los problemas de la justicia se habla pues también el mago tiene el conejo que sale de su sombrero: descongestionar los juzgados y hacer una reforma a la justicia que consulte los verdaderos intereses de la rama judicial. Y si de economía se trata, pues ahí tenemos otro bonito conejo blanco con dientes aún más blancos listo a morder la zanahoria neoliberal: vender activos del Estado y sacar petróleo y carbón porque así en algo balanceamos el sempiterno déficit comercial. Pero, y la salud —¿la salud?— dejémosla quietica que el modelo de intermediación no puede ser mejor y si de pensiones se trata pues engordemos el bolsillo de los privados para que nunca falten proyectos de inversión.

Y ¿del modelo keynesiano se puede hablar? ¡¡No señor!! Eso es comunismo y el país no se puede quedar atrás de los vientos modernistas que ordenan un Estado cada vez más pequeño.

En alguna época se propagó a los cuatro vientos que lo público era sinónimo de corrupción, que las empresas del Estado en manos de los politiqueros de turno impedían su desarrollo a la par de los cambios tecnológicos y por eso los privados debían entrar en escena ya que no eran corruptos y resultaba imposible que se robaran a sí mismos. La virtud de lo privado se impuso subrepticiamente y desde entonces, sin darnos cuenta, los intereses individuales por encima de los intereses públicos terminaron gobernando el mundo. Sin embargo el modelo también resultó en un fracaso total.

El péndulo se terminó moviendo hacia la concentración de la riqueza y las sociedades se han vuelto cada vez más desiguales, con servicios mediocres o muy costosos. O te mueres tirado en una camilla de un pasillo congestionado de hospital o pagas por un servicio médico privado que no te deje morir pero al que no todos tienen acceso, en una suerte de control social bastante sofisticado. Y así estamos, en el sálvese quien pueda versión siglo XXI sobre las ruinas de un Estado teledirigido por el apetito de las minorías que controlan todo, hasta por quién votar.

Me llama la atención la existencia de un candidato que lleva la contraria del salvaje orden imperante. Incluso los menos moderados tienden a sentir que el candidato se excede en su locuacidad, llamando en algunos casos al pan pan y al vino vino, algo que no es muy colombiano, o mejor, no tan bogotano por aquello que la Casa de Nariño, el Capitolio y el palacio de Justicia quedan a 2800 metros más cerca del infierno que puede habitar en el cielo. O si no, pregúntenle a tantos campesinos y líderes sociales que mueren mirando al firmamento, con los ojos abiertos sin entender cómo un cielo tan bello –el que cubre a esta tierra- puede dejarlos morir sin que nada se pueda hacer, excepto dar like en twitter como el último y más sofisticado remanso para la participación social.

Ríos de sangre dicen unos, los más poéticos no terminan de encontrar palabras para describir ese color que tanto nos gusta, y los más patrioteros recurren a la experiencia cuantitativa para que las cifras cuadren: ¡litros de sangre! Y ahí seguimos, incansables buscando competir por los primeros puestos de la infamia, mediante la laboriosa tarea de perfeccionar el crimen en sus ilimitadas formas de expresión.

Y aun así nos gusta sentarnos confortablemente en el sillón favorito y encender la tele a las 7:00 pm —con una pola fría al lado mucho mejor—. El show se instala todos los días no sin antes darnos la bendición por el que ya se está yendo, y en ese acto de despedida el corazón se vuelve presa de la licuadora de emociones con las que la presentadora te va contando poco a poco el horror cotidiano vestido de sacoleva. Es algo inexplicable, la retina no se cansa, no delira, no grita, incluso algunos artistas toman prestadas las imágenes y las salpimientan para que también ocupen el museo. La dignidad del horror es un deber que hay que ver y saber mirar.

Las narrativas del Estado y las de los medios gozan de amores correspondidos, tienen la sabiduría de reinventar la ficción para convertirla en noticia y de esa cópula nacen las fake-news.

Cuesta enorme dificultad creer que el candidato rebelde, visionario y progresista gobierne esta covacha en la que han convertido a Colombia; o nos pueda conducir, si quiera como un sueño, al paraíso de las ficciones donde no se tenga que morir por pensar diferente, sin depender del estrabismo ideológico para trazar la raya entre la vida o la muerte. No obstante, en el mercado de las ilusiones han desaparecido las ficciones nobles, pero abundan las ficciones trágicas.      

La miopía divide a unos y otros entre derechas, izquierdas y centros para etiquetar al que piensa distinto como enemigo. El cadáver de la guerra fría se disfraza de capitalismo, comunismo o socialismo para poner en práctica el racismo político. Por tu credo político te discrimino, te satanizo y si es posible te vuelo la tapa de los sesos. De un lado están los nosotros, del otro los ellos y para añadir intensidad a la división, un yo egocéntrico esforzado en esconder la esquizofrenia de la ceguera se hace llamar de centro.

El hacha de la memoria parece haber quedado suspendida a mitad de camino para cortar la cabeza del olvido y las figuras del eterno retorno no tienen recreo. Van y vuelven, infatigables como la figura de aquella mujer que nos sonríe desde la distancia de la pista de baile para que su imagen no se desvanezca en el baúl de los deseos sin cumplir. Pero mientras ella es pulsión de vida la realidad afuera es pulsión de muerte envuelta en un pequeño paquete de mentiras.   

El discurso de la mentira tiene sus encuentros en el cuadrilátero todos los días: unas veces gana, otras pierde pero la orden subrepticia es que ella triunfe más a menudo para que se transforme en una buena pastora de sus ovejas.  Y sin embargo el gran pastor se desdibuja, el último mago que nos vendieron como un brillante guerrero contra las plagas terroristas cae estrepitosamente hundiendo su nariz en la arena, escupiendo calaveras.

Le temían a la paz porque intuían que los pies de barro asomarían pronto. En estos 200 años la élite de criollos puros terminó desbaratada por sí misma, bastaba con quitarle sus juguetes mediáticos de la entretención delirante hecha con bombas y escaramuzas con soldaditos de plomo de uno y otro bando. Y de pronto se vieron solos, desnudados por las ficciones de un universo político tan pobre que solo atinan a dejar un amplio vocabulario de agravios entre sus militantes.

Si hay un lugar para estudiar la abyección de la condición humana ese es Colombia. Y aun así, volteas a mirar y de repente te puedes topar con el rostro de un campesino desdentado sonriendo con absoluta franqueza, como si supiera que ese ellos que nos ha gobernado no somos nosotros. Y entonces piensas que no todo está perdido.

La fe ciega en el neoliberalismo que se rompe a pedazos contra el asfalto de su propia miseria no nos puede impedir a nosotros -que también somos un poco ellos-, pensar por un breve instante en la solidaridad que representa acompañar al que ha sido siempre el otro, el extraño, el forastero en su propio país.

Habrá liderazgos que no se las saben todas y en ese momento, el otro, requerirá de un nosotros para ser todos. Solo espero que los prejuicios de clase y los racismos de inteligencia no impidan que por unos breves segundos de la historia se pueda generar una complicidad que abandone la obsesión pretérita desde el dolor y el miedo cada vez que son invitados a sentarse con la memoria.

Algunos hablan en nombre de nosotros pero no dejan de ser ellos y nosotros, y el otro habla de un nosotros porque no es ellos y ahí se instala una torpe diferencia del ellos para desproteger un proyecto que por primera vez nos puede incluir a todos, incluso a los ellos y todos sus privilegios.

Guillermo Villamizar
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