Cuando las acciones se vuelven hechos I

 

Las prácticas sociales del arte (PSA), que privilegian la realización de acciones sobre la fabricación de objetos, se desarrollan sobre todo en performances (1) de la vida cotidiana.

Estas intervenciones sociales desafían muchas convenciones sobre la naturaleza del arte, a la vez que se   mezclan con actividades ajenas al mundo artístico tradicional, en una hibridación cultural que rompe con los códigos asociados a la identidad disciplinar del arte, pero que también se aleja de su especificidad para integrarse persuasivamente con otras disciplinas profesionales. Son una especie de injerencia arbitraria del arte en diferentes campos del conocimiento humano, como husmeando en busca de posibilidades para reforzar sus estrategias.

En definitiva, se trata de un trabajo interdisciplinario que convierte al practicante en un anfibio cultural con capacidad para transitar por diferentes campos del conocimiento humano. Esta cualidad de trasponer las fronteras del conocimiento, parcelado por las disciplinas académicas, permite un enfoque integral de ciertos problemas que así lo requieren.

¿Qué tipo de materialidad podemos atribuir al performance de la vida cotidiana? Me refiero a ese conjunto léxico de conceptos socioculturales (como cuerpo y mente humanos, actos, palabras o cosas, ideas y sentimientos, habilidades y conocimientos) que escenifican rituales sociales integrados en actividades que realizamos para conseguir un propósito, y que, artísticamente hablando, llamamos prácticas sociales; o esa amplia categoría de mecanismos sociales que Talcott Parsons ha llamado «medios simbólicos generalizados de interacción social» (Munn, 1973).

Es importante discriminar esto último porque en el sistema artístico convencional prevalece la exhibición de cosas, y no de acciones. Como nos dice Horowitz (2011), la desmaterialización es un tema de suma importancia porque amplió el espectro económico del mercado del arte, al pasar de centrarse casi exclusivamente en los objetos tangibles, a incluir los artículos inmateriales como el contenido y los derechos de propiedad intelectual. Esta evolución también amplió el ámbito de los objetos tangibles en circulación, ya que los documentos y los objetos efímeros de eventos temporales –performances, acciones, happenings– adquirieron importancia museológica y, finalmente, comercial. Pero, en  el límite cuando creemos que la acción no se mercantiliza, su doble objetual aparece, ya en un vídeo o una fotografía, devolviendo el mundo de las acciones al universo del registro objetual.

Yendo más allá, hablo de acciones pragmáticas realizadas a través de performances de la vida cotidiana fuera del museo, la galería o la feria de arte, pero que pueden mantener su estatus de arte, si aceptamos la acción como un medio para des-simbolizar las ficciones que operan en el espacio social de lo real, inspiradas en la estrategia del fraude, ya sea de orden científico, político o mediático.

Cuando el artista social identifica un problema en el entorno, puede escenificarlo a través de su representación en el sistema artístico, buscando engendrar un público que se sensibilice ante el problema y amplifique su mensaje. Cuanto mayor sea la audiencia a la que llegue el mensaje, mayor será la probabilidad de que el problema señalado encuentre una solución. Llamaremos de primer nivel a este tipo de intervención.

Otros medios que han encontrado los artistas sociales consisten en intervenir directamente en espacios más allá del sistema artístico, ejerciendo una mayor presión para el cambio en relación con los contratiempos que el artista ha detectado. Llamaremos a este tipo de intervención, de segundo nivel.

Merece la pena señalar estas dos instancias porque entre ellas se engendra una distancia que disuelve o concentra la condición artística convencionaly con ello quiero decir que la representación apela al objeto simbólico-, mientras que la intervención directa se funde con la vida cotidiana en una especie de umbral mínimo, cercano al cero, entre el arte y la vida.

Por ejemplo, algunos artistas que hacen trabajo de campo con la comunidad, transforman esa actividad en «objetos de arte» o «archivos» que transitan hacia un espacio delimitado estrechamente por la experiencia estética, por su relación con el campo del arte y el sistema económico que lo sustenta; acciones transformadas en formas que son exhibidas en los circuitos de la institucionalidad artística occidental, que legitima dichas producciones mediante un conjunto de agentes tales como el crítico, el filósofo y el teórico de arte, el curador y el coleccionista, la galería y el museo, las revistas y el mercado del arte, y todos aquellos actores que de una u otra manera ponen en movimiento ese amplio engranaje de competencias, puntos de vista y opiniones que posibilitan la condición del objeto artístico, legitimado por la institución. En algunos casos, la institución no cuenta la historia, sino que la fabrica.

En otros casos, el artista realiza una inmersión social, pero su objetivo no se limita a recoger información para exponerla, sino que ella hace parte de una estrategia más amplia que busca reactivar la condición crítica del arte para intervenir en espacios por fuera del sistema artístico, y así generar cambios sociales directos respecto al problema que ha identificado, con todo lo utópico que ello pueda parecerle al cinismo de nuestra época, manteniendo un vínculo secundario con la institución artística. Estamos hablando de procesos sociales cuya transformación se da a largo plazo, entendiendo que la experiencia estética no es inherente a su sustancia, sino al contexto social que la produce. 

Como se sabe, el capitalismo no solo engulle a la crítica, como mecanismo de defensa, sino que la utiliza como una forma de ataque. Aquello que puede parecer muy subversivo, desde la confortabilidad del arte, o la arquitectura, por ejemplo, pasa a convertirse en dispositivo de control social, o de consumo exacerbado, no solo desactivando su potencial beligerante, sino adaptándolo para fortalecer sus dinámicas de rentabilidad económica y control territorial mediante fuerzas de ocupación militar, como bien lo señala Eyal Weizman (2016), director del grupo de investigación Forensic Architecture. Weizman observa que la estetización de los conflictos en el campo del arte lo que genera es la despolitización de lo colectivo. En lugar de trabajar para el cambio político, las manifestaciones artísticas se reducen a expresar empatía por las víctimas.

Reckwitz (2002) define la «práctica» (praktik) como un tipo de comportamiento rutinario que consta de varios elementos, interconectados entre sí: formas de actividades corporales, formas de actividades mentales, «cosas» y su uso, un conocimiento de fondo en forma de comprensión, conocimientos técnicos, estados de emoción y conocimiento motivacional. Si los comportamientos rutinarios ocupan una banda ancha para los estudiosos que analizan el consumo ordinario desde la   perspectiva de las prácticas sociales, sería bueno entender la práctica social del arte (PSA) como un acontecimiento de disrupción que pone en crisis esta constelación de elementos como parte de la práctica, cuando el conjunto de hechos que la constituyen se ven influidos por factores negativos, es decir, por un interés corporativo.

Este tipo de acción, desde la PSA, activa espacios que no estaban codificados en el software social, y llenar este tipo de vacíos que operan en el sistema, constituye una de sus virtudes.

Por otra parte, ¿y si se intentara crear una teoría del valor partiendo del supuesto de que lo que se evalúa en última instancia no son las cosas, sino las acciones? (Graeber, 2001). Lo cual, en efecto, es relevante para ser discutido en medio de opciones conceptuales binarias tales como objetos/acciones, o agencia/estructura. Si a veces calculamos todo el dinero en circulación en una sociedad determinada, ¿qué pasaría si intentáramos hacer una contabilidad de las diferentes acciones de los ciudadanos?

¿Imagina usted por un momento cuántos grifos de agua se abren diariamente para cepillar los dientes de  todos los que emprenden esta rutina matutina? ¿Cuántos coches se ponen en marcha entre las 6:00 y las 8:00 de la mañana en un día, en todo el mundo? ¿Cuánta energía gastamos para poner el coche  en marcha y arrancar? ¿Cuántos besos de despedida se dan antes de salir de casa?

¿Ha pensado alguna vez cuántas manos se chocan en un saludo entre las 9:00 y las 10:30 de la mañana de un día cualquiera en el planeta? Las acciones, curiosamente, no forman parte de ninguna contabilidad y, por lo tanto, son transacciones sociales invisibles en términos económicos. En cualquier otro día, ¿cuántas veces encendemos la televisión y vemos las noticias durante un mínimo de 5 minutos y un máximo de 30 minutos entre las 19:00 y las 22:00 horas? En una sola hora del mismo  día, perdido en el calendario, ¿cuántas llamadas de celular se producen? ¿Cuántas veces deslizamos el dedo índice sobre la pantalla del móvil buscando alguna información? En un mes, ¿cuántos visitantes de los museos de arte de todo el mundo pasan más de 5 minutos mirando un cuadro, una escultura o una instalación?

El universo de las acciones es entonces un mundo huérfano y sólo parece existir cuando, como resultado de actos sucesivos, construimos objetos. Su registro es el objeto y por ello parece configurar una suplantación. Hay una naturaleza inmaterial de las acciones porque tienen lugar en múltiples capas     de tiempo/espacio, mezclando una constelación de componentes que se entrelazan sutilmente uno  tras otro, en una serie infinita de rituales que no dejan rastro. Graeber dice que siempre ha existido una corriente alternativa, heracliteana, que ve los objetos como procesos, definidos por sus potenciales, y a la sociedad como constituida principalmente por acciones.

La vida material discurre por segmentos interminables que, como el río de Heráclito, fluyen sin cesar, dejando una sensación de efusión permanente. Los objetos son formas de delimitar ese flujo con la  intención de mantener un control estricto de ese espacio/tiempo bajo conceptos que puedan ser entendidos razonablemente. Las definiciones, en algunos casos, son cuerpos materiales que registran porciones de la realidad como instantáneas fotográficas en su intento de escapar de la incertidumbre; quedan al final fragmentos rotos que nuestra mente absorbe, prefigurando un atisbo de certeza probablemente perdido en muchas otras posibles certezas que nunca captamos. La realidad no es, entonces, sólo ese lugar que nuestros sentidos, pensamientos e imaginación nos permiten conocer.

En ese intersticio de ideas entre lo que sabemos y lo que no podemos saber, queda una enorme brecha para que la ficción haga su juego. En medio de ese nicho de incertidumbre, el proyecto de la modernidad hizo crisis, pero igualmente permitió que el capitalismo, a través de la supervivencia corporativa, se reinventara bajo estrategias de ficcionalidad para influir en las políticas científicas gubernamentales, poniendo en riesgo la propia vida humana por medio de la prestidigitación inspirada en el fraude científico, como al vender la naturaleza para salvarla, al conseguir la acumulación de capital a través de la privatización y mercantilización de cada aspecto de la naturaleza, desde las moléculas hasta los paisajes montañosos, desde los tejidos humanos hasta la atmósfera terrestre (McAfee, 1999), haciéndolo aparecer todo como un juego sin riesgo ni daños colaterales.

Esto se ve agravado por el calentamiento global, la destrucción de la capa de ozono, la eliminación de los bosques tropicales, la muerte de los arrecifes de coral, la sobrepesca, la extinción de especies, la pérdida de diversidad genética, el aumento de la toxicidad de nuestro entorno y de nuestros alimentos, la desertización, la disminución de las reservas de agua, la falta de agua potable y la contaminación radiactiva, por nombrar sólo algunos de los problemas más urgentes. La lista es muy larga y aumenta rápidamente, mientras las escalas espaciales en las que se manifiestan estos problemas son cada vez mayores (Foster, 2002).

Y, en este mundo cargado de serias amenazas, una vieja y gastada pregunta llama otra vez a la puerta, adornada con un toque de ingenuidad: ¿Puede el arte cambiar el mundo?

 

Notas

 

1.- El gurú de los estudios de la performance, Richard Schechner, señala que una forma de entender el escenario de este mundo confuso, contradictorio y extremadamente dinámico es examinarlo «como performance». Y eso es precisamente lo que hacen los estudios de performance. Los estudios sobre la performance utilizan un método de «amplio espectro». El objeto de esta disciplina incluye los géneros estéticos del teatro, la danza y la música, pero no se limita a ellos; también incluye los ritos ceremoniales humanos y animales, seculares y sagrados; la representación y los juegos; las representaciones de la vida cotidiana; los roles de la vida familiar, social y profesional; la acción política, las manifestaciones, las campañas electorales y los modos de gobierno; los deportes y otros espectáculos populares; las psicoterapias dialógicas y orientadas al cuerpo, junto con otras formas de curación (como el chamanismo); los medios de comunicación. El campo no tiene fronteras fijas.

El propio Schechner señala que, desde una perspectiva ligeramente diferente y en términos generales, las «actividades de rendimiento humano» pueden dividirse en las siguientes categorías, que abarcan un continuo y la superposición de esferas o dominios: el juego, el ritual, el deporte, las artes de la representación (música, danza, teatro) y las representaciones de la vida cotidiana, la performatividad-prácticas legales/médicas-entretenimiento popular-medios de comunicación.

 

Guillermo Villamizar
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