Chantal Mouffe «Estrategias artísticas en política y estrategias políticas en el arte»

Traducción: Guillermo Villamizar
Corrección de estilo: Guillermo Vanegas

¿Qué papel juega el arte en las luchas sociales y políticas de un mundo globalizado? ¿Puede el arte ser una herramienta con la que dar forma al mundo, en lugar de simplemente reflejarlo?

Truth Is Concrete: A Handbook for Artistic Strategies in Real Politics toma la posibilidad de la verdad concreta como hipótesis de trabajo y busca la acción directa y el conocimiento concreto. Por un arte que no solo represente y documente, sino que participe en situaciones políticas y sociales específicas, y por un activismo que no actúe por actuar, sino que busque medios inteligentes y creativos de auto-empoderamiento.

Este libro es la segunda manifestación bajo este título; el primero se materializó como un campamento maratón de veinticuatro horas y siete días que tuvo lugar en el marco del festival Steirischer Herbst en Graz, Austria, en septiembre de 2012.

Este manual es una publicación independiente, donde se enfatiza la «utilidad» de los diferentes enfoques artísticos recopilados. Se trata de una caja de herramientas y un manual con aportes de protagonistas clave en este campo. Cien textos que describen estrategias y tácticas muy diferentes, escritas por sus inventores y/o practicantes de todo el mundo, trazando un mapa del amplio campo del arte comprometido y el activismo artístico actual. Los ensayos adicionales se centran en la filosofía, las estructuras y las modalidades detrás de las muchas batallas para hacer de este mundo un lugar mejor.

De este libro extraemos un ensayo de Chantal Mouffe.

 


 

El tema central del campamento maratón de 170 horas en el año de 2012, titulado «La verdad es concreta», estuvo centrado en cómo imaginar estrategias artísticas en política y estrategias políticas en el arte. Hubo un consenso general en rechazar la opinión de que los artistas y los trabajadores culturales ya no pueden desempeñar un papel crítico en la sociedad porque se han convertido en una parte necesaria de la producción capitalista. Según este punto de vista, la producción de símbolos es ahora un objetivo central del capitalismo y, a través del desarrollo de las industrias creativas, los individuos se han sometido totalmente al control del capital. No solo los consumidores, sino también los productores culturales se han convertido en funciones pasivas del sistema capitalista. Son prisioneros de una industria dominada por los medios de comunicación y la industria del entretenimiento.

Sin embargo, este consenso se desvaneció a la hora de visualizar los tipos de resistencia a los que las prácticas artísticas podrían hacer una contribución y las formas que deberían tomar esas resistencias. Uno de los principales desacuerdos se refería a los espacios en los que deberían desplegarse dichas resistencias y al tipo de relación que se debería establecer con las instituciones. ¿Deberían las prácticas artísticas críticas comprometerse con las instituciones actuales, con el objetivo de transformarlas, o deberían abandonarlas por completo?

Otra posición consistía en defender lo que podría llamarse estrategia de retirada. Se afirmó que, en condiciones postfordistas, los artistas que trabajan dentro del sistema existente se transforman en hombres de negocios y son totalmente instrumentalizados. Por lo tanto, están obligados a contribuir a su reproducción. Sin embargo, las resistencias todavía son posibles, pero solo pueden ubicarse fuera de las instituciones del mundo del arte, que se han convertido en cómplices del capitalismo y ya no pueden proporcionar un sitio para las prácticas artísticas críticas. El objetivo de las prácticas artísticas críticas debe ser el de contribuir al desarrollo de unas nuevas relaciones sociales mediante la transformación de los procesos laborales. Su tarea principal es la producción de nuevas subjetividades y la elaboración de nuevos mundos que crearían las condiciones para la auto-organización de la multitud.

Esta visión del papel de las prácticas artísticas va de la mano con una concepción de la política radical, formulada en términos de Éxodo, tal como la acuñaron Michael Hardt y Antonio Negri, así como Paolo Virno. Esta estrategia de Éxodo plantea diferentes versiones, dependiendo de cómo se visualice el futuro de la multitud. Sin embargo, estas versiones afirman que las estructuras tradicionales de poder organizadas en torno al Estado nacional y la democracia representativa se han vuelto irrelevantes, y desaparecerán progresivamente. De ahí la creencia de que la multitud puede ignorar las estructuras de poder existentes y concentrar sus esfuerzos en construir formas sociales alternativas, fuera de la red del poder estatal. Debe evitarse cualquier colaboración con los canales tradicionales de la política, como los partidos o los sindicatos. El modelo de sociedad mayoritaria, organizado en torno a un Estado, debe abandonarse en favor de otro modelo de organización presentado como más universal. Tiene la forma de una unidad proporcionada por los lugares comunes de la mente, los hábitos cognitivo-lingüísticos y el intelecto en general.

La otra posición impugnó la pertinencia de este retiro de las instituciones y recomendó en cambio un compromiso con las instituciones. Esta estrategia se basa en un enfoque teórico cuyos conceptos clave son «antagonismo» y «hegemonía». Este enfoque afirma que abordar la cuestión de «lo político» requiere el reconocimiento de la posibilidad siempre presente de antagonismo, y llegar a un acuerdo con la ausencia de una base final y la indefinición que impregna a cada orden. Esto significa reconocer la naturaleza hegemónica de todo tipo de orden social y considerar a cada sociedad como el producto de una serie de prácticas que intentan establecer el orden en un contexto de contingencia. A esas prácticas de articulación, a través de las cuales se crea un cierto orden y se fija el significado de las instituciones sociales, se les denomina «prácticas hegemónicas». Cada orden es visto como la articulación temporal y precaria de las prácticas contingentes. Las cosas siempre podrían haber sido de otra manera y, por lo tanto, cada orden se basa en la exclusión de otras posibilidades. Es en ese sentido que puede llamarse «político», ya que es la expresión de una estructura particular de relaciones de poder. Lo que en un momento dado se considera el orden natural es el resultado de unas prácticas hegemónicas sedimentadas; nunca es la manifestación de una objetividad más profunda, exterior a las prácticas que la hacen realidad. Por lo tanto, todo orden hegemónico siempre es susceptible de ser desafiado por prácticas «contrahegemónicas», es decir, prácticas que intentan desarticular el orden existente para instalar otra forma de hegemonía. Esta lucha contrahegemónica no toma la forma de un éxodo de las instituciones existentes, sino que debe visualizarse en términos de lo que Gramsci llama «una guerra de posiciones», cuyo objetivo es transformar a profundidad esas instituciones comprometiéndose críticamente con ellas.

Dicha estrategia requiere una comprensión adecuada de la dinámica actual del capitalismo. Para comprender lo que está en juego en la lucha contrahegemónica, es necesario imaginar correctamente la transición del fordismo al postfordismo. Podemos encontrar ideas interesantes para tal proyecto en el análisis de Luc Boltanski y Eve Chiapello sobre esa transición. En su libro El nuevo espíritu del capitalismo, sacan a la luz el papel desempeñado por lo que llaman «crítica artista» en la transformación sufrida por el capitalismo en las últimas décadas del siglo XX. Indican cómo las demandas de autonomía de los nuevos movimientos de los años sesenta se han aprovechado para el desarrollo de la economía en red posfordista y se han transformado en nuevas formas de control. Las estrategias estéticas de la contracultura —la búsqueda de autenticidad, el ideal de autogestión, la exigencia anti-jerárquica—, ahora se utilizan para promover las condiciones requeridas por el modo actual de regulación capitalista, reemplazando el marco disciplinario característico del periodo fordista. Hoy en día, la producción artística y cultural desempeña un papel central en el proceso de valorización del capital y, a través de lo que denominan «neogestión», se ha transformado en un elemento importante de la productividad capitalista.

Lo que encuentro interesante en este enfoque es cómo muestra que una dimensión importante de la transición del fordismo al postfordismo fue un proceso de rearticulación discursiva de un conjunto de discursos y prácticas existentes, lo que nos permite aprehender esta transición en términos de lucha hegemónica. Para estar seguros, Boltanski y Chiapello no usan esta terminología. Sin embargo, el suyo es un claro ejemplo de lo que Gramsci llama «hegemonía a través de la neutralización» o «revolución pasiva» para referirse a la situación en la que, al satisfacer de una manera que neutraliza su potencial subversivo, las demandas que desafían un orden hegemónico establecido son recuperadas por el sistema existente. Visualizado de esta manera, la transición del fordismo al postfordismo puede verse como un movimiento hegemónico del capital para restablecer su papel de líder y restaurar su legitimidad.

Tal análisis nos ayuda a desarrollar una comprensión compleja de las fuerzas en juego en el surgimiento de la hegemonía neoliberal actual. Esta hegemonía es el resultado de un conjunto de intervenciones políticas en un complejo campo de fuerzas económicas, legales e ideológicas. Es una construcción discursiva que articula una variedad de prácticas, discursos y juegos de lenguaje de una naturaleza muy diferente. A través de un proceso de sedimentación, el origen político de esas prácticas contingentes se ha borrado y estas se han naturalizado. Las prácticas e instituciones neoliberales, por lo tanto, aparecen como el resultado de procesos naturales y sus formas de identificación se han cristalizado en identidades que se dan por sentadas. Así es como se ha establecido la visión del mundo que proporciona el marco para lo que la mayoría de la gente percibe actualmente como posible y deseable. Para desafiar el neoliberalismo, por lo tanto, es vital transformar este marco, y esto es precisamente de lo que debería tratarse la lucha hegemónica.

Cuando se trata de aprehender las relaciones entre el arte y la política, y abordar el tema de las estrategias artísticas en la política y las estrategias políticas en el arte, afirmo que el enfoque hegemónico es particularmente fructífero. Al poner de manifiesto el carácter discursivo de lo social, se revela cómo es que «nuestro mundo» se construye a través de una multiplicidad de prácticas discursivas, una construcción que siempre es el resultado de una hegemonía particular. Además, destaca el hecho de que la confrontación hegemónica no se limita a las instituciones políticas tradicionales, sino que también tiene lugar en la multiplicidad de lugares donde se construye la hegemonía, es decir, el dominio de lo que generalmente se llama «sociedad civil». Aquí es donde, como ha demostrado Gramsci, se establece una concepción particular del mundo y se define una comprensión específica de la realidad (a lo que él se refiere como «sentido común») que proporciona el terreno en el que se construyen formas específicas de subjetividad. Y Gramsci enfatiza repetidamente la centralidad de las prácticas culturales y artísticas en la formación y difusión de este «sentido común».

Reconocer la centralidad del terreno cultural en la construcción de una hegemonía nos permite investigar cómo las prácticas culturales y artísticas pueden contribuir a un desafío contrahegemónico a la hegemonía neoliberal. Antes de abordar esta pregunta, me gustaría aclarar que el enfoque hegemónico no contempla la relación entre el arte y la política en términos de dos campos constituidos por separado, con el arte por un lado y la política por el otro, entre los cuales una relación necesaria debe establecerse. Hay una dimensión estética en lo político y una dimensión política en el arte. De hecho, desde el punto de vista de la teoría de la hegemonía, las prácticas artísticas juegan un papel en la constitución y el mantenimiento de un orden simbólico dado. O en desafiarlo, y ahí es donde reside su dimensión política. Lo político, por su parte, se refiere al ordenamiento simbólico de las relaciones sociales y allí reside su dimensión estética. Por eso no es apropiado hacer una distinción entre el arte «político» y el arte supuestamente «no político».

La pregunta debe formularse en términos de las posibles formas de arte crítico. Las prácticas críticas de arte son aquellas que contribuyen de diversas maneras a perturbar la hegemonía dominante y desempeñan un papel en el proceso de desarticulación/rearticulación que caracteriza una política contrahegemónica. Ésta tiene como objetivo apuntar a las instituciones que aseguran la hegemonía dominante para provocar profundas transformaciones en su manera de funcionar. Esta estrategia de «guerra de posiciones» se compone de una diversidad de prácticas e intervenciones que operan en una multiplicidad de espacios: económicos, legales, políticos y culturales. Como hemos visto, el dominio de la cultura juega un papel crucial porque este es uno de los terrenos donde se construye el «sentido común» y se forman las subjetividades. En la coyuntura actual, con el papel decisivo desempeñado por las industrias culturales en el proceso capitalista de reproducción, el terreno cultural y artístico ha adquirido una importancia estratégica cada vez mayor. La producción artística y cultural es realmente vital para la valorización del capital. Esto se debe a la creciente dependencia del capitalismo posfordista de las técnicas semióticas, a fin de crear los modos de subjetivación necesarios para su reproducción. Como señaló Foucault, en la producción moderna el control de las almas es crucial para gobernar los afectos y las pasiones. Las formas de explotación características de los días en que el trabajo manual era dominante, han sido reemplazadas por otras que constantemente exigen la creación de nuevas necesidades y deseos incesantes para la adquisición de bienes. Para mantener su hegemonía, el sistema capitalista necesita movilizar permanentemente los deseos de las personas y dar forma a sus identidades y lo cultural para que, con sus diversas instituciones, ocupe una posición clave en este proceso.

Según esta perspectiva, no es abandonando el terreno institucional como las prácticas artísticas críticas pueden contribuir a la lucha contrahegemónica, sino comprometiéndose con ella, buscando fomentar la disidencia.

Esto se puede hacer creando una multiplicidad de lo que yo llamo espacios «agonistas» donde se desafía el consenso dominante y se ponen a disposición nuevos modos de identificación. Dado que el fomento de los espacios públicos agonistas es una dimensión importante de cómo imagino la lucha contrahegemónica, vale la pena aclarar lo que quiero decir con esta noción. Debo especificar de inmediato que nunca estamos tratando con un solo espacio. A mi modo de ver, la confrontación agonista tiene lugar en una multiplicidad de superficies discursivas, y los espacios públicos son siempre plurales. También me gustaría insistir en un segundo punto importante. Si bien no existe un principio subyacente de unidad, no hay un centro predeterminado para esta diversidad de espacios, siempre existen diversas formas de articulación entre ellos, y no nos enfrentamos con el tipo de dispersión imaginada por algunos pensadores posmodernos. Tampoco nos enfrentamos al tipo de espacio «liso» que se encuentra en Deleuze y sus seguidores. Los espacios públicos son siempre estriados y estructurados hegemónicamente. Una hegemonía dada resulta de una articulación específica de una diversidad de espacios, y esto significa que la lucha hegemónica también consiste en un intento de crear una forma diferente de articulación entre los espacios públicos.

Los espacios públicos agonistas proporcionan el terreno donde se enfrentan puntos de vista conflictivos sin ninguna posibilidad de reconciliación final. Tal visión agonista desafía la concepción generalizada del espacio público, que se concibe como el terreno donde uno debe aspirar a crear consenso. Por ejemplo, es muy diferente de la concepción defendida por Jurgen Habermas, quien presenta lo que él llama la «esfera pública» como el lugar donde tiene lugar la deliberación dirigida al consenso racional. Para estar seguros, Habermas ahora acepta que, dadas las limitaciones de la vida social, es poco probable que se llegue a tal consenso y ve su «situación ideal de comunicación» como una «idea reguladora». Sin embargo, desde la perspectiva del enfoque hegemónico, los impedimentos para la situación ideal del habla habermasiana no son empíricos, sino ontológicos. De hecho, uno de sus principales principios es que tal consenso racional es una imposibilidad conceptual porque presupone la disponibilidad de consenso sin exclusión, que es precisamente lo que el enfoque hegemónico revela como imposible.

Visualizar los espacios públicos de forma agonista tiene consecuencias importantes para las prácticas artísticas y culturales, destacando la multiplicidad de formas en que pueden contribuir a la lucha hegemónica. Claramente, aquellos que fomentan la creación de espacios públicos agonistas, visualizan el papel de las prácticas artísticas de una manera muy diferente de aquellos cuyo objetivo es construir un consenso. El arte crítico, para ellos, está constituido por una variedad de prácticas artísticas destinadas a destacar la existencia de alternativas al orden postpolítico actual. Su dimensión crítica consiste en hacer visible lo que el consenso dominante tiende a oscurecer y borrar. Se pueden encontrar buenos ejemplos de este tipo de arte crítico, por ejemplo, en el trabajo de artistas como Alfredo Jaar y Krzysztof Wodiczko que, de diferentes maneras, cuestionan muchos de los supuestos que informan el sentido común neoliberal.

Me gustaría enfatizar que, concebidas de tal manera, las prácticas críticas de arte no intentan levantar una supuesta falsa conciencia para revelar la «verdadera realidad». Esto podría estar en total desacuerdo con las premisas antiesencialistas de la teoría de la hegemonía que rechaza la idea misma de «verdadera conciencia». Siempre mediante la inserción en una variedad de prácticas, discursos y juegos de idiomas se construyen formas específicas de individualidades. Lo que está en juego en la transformación de las identidades políticas nunca puede ser un llamamiento racionalista a la verdadera inscripción del agente social en las prácticas que movilizarán sus afectos de una manera tal que transforme el marco en el que se desarrolla el proceso dominante de identificación del lugar para provocar otras formas de identificación.

Esto significa que, para construir identidades de oposición, no es suficiente simplemente fomentar un proceso de «desidentificación» o «desarticulación»; un segundo movimiento de «reidentificación» y «rearticulación» es necesario para permitir el surgimiento de nuevas identidades. Insistir solo en el primer movimiento es, de hecho, permanecer atrapado en una problemática según la cual la negación sería suficiente por sí sola para provocar algo positivo. Es como si las nuevas subjetividades ya estuvieran disponibles, listas para emerger cuando se haya levantado el peso de la ideología dominante. Tal visión, que hace parte de muchas formas de arte crítico, no llega a aceptar la naturaleza de la lucha hegemónica y el complejo proceso de construcción de identidades. De hecho, como señala Yannis Stavrakakis en The Lacanian Left, «una crítica de un sistema ideológico de significado no puede ser efectiva si permanece en un nivel puramente deconstructivo; requiere un mapeo de las fantasías que respaldan este sistema y un cerco de su función sintomática.»

También me gustaría enfatizar que, al examinar la relación entre arte y política, es importante adoptar una perspectiva pluralista. Hay muchas formas de crear espacios agonísticos y estos pueden surgir tanto dentro como fuera de las instituciones. En el dominio específico de las prácticas artísticas, este enfoque fomenta una diversidad de intervenciones, dentro y fuera del mundo tradicional del arte. Las prácticas críticas del arte pueden tomar muchas formas y existen en una multiplicidad de terrenos. Los museos, por ejemplo, pueden, bajo ciertas condiciones, proporcionar espacios para la confrontación agonista, y es un error creer que los artistas que eligen trabajar con ellos no pueden desempeñar un papel crítico y son recuperados automáticamente por el sistema.

Por otro lado, también es necesario mirar más allá del mundo del arte y reconocer la importancia de las diversas formas de activismo artístico que ha florecido en los últimos años. Al poner los medios estéticos al servicio del activismo político, este «artivismo» puede verse como una respuesta contrahegemónica a la apropiación capitalista de la estética para asegurar su proceso de valorización. En sus múltiples manifestaciones, el artivismo ciertamente puede contribuir a subvertir el sentido común pospolítico y a crear nuevas subjetividades. Durante la maratón, tuvimos la oportunidad de presenciar diferentes tipos de intervenciones artivistas. Vimos cómo el reverendo Billy denuncia el capitalismo corporativo a través de actuaciones que toman la forma de sermones. Nos hemos familiarizado con la estrategia de blico en movimiento gracias a su proyecto «Rejuveneciendo a los musulmanes europeos» y también con Lexxus y su uso legal del hip hop como un arma para aumentar la conciencia sobre diferentes temas políticos en África, en particular sobre el SIDA. Por su parte, el colombiano Antanas Mockus, ex alcalde de Bogotá, mostró cómo las intervenciones artivistas pueden contribuir a desarrollar prácticas de civilidad en una gran metrópoli. En un contexto más general, también se podrían mencionar formas de artivismo influenciadas por la estrategia situacionista de desvío que, como The Yes Men, son extremadamente efectivas para alterar la imagen suave que el capitalismo corporativo está tratando de imponer, poniendo de manifiesto su carácter represivo.

Las estrategias artísticas en política y las estrategias políticas en arte son, en mi opinión, legítimas e importantes. Pueden desempeñar un papel decisivo en la lucha contrahegemónica fomentando una contestación agonista. Sin embargo, debemos ser conscientes de que las prácticas artísticas críticas, en cualquier forma en que se conciban, no sustituyen a las prácticas políticas y que nunca podrán, por sí solas, lograr un nuevo orden hegemónico. En la construcción de este nuevo orden, no se puede evitar el momento estrictamente político. El éxito de la política radical requiere nuevas subjetividades políticas, pero esto solo representa una dimensión, vital como es, en la guerra de posiciones. Se deben dar muchos pasos adicionales para establecer una nueva hegemonía, y no se puede evitar la larga marcha a través de las instituciones políticas.

Sobre la naturaleza e importancia de esta «guerra de posiciones», se puede establecer un paralelo interesante entre la discusión sobre las prácticas artísticas críticas y la actual discusión sobre el potencial de los recientes movimientos de protesta. Los teóricos que promueven el enfoque del Éxodo ven en esos movimientos la expresión de nuevas prácticas democráticas «horizontalistas» o «presentistas». Afirman que son una manifestación del poder de la multitud que construye nuevas formas de relaciones sociales fuera de las instituciones tradicionales. Ven los diversos campamentos como una prefiguración de la «democracia absoluta» y los celebran como la realización de lo «común». En mi opinión, la estrategia de centrarse exclusivamente en el horizontalismo es lo que constituye la principal limitación de las movilizaciones de personas como Indignados y Occupy. En su llamado a la «¡Democracia Real Ya!», los indignados del 15M rechazan el sistema democrático representativo en favor de la democracia «real», promoviendo el «asambleísmo» en lugar del «parlamentarismo». Insistiendo en permanecer sin líderes, se niegan a tener algo que ver con las instituciones políticas tradicionales como las elecciones, los partidos o los sindicatos.

Una postura negativa similar hacia las autoridades representativas se encuentra entre los diversos movimientos Occupy en Europa y América del Norte que, como Indignados, funcionan como redes sin líderes, como plataformas sin un centro. Ciertamente, han suscitado un debate bienvenido sobre las deficiencias de las formas representativas actuales, pero, sin retransmisiones institucionales, este tipo de protestas tendrán una corta duración y ya casi han desaparecido. En países como Grecia, donde todavía se está produciendo una movilización popular sostenida, esto se debe a una articulación de diferentes formas de protesta bajo el liderazgo de Syriza, una coalición de partidos de izquierda. Su objetivo es llegar al poder mediante elecciones para implementar un conjunto de reformas radicales. El objetivo claramente no es la desaparición de las instituciones representativas, sino su profunda transformación para hacerlas más representativas de las demandas populares. Es una estrategia de «compromiso con las instituciones», no de «retirada» de ellas.

A la lectura de los movimientos de protesta en términos de Éxodo, me gustaría proponer otra alimentada por una crítica de la tendencia postpolítica. Actualmente estamos presenciando una crisis de representación como consecuencia del «consenso en el centro» que ha llegado a dominar la política en la mayoría de las sociedades democráticas liberales. Este consenso, que es el resultado de la hegemonía indiscutible del neoliberalismo, priva a los ciudadanos democráticos de un debate agonista donde puedan hacer oír su voz y elegir entre alternativas reales. Hasta hace poco, fue principalmente a través de los partidos populistas de derecha que las personas pudieron desahogar su frustración y enojo contra tal situación postpolítica. Con las recientes protestas, estamos viendo la aparición de otras formas mucho más loables de reaccionar contra el déficit democrático que caracteriza a nuestras sociedades «postdemocráticas». Pero lo que está en juego en ambos casos es una profunda insatisfacción con el estado actual de la democracia. Si tantas personas, no solo los jóvenes, sino toda la población, ahora están saliendo a la calle, se debe a que han perdido la fe en los partidos tradicionales y sienten que sus voces no pueden escucharse a través de los canales políticos tradicionales. Como dice un lema de los manifestantes: «tenemos voto, pero no tenemos voz.»

Entendidas como un rechazo del orden postpolítico, las protestas recientes pueden leerse como un llamado a la radicalización de las instituciones democráticas liberales, no a su rechazo. Lo que exigen son formas de representación mejores y más inclusivas. Para satisfacer su demanda de una «voz», las instituciones representativas existentes tienen que ser transformadas y se deben establecer otras nuevas que creen las condiciones para una confrontación agonista donde a los ciudadanos se les ofrezcan alternativas reales. Tal confrontación requiere el surgimiento de una izquierda genuina que sea capaz de ofrecer una alternativa al consenso social-liberal dominante en los partidos de centro-izquierda. Lo que constituye el problema central con nuestro modelo pospolítico actual es la ausencia de tal confrontación agonista, y esto no será remediado a través de prácticas «horizontalistas». Eso no quiere decir que esas luchas y sus prácticas específicas no tengan un papel que jugar en una democracia agonista. Estoy convencida de que la variedad de luchas extraparlamentarias y las múltiples formas de activismo son valiosas, no solo para poner en primer plano los problemas que se descuidan, sino para proporcionar un ámbito destinado al cultivo de diferentes relaciones sociales. Este tipo de activismo también proporciona un terreno favorable donde las prácticas artivistas pueden desarrollar modos de intervención agonistas.

De hecho, esas prácticas generalmente florecen en los espacios públicos proporcionados por esos movimientos, y pueden desempeñar un papel importante en una ofensiva contrahegemónica. Lo que nuevamente sostengo aquí es que las prácticas «horizontalistas» no pueden proporcionar un sustituto de las instituciones representativas y que es necesario establecer una sinergia entre ellas y otras formas de lucha más institucionales. Espero que por ahora esté claro que no estoy argumentando a favor de una concepción puramente institucional de la política o por la relegación de las prácticas artísticas críticas al dominio tradicional del mundo del arte, sino por una articulación de diferentes modos de intervención política en una multiplicidad de espacios. El enfoque hegemónico visualiza la política radical como una articulación de las luchas parlamentarias y extraparlamentarias, y tiene como objetivo establecer una sinergia entre los partidos y los movimientos sociales. Desafiando la opinión de que las instituciones no pueden transformarse y que las resistencias solo pueden desarrollarse y tener éxito al abandonarlas, la estrategia hegemónica de «guerra de posiciones» enfatiza la necesidad de combinar estrategias políticas en el arte y estrategias artísticas en la política. En nuestros tiempos postpolíticos, donde el discurso dominante trata de ocluir la posibilidad misma de una alternativa al orden actual, todas las prácticas que contribuyan a la subversión y desestabilización del consenso hegemónico neoliberal son bienvenidas.

Guillermo Villamizar
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