Andrea Fraser, Hacia una resistencia reflexiva II* ** ***

*Traducción: Guillermo Villamizar

Corrección de estilo: Guillermo Vanegas

**Tomado de Artists Writes No. 2. revista X–TRA, invierno 2018. Disponible aquí

 

 

Capital cultural frente a capital económico

¿Cómo se explica la correspondencia entre un alto capital cultural y una orientación política de izquierda, incluso entre los ricos, que parecen votar en contra de sus intereses económicos? En el análisis de Bourdieu, no se debe a ningún vínculo entre la orientación política y la inteligencia, la erudición, el nivel de información o incluso la conciencia cultural. Más bien se debe a que el capital cultural existe como una forma de poder dominante en las sociedades dominadas por el capital económico, incluso entre las élites. Así, las élites que deben su posición y estatus al capital cultural «ocupan una posición dominada en la clase dominante» (1), lo que les lleva no sólo a disputar el poder económico dentro del campo del poder, sino también a «sentirse solidarios con los ocupantes de las posiciones económica y culturalmente dominadas» (2) en la sociedad en general. Para Bourdieu, esto es lo que explica las a veces «paradójicas coincidencias» que se dan «entre las fracciones dominadas de la clase dominante, intelectuales, artistas o profesores y las clases dominadas, que expresan cada una su relación (objetivamente muy diferente) con las mismas fracciones dominantes en una particular propensión a votar a la izquierda.» (3)

El modelo de Bourdieu predice exactamente el tipo de inversión en la orientación política según los niveles de ingresos frente a los de educación que Nate Silver descubrió en las elecciones de 2016. Una encuesta reciente del Pew Research Center también encontró pruebas de esta inversión al hacer una división significativa entre las actitudes favorables hacia los colegios y universidades entre los demócratas y las opiniones desfavorables entre los republicanos. La división aumenta de los 20 puntos en los niveles de ingresos más bajos a los 48 puntos en los niveles de ingresos más altos, y las opiniones favorables entre los republicanos en general se hunden en 20 puntos desde 2015. (4)

¿Por qué se intensifica la inversión del capital económico y cultural, al menos en lo que respecta a la orientación política? ¿Por qué el «volumen global de capital» y los ingresos en todos los niveles están disminuyendo como factores de predicción de la orientación política, mientras que el nivel educativo por sí solo es cada vez más predictivo? Esto parece sugerir tanto una intensificación de las luchas entre las élites económicas y culturales como un cambio en la forma en que esas luchas se movilizan en el campo político para reunir y realinear a los votantes.

Bourdieu sugiere que las homologías de posición entre las élites culturales dominadas económicamente y las clases trabajadoras dominadas económicamente pueden explicar su alianza, a veces «paradójica», en las luchas políticas contra las élites económicas. Desgraciadamente, que yo sepa, Bourdieu nunca desarrolló un análisis de lo que sería la alianza correspondiente entre los económicamente dominantes pero culturalmente dominados en el campo del poder y los más o menos económicamente, pero sobre todo, culturalmente dominados en el campo social. Si lo hubiera hecho, imagino que explicaría gran parte del discurso, y del éxito electoral, de los populistas de derecha en Estados Unidos, cuyo mensaje de dominación por parte de las «clases educadas» y las «élites culturales» ha resonado claramente entre algunos de los dominados económicamente que tradicionalmente han votado por la izquierda.

 

Dominación cultural

Seguir esta hipótesis requiere tomar en serio la dominación cultural como una forma de dominación social, no sólo en representaciones o instituciones específicas, racistas, misóginas, homófobas, colonialistas o incluso clasistas, como las identificadas por los movimientos emancipadores, sino también, de forma más amplia, en la distribución de los recursos culturales, la competencia cultural, el acceso a las instituciones culturales y en las disposiciones y sistemas de clasificación que manifiestan, realizan y legitiman esas distribuciones.

Sobre todo, requiere estar alerta para reconocer las correspondencias entre el poder cultural y el económico que se niegan tanto en las representaciones de las élites de izquierda como en las representaciones de las élites culturales de la derecha, especialmente en las políticas populistas que pretenden movilizar a las poblaciones dominadas con ataques a (otras) «élites» y repudiando y demonizando todos los atributos por los que se definen esas élites.

No necesito mirar más allá de mis propios campos del arte y la educación superior para encontrar pruebas abrumadoras de la concentración de recursos culturales y su correspondencia con la riqueza financiera. Si Bourdieu elaboró su teoría del campo del poder para dar cuenta de la paradójica inversión de «los principios dominantes de la dominación» —especialmente del poder económico— en los ámbitos artístico y literario, el mundo del arte contemporáneo parece haber resuelto gran parte de esa paradoja disociando la dominación social del poder económico.

Podría decirse que los museos han estado a la vanguardia de las luchas sobre la política (o al menos la política de la representación) del género, la orientación sexual y la raza, como las instituciones más visibles y prestigiosas que reconocen en teoría, si no en la práctica, los valores de la diversidad, la inclusividad y la tolerancia. El hecho de que lo hayan hecho sin dejar de ser los depositarios de una inmensa riqueza y poder social ha servido a estas luchas, otorgándoles legitimidad e incluso prestigio. Pero esta identificación de la cultura progresista y la política cultural con la riqueza y el poder en los museos, los ha convertido en un lugar primordial de la división entre las formas de dominación económica y otras formas de dominación social y cultural, separando efectivamente las formas de dominación cultural asociadas a la condición económica de las formas de dominación cultural asociadas a otros aspectos de la identidad social, incluso mientras promulgan esa dominación en patrones continuos de exclusión económica que son evidentes en sus públicos, programas y cuerpo laboral. A medida que los museos se identifican más con la política cultural progresista de sus programas, esta política puede identificarse más con la extrema riqueza de los mecenas de los museos.

El impacto social de los museos es menor en comparación con las instituciones de enseñanza superior. Una parte importante de la investigación de Bourdieu se dedicó a comprender cómo la educación puede reproducir las mismas jerarquías sociales que se supone debe abrir, si no anular, revelando cómo los sistemas educativos a menudo sólo consagran las ventajas derivadas del «medio original» de la familia y la comunidad. Las supuestas oposiciones de mérito frente al derecho de nacimiento y las ventajas ganadas frente a las heredadas están en la base de la ideología estadounidense de la igualdad de oportunidades y la movilidad social, que sirve para legitimar las jerarquías sociales arraigadas en enormes desigualdades de condición. Sin embargo, las investigaciones de Bourdieu y de muchos otros sociólogos sugieren que el capital educativo y cultural puede heredarse en la misma medida que el económico, lo cual a menudo se acompaña lo uno con lo otro.

En su enorme estudio sobre las políticas de admisión a la Ivy-League, Jerome Karabel descubrió que, a pesar de su papel como guardianes del ideal de éxito basado en el mérito y no en el origen familiar, las propias definiciones de mérito aplicadas por las universidades de élite están arraigadas en «los atributos que poseen más abundantemente los grupos sociales dominantes», lo que hace que estas universidades sean una posibilidad realista sólo para aquellos «cuyas familias les dotan del tipo de capital cultural implícitamente requerido para la admisión». (5) Aunque la educación superior puede seguir ofreciendo un camino hacia la movilidad social, ya que los estudiantes que provienen de entornos con ingresos bajos y altos que asisten a la misma universidad terminan con niveles de ingresos similares, menos de la mitad del 1% de los niños de familias en el 20% inferior por nivel de ingresos asisten a las universidades de élite asociadas con los mayores beneficios económicos. (6)

A pesar de las evidencias sustanciales de las ventajas —y desventajas— educativas derivadas del origen social, la característica del capital cultural que más puede contribuir al éxito del populismo de derechas no es el grado en que se hereda a través de la familia, sino más bien el grado en que aparece como innato o por nacimiento. Mientras que tanto el capital económico como el cultural pueden objetivarse en cosas o institucionalizarse en estructuras y organizaciones sociales (mercados, bancos, universidades, museos), el capital cultural existe, sobre todo, interiorizado, incorporado y encarnado en las personas, en las competencias, disposiciones, modos de práctica, sistemas de clasificación y esquemas de percepción que Bourdieu denomina habitus. El capital económico en sus formas objetivadas (si no institucionalizadas) puede parecer al menos potencialmente libre para la redistribución en cualquier momento, siendo alienable como propiedad. Pero el capital cultural aparece en cambio como cualidades innatas inseparables de los individuos que lo encarnan. Thomas Jefferson tenía la famosa esperanza de que Estados Unidos sustituyera la «aristocracia artificial basada en la riqueza y el nacimiento» por una «aristocracia natural del talento». (7) Bourdieu sugiere que el ideal meritocrático, «al igual que la creencia en la nobleza, [está] basado en el nacimiento y la naturaleza, pero restaurado bajo la fachada democrática de una ideología de los dones naturales y el mérito individual.» (8) Las artes, en las que las competencias culturales son altamente valoradas pasan a idealizarse como dones innatos de la naturaleza mediante representaciones que reniegan de las condiciones sociales que definen su adquisición, y así se convierten en uno de sus ejemplos más destacados.

 

El «racismo de “ inteligencia”»

Las formas encarnadas de capital cultural, más que el estatus económico, sirven de base para formas esencializadas y naturalizadas de clasificación social que aparecen como clasismo. Bourdieu identifica una de las formas contemporáneas más prevalentes e insidiosas de ese clasismo en lo que denomina el «racismo de “inteligencia”». (9) Como todos los racismos, en opinión de Bourdieu, el racismo de «inteligencia» es un esencialismo que sirve a la necesidad de un grupo para justificar su existencia. A diferencia del «racismo pequeñoburgués», que tradicionalmente se asocia a las diferencias de color de piel y etnia, el racismo de inteligencia es un racismo de «una clase dominante que deriva su legitimidad de las clasificaciones educativas» y del capital cultural. Es el medio a través del cual sus miembros «pretenden producir una “teodicea de su propio privilegio”», para justificar su dominación y el orden social que dominan, sobre todo, permitiéndoles «sentirse esencialmente superiores» por medio de competencias y disposiciones incorporadas que parecen innatas. Las diferencias de clase se transmutan así en «diferencias de “inteligencia”, de “talento” y, por tanto, en diferencias de naturaleza», que se «legitiman y reciben la sanción de la ciencia». (10)

El racismo de inteligencia no se opone en absoluto a los racismos del color de la piel y de la etnia, que, sobre todo en Estados Unidos, han servido durante mucho tiempo para justificarlo. En su estudio sobre las pruebas de inteligencia en Estados Unidos, Jean-Claude Croizet sugiere que el hecho de que el racismo de inteligencia «no se experimente subjetivamente como dirigido a ningún grupo en particular… hace que su expresión sea totalmente compatible con los valores contra la discriminación». Sin embargo, dado que el racismo de inteligencia parece «enraizado en prácticas culturales y no es el subproducto de individuos racistas» o de actitudes racistas, «muchas personas que se definen “no racistas” pero “liberales”, pueden sin embargo tener una fuerte actitud despectiva hacia las personas que ocupan las posiciones más bajas de la sociedad.» (11) El grado en que los liberales blancos con un alto nivel de educación se adhieren, conscientemente o no, a la creencia meritocrática de que sus propias ventajas se basan en su inteligencia y otras capacidades innatas puede ayudar a explicar el hecho de que las regiones liberales tengan niveles dramáticamente más altos de algunas formas de racismo institucional que las regiones conservadoras, a pesar de los niveles aparentemente más bajos en cuanto actitudes racistas. (12) El racismo «daltónico» de inteligencia puede producir los mismos efectos que el racismo basado en el color, es decir, naturalizar y justificar ventajas y desventajas históricamente determinadas y sistémicas. Como sostiene Michelle Alexander, el «daltonismo insensible» y la «indiferencia racial» hacia los que han «fracasado» pueden — «mucho más que la hostilidad racial— constituir la base sólida de todos los sistemas de castas raciales.» (13)

El racismo de la inteligencia, aunque sirva encubierta, si no abiertamente, para justificar los racismos del color de la piel y de la etnia, también puede desempeñar un papel en su fomento. En nuestra «economía de la inteligencia», afirma Bourdieu,

… los pobres de hoy no son pobres, como se creía en el siglo XIX, por ser improvistos, derrochadores, intemperantes, etc. —por oposición a los «pobres merecedores»— sino por ser tontos, incapaces intelectualmente, idiotas… Las víctimas de un modo de dominación tan poderoso, que puede apelar a un principio de dominación y legitimación tan universal como el de la racionalidad (sostenido por el sistema educativo), sufren un daño muy profundo en su propia imagen.  Y es sin duda a través de esta mediación que puede trazarse una relación —muy a menudo inadvertida o mal entendida— entre la política neoliberal y ciertas formas fascistoides de revuelta entre quienes, sintiéndose excluidos del acceso a la inteligencia y a la modernidad, se ven impulsados a refugiarse en lo nacional y en el nacionalismo. (14)

De hecho, la retórica de la idiotez ha dominado el discurso de centro-izquierda sobre Trump y sus partidarios, desde el «Partido de la estupidez», «Trump y el verdadero significado del “idiota”», «Una conspiración de memes» y «Quién se comió el cerebro de los republicanos» (todos ellos editoriales en The New York Times); «la era dorada de la estupidez estadounidense» y «Trump podría ser el presidente más tonto de la historia» (Washington Post); a «Estados Unidos se está convirtiendo en una confederación de necios» y «Donald Trump está demostrando ser demasiado estúpido para ser presidente» (Foreign Policy). Daily Kos informó sobre la encuesta de Pew mencionada anteriormente con el titular: «Progreso orwelliano, la mayoría de los republicanos están convencidos de que la educación es mala para Estados Unidos, así que llamémosles estúpidos». (15)

El racismo de inteligencia fue evocado por uno de los pocos observadores que desafió la condescendencia y el clasismo realizados en muchas suposiciones sobre los votantes de Trump, y no sólo porque afirman la visión derechista de los liberales e izquierdistas como arrogantes, snobs de la Ivy-League. Serge Halimi llamó la atención sobre la tendencia a atribuir el «voto protesta» como resultado de una serie de «deficiencias psicológicas o culturales que descalifican su ira». (16)

Las alternativas de «frustración frente a razón» —o «pasiones sádicas, resentidas y destructivas» frente al «juicio»  aparentemente (para mí) intachable de la evaluación que hizo Butler— suponen la convicción de que para la «gente educada» «sus preferencias son las únicas racionales.» (17)

 

Una realpolitik del capital cultural

¿Tiene alguna utilidad la crítica institucional o, más ampliamente, la reflexividad crítica en la lucha contra la derecha radical hoy en día? Si he caracterizado a la crítica institucional como una práctica ética más que política, la creencia de Bourdieu de que la reflexividad es el prerrequisito para cualquier acción política por parte de los intelectuales está enraizada, sobre todo, en una realpolitik del capital cultural. El hecho de que Donald Trump llegara a la Casa Blanca, no sólo en contra de la voluntad de la mayoría de los votantes, sino también en contra de las advertencias de casi todos los medios de comunicación, páginas editoriales y figuras culturales destacadas que se posicionaron públicamente sobre las elecciones (incluidos prácticamente todos los elencos de las franquicias de Star Trek y los Avengers), plantea serias dudas sobre el impacto de los productores intelectuales y culturales y otros creadores de opinión en la política electoral. Sugiere que estos esfuerzos por influir en la opinión pública pueden servir para reproducir y reforzar la polarización política y cultural, especialmente en la medida en que el significado y percepción de estas tomas de posición, como las llamaría Bourdieu, están fundamentalmente enraizadas en las posiciones sociales de quienes las producen y consumen, y en las luchas entre estas posiciones. Comprender nuestras propias posiciones y dedicaciones a esas luchas es, pues, esencial para cualquier acción política que no se limite a reproducirlas.

Bourdieu afirma la capacidad de los productores culturales «para plantear una definición crítica del mundo social, movilizar la fuerza potencial de las clases dominadas y subvertir el orden imperante en el campo del poder.» (18) Sin embargo, en la medida en que tanto la capacidad como la disposición para emprender esa discusión estén arraigadas en la posición paradójica de los miembros dominados de la clase dominante, advierte que esas alianzas son susceptibles de mistificación y mala fe. En su estilo típicamente ácido, advierte contra la confusión entre las luchas de clase y las luchas de fracción de clase que permite que «los miembros de la clase dominante que son dominados en uno u otro de los aspectos posibles —los intelectuales, los jóvenes, las mujeres— experimenten la suma de sus desafíos necesariamente parciales como el asalto más radical al orden establecido» y confiere las «gratificaciones de un esnobismo simultáneamente ético, estético y político que puede combinar, en una especie de pesimismo antiburgués, las apariencias del vanguardismo intelectual, que lleva al elitismo, y del vanguardismo político, que lleva al populismo.» (19) Si esas luchas fraccionadas se reducen simplemente a subversiones simbólicas, puede ser porque no son, de hecho, luchas para derrocar el orden establecido, sino más bien luchas competitivas por la sucesión dentro del mismo poder y son redistributivas sólo dentro de los estrechos márgenes del acceso al poder. En los ámbitos culturales, en particular, las dinámicas de distinción y diferenciación a través de las cuales se desarrollan estas luchas competitivas tienden a producir discursos políticos que, a pesar del igualitarismo radical de su contenido, están fundamentalmente orientados hacia la exclusividad, ya que disputan posiciones competitivas dentro de sus propios campos.

Mientras que los artistas, los intelectuales y otras «facciones dominadas por la clase dominante» pueden creer que están comprometidos en luchas emancipadoras e igualitarias, los miembros más dominados culturalmente de la sociedad pueden ver estas luchas como lo que a menudo son: una competición por el poder entre los poderosos de la que están excluidos. En el mejor (o en el peor) de los casos, se convierten en armas en estas luchas: simbólicamente, como «la clase trabajadora», «la gente común», «la multitud» en cuyo nombre se ataca a las (otras) élites, o políticamente, a través de movilizaciones que aíslan formas específicas de dominación (la mayoría de las veces culturales frente a las económicas) de todo el complejo del poder social.

Paradójicamente, la teoría de Bourdieu sugiere que la intensificación de las luchas entre las élites económicas y culturales puede deberse a la disminución de la oposición entre ellas. Esto no sólo se debe a que las luchas suelen ser más intensas entre posiciones adyacentes en el espacio social, sino también a que, como muchos en la derecha y la izquierda han señalado en su caracterización de las «élites liberales», el régimen económico actual se ha desarrollado mediante una «coalición sin precedentes de los inteligentes y los ricos», (20)  empujando a los extremos hacia márgenes cada vez más estrechos. Esto también puede explicar parte del éxito del populismo de derechas, así como la menor influencia de los productores culturales en la movilización de los económicamente dominados. Para Bourdieu, la capacidad crítica de los productores culturales no se deriva de ninguna característica esencial prestada de lo estético, lo artístico o lo intelectual, sino de su autonomía respecto a los principios del poder dominantes y, sobre todo, de los económicos. A medida que esta autonomía disminuye a través de la corporativización de la educación superior y los museos, la financiarización del mercado del arte, el ascenso de las celebridades culturales a la cúspide de las pirámides de compensación y la monopolización en los medios de comunicación, los productores culturales son más persuasivos y más propensos a actuar como participantes de mala fe en lo que Bourdieu llama «la división del trabajo de dominación» entre los propietarios de los medios materiales y simbólicos de producción.

El mayor y más condenable fracaso intelectual y político de la izquierda puede ser la incapacidad de reconocer el capital cultural no sólo como una forma socialmente efectiva de poder, sino también como una forma de dominación, no sólo sustantivamente, en sus formas particulares, sino también estructural y relacionalmente, en sus distribuciones y a través de las diferencias y jerarquías sociales que articula y realiza. Aunque el enfoque miope en el 1% puede ser efectivo simbólicamente, no sólo deja al 99% restante fuera de juego, sino que también reduce el poder social a la riqueza económica alojada en una única y unidimensional clase dominante. Al igual que muchas tradiciones marxistas, en opinión de Bourdieu, tales representaciones proporcionan una «teoría revolucionaria con un uso puramente externo, que cuestiona todos los poderes excepto el que ejercen los intelectuales» —el capital cultural— y, por tanto, permiten a los intelectuales ser «muy críticos sin que ellos mismos se vean afectados por su crítica». (21)

Sin embargo, la estrategia más desconcertante de las luchas competitivas y fraccionadas puede ser la de repudiar y negar el poder social. La derecha tomó efectivamente esta estrategia de la izquierda para impulsar su «resistencia» conservadora y es ahora la «revolución» que la izquierda contrarresta con su propia resistencia renovada. Repudiar el poder y presentar al propio grupo como marginal, dominado y oprimido presta un triple servicio al deslegitimar las formas de poder que compiten entre sí, justificando las luchas fraccionadas como igualitarias y emancipadoras, y ayudando a la movilización de los (más) desempoderados. Si «élite», «privilegiados» y «establecimiento» han surgido como términos casi universales de vilipendio utilizados en todo el espectro político, la característica más consistente de su uso pueden no ser las formas parciales y selectivas de poder social que enmarcan, sino que este poder siempre se evoca sólo como el poder de los demás. Desde los expertos conservadores educados en la Ivy-League, que atacan a la élite educada, hasta los artistas y académicos altamente remunerados, que atacan al 1%, pasando por el 10, el 20 y el 30% con acceso a los recursos culturales urbanos y la floreciente plutonomía de los superricos, (22) se encuentra un discurso antielitista que no sirve como crítica reflexiva sino como medio de autojustificación. Si se hace sólo desde el punto de vista de las desventajas relativas y no de las ventajas, de las privaciones y no de los privilegios, de la subordinación y no de la dominación —sin reflexividad—, la política de resistencia corre el riesgo de reducirse a una simple cobertura para la política del poder.

Puede que sea mi propio sesgo el que me hace ser pesimista respecto a que incluso el más conservador de los intelectuales anti-Trump pueda estar dispuesto a enfrentarse a la violencia económica que ha contribuido a su ascenso. Me gustaría creer, sin embargo, que la izquierda sí tiene la capacidad reflexiva de reconocer el impacto de la violencia cultural y simbólica y su contribución al éxito del populismo de derechas.

*** Andrea Fraser es artista y profesora de arte en la Universidad de California en Los Ángeles y ha recibido un premio de la Foundation of Contemporary Arts Grants to Artists de 2017. Su libro 2016 in Museums, Money, and Politics, coeditado por Westreich Wagner Publications, Wattis Institute of Contemporary Art y MIT Press, fue publicado en 2018.

 

Notas

1.- Bourdieu, «Campo de poder, campo literario y habitus», El campo de la producción cultural, 164.

2.- Pierre Bourdieu, «El campo de la producción cultural, o: El mundo económico invertido», El campo de la producción cultural, 44.

3.- Bourdieu, Distinction, 438.

4.- «Sharp Partisan Divide in Views of National Institutions», Pew Research Center, julio 10,2017,

https://www.pewresearch.org/politics/2017/07/10/sharp-partisan-divisions-in-views-of-national-institutions/

5.- Jerome Karabel, Los elegidos: La historia oculta de la admisión y la exclusión en Harvard, Yale y Princeton (Boston: Mariner Books, 2005), 549.

6.- The Upshot, «Algunas universidades tienen más estudiantes del 1 por ciento superior que del 60 inferior. Encuentra el tuyo», The New York Times, 18 de enero de 2017,

https://www.nytimes.com/interactive/2017/01/18/upshot/some-colleges-have-more-students-from-the-top-1-percent-than-the-bottom-60.html?smid=fb-nytimes&

7.- Thomas Jefferson a John Adams, 28 de octubre de 1813,

https://press-pubs.uchicago.edu/founders/documents/v1ch15s61.html

8.- Bourdieu, La nobleza del Estado, 373.

9.- Véase Pierre Bourdieu, «El racismo de “inteligencia”», Sociología en cuestión (Londres: Sage, 1993).

10.- Ibíd, 177-78. Bourdieu también hace explícita la dimensión política de este racismo de «inteligencia», revelando que la hostilidad de la derecha hacia la ciencia —o al menos la seducción de esta hostilidad a aquellos que ayuda a movilizar— puede estar arraigada en algo más que los intereses económicos de sus fracciones de combustibles fósiles. «Un poder que se cree basado en la ciencia, un poder de tipo tecnocrático, pide naturalmente que la ciencia sea la base del poder; porque la inteligencia es lo que da derecho a gobernar cuando el gobierno pretende basarse en la ciencia y en las competencias científicas de los gobernantes». Así, la ciencia aparece como una forma de poder que justifica el poder, sobre todo el de los «”dirigentes” que se sienten legitimados por la “inteligencia” y que dominan una sociedad enmarcada en la discriminación basada en la “inteligencia”»

11.- Jean-Claude Croizet, «El racismo de inteligencia: Cómo las prácticas de pruebas mentales han constituido una forma institucionalizada de dominación de grupo», en H. L. Gates, ed., Handbook of African American Citizenship (Oxford: Oxford University Press, 2009), 805.

12.- Por ejemplo, California, Nueva York y Massachusetts encarcelan a los hombres negros a un ritmo mucho mayor (siete veces más que los hombres blancos) que Luisiana, Misisipi y la mayoría de los demás estados del sur profundo (que encarcelan a los hombres negros al doble que a los blancos). El liberal Vermont encarcela a 1 de cada 14 hombres negros del estado, mientras que el conservador Misisipi encarcela a 1 de cada 33. Ashley Nellis, «El color de la justicia: Disparidad racial y étnica en las prisiones estatales», junio de 20161, The Sentencing Proyect, http://www.sentencingproject.org/publications/color-of-justice-racial-and-ethnic-disparity-in-state-prisons/

13.- Michelle Alexander, «Against Colorblindness», The New Jim Crow: Mass Incarceration in the Age of Colorblindness (Nueva York: The New Press, 2010), 240-44.

14.- Pierre Bourdieu, «La mano invisible de los poderosos», Firing Back, 33-34.

15.- Idontknowwhy, «Progreso orwelliano, la mayoría de los republicanos están convencidos de que la educación es mala para Estados Unidos, así que llamémoslos estúpidos», Daily Kos, 11 de julio de 2017, https://m.dailykos.com/stories/2017/17/11/1679874/-Orwellian-progress-most-republicans-convinced-education-is-bad-for-U-S-So-lets-call-them-stupid

16.- Serge Halimi, «Trump, el vencedor de la ignorancia», Le Monde Diplomatique, 5 de diciembre de 2016, https://agenceglobal.com/2016/12/05/serge-halimi-trump-the-know-nothing-victor/

17.- Ibid.

18.- Bourdieu, «El campo de la producción cultural», El campo de la producción cultural, 44.

19.- Bourdieu, Distintion, 451.

20.- Charles Murray y Richard Herrnstein, citados en Nicholas Lehmann, «A Cartoon Elite», The Atlantic (noviembre 1996), https://www.theatlantic.com/magazine/archive/1996/11/a-cartoon-elite/376719/. Véase, por ejemplo, Eric Alterman, «”Thought Leaders” and the Plutocrats Who Love Them», 12 de  abril de 2017, The Nation, https://www.thenation.com/article/archive/thought-leaders-and-the-plutocrats-who-love-them/

21.- Loïc Wacquant, «From Ruling Class to Field of Power: Una entrevista con Pierre Bourdieu sobre La nobleza de Estado», Theory, Culture & Society 10 (1993), 39.

22.- El término plutonomía (economía plutocrática) fue acuñado por los analistas de Citigroup en un informe, ahora notorio, que posteriormente fue retirado de su sitio web. Véase Ajay Kapur y otros, «Plutonomy Symposium-Rising Tides and Lifting Yachts», The Global Investigator, 29 de septiembre de 2006. Los autores del informe señalan: «es probable que los Uber-ricos, los plutonomistas, vean aumentar la relación entre el patrimonio y los ingresos, impulsando el consumo de lujo… Más allá de la guerra, la inflación, el fin de la ola de tecnología/productividad y el colapso financiero, creemos que la amenaza más potente y a corto plazo serían las sociedades que exigen un reparto más «equitativo» de la riqueza».

Guillermo Villamizar
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