Sin novedad en el frente

Esta obra fue hecha en los años 1990-1991, en mitad del asedio militar en que las FARC-EP mantenían a las FF.MM. de Colombia. Fueron años en los que el conflicto interno iba escalando con saldo a favor de la guerrilla. Sin novedad en el frente significaba considerar el dilema de la guerra o la paz, como estrategias binarias incapaces de disolver las tensiones sociales, porque representaban las dos caras de una misma moneda, acuñada con pólvora lista a reprimir la voluntad general. La reivindicación armada de los derechos sociales, estropeados por las élites criollas, fue la herencia que le dejó a este país el suspiro comunista del siglo XX. Sin embargo, en ese camino de la guerra de guerrillas se perdió el alma de la lucha, es decir, la gente, y un papel determinante en esa batalla lo cumplieron y lo siguen cumpliendo los medios de comunicación.

En algún momento de esos finales de década y comienzos de la última del siglo XX, mientras leía la revista Semana y miraba algunas portadas diseminadas en la sala de mi casa, por azar leí dos titulares como si fueran uno solo: El caso Santodomingo y los ricos también lloran. El primero era sobre los problemas fiscales de Julio Mario Santodomingo, que resultaron de la venta de las acciones del Banco Comercial Antioqueño; y el segundo, sobre los enredos económicos de Donald Trump para esa época.

Por entonces yo me cuestionaba sobre el papel de los medios como agentes de información determinantes para moldear lo que llegamos a pensar acerca de lo que sucede con nuestro país y el mundo, a partir de una presunción que asumimos de forma acrítica, cuando creemos que todo lo que allí se presenta es una verdad indiscutible. Y desde los juicios de valor que los medios hacen, tomamos las decisiones que, por igual, a todos sin excepción, nos terminan afectando. Leer aquellos titulares sin escalas, a partir de dos portadas como si fueran una sola, se terminó convirtiendo en una forma inesperada de ver otra realidad, diferente a la que los medios contaban. ¿Que por qué los generales del ejército y la policía no atrapaban a Pablo Escobar? De repente podría ser más sensato que esa persecución la adelantaran las viudas del narcotráfico, pues era muy probable que fueran inmunes al soborno.

Y es que los medios de comunicación terminaron contando la historia que la supremacía criolla colombiana quería que se contara: que la guerrilla era un grupo de delincuentes que no dejaban progresar a este país. Que a la pobreza y la injusticia social poco a poco las iríamos a resolver gracias al mercado, siempre y cuando pudiéramos estar en paz. Que la esperanza de un bienestar para todos podía esperar, y que lo urgente era acabar con el enemigo interno. La mayoría de colombianos no sintió el interés de entender las razones de la guerrilla para adelantar su lucha; sin embargo, los métodos de combate guerrilleros eran replicados estratégicamente en los medios de comunicación, en especial cuando el dilema de mantener a su ejército los obligó a cruzar las fronteras de la ética revolucionaria.

De esta manera la guerrilla terminó legitimando el secuestro, las llamadas pescas milagrosas y el vínculo con las cadenas productivas del narcotráfico, lo que fue bien utilizado por los medios de comunicación para pintarla como a otra mafia armada del siglo XX. Y las razones objetivas del conflicto quedaron perdidas en el chip colectivo. En Colombia, las medallas de distinción y las Cruces de Boyacá que les otorgaron a más de un general de la República, bien pudieron haberle sido impuestas también a muchos periodistas fieles a la doctrina de algunos medios por preservar el orden y la ley en nuestra banana republic.

Pues no existieron mejores unidades de contraguerrilla, batallones anti-terrorismo ni escuadrones anti-motines que las salas de redacción de los principales medios de comunicación de este país. Y no hablo de los periodistas como ejes de este argumento, hablo de los medios, en donde los periodistas son empleados de oficio de la verdad “libreteada” que tienen que contar desde estas grandes superficies de la desinformación. El producto que sale de los medios no es una investigación del periodista, es un molde que los editores determinan, y todo aquel que se salga del libreto es un candidato para ser devuelto a casa.

Satanizar las protestas sociales para provocar la ira de la opinión pública es un viejo truco que los medios saben ejecutar con probada habilidad. Muestren a un encapuchado cuando tira la botella molotov, y esto será suficiente para que las demandas legítimas se conviertan en un asunto de terrorismo que las autoridades no están dispuestas a tolerar. La demanda queda a un lado, y todo se convierte en un problema de orden público, para que la opinión pública muerda el anzuelo y entienda que se trata de una amenaza a su seguridad personal. La amenaza no es, por ejemplo, la falta de educación ni el recorte de impuestos a los ricos para democratizar el hueco fiscal con la miseria de los más débiles, sino los gritos de protesta de las multitudes que ya bordean el desespero. Los hombres reunidos en sociedades deben contar con medios legales para resistir la opresión: así se debatía en plena Revolución Francesa en 1793, y hoy la protesta civil no violenta es uno de esos medios legales con los que contamos.

La estrategia ha sido siempre generar una buena dosis de inestabilidad y caos, creada por el enemigo interno para dar la impresión de que es este el que impide que las cosas vayan mejor, y no al contrario: que la lucha armada o la protesta civil no violenta se producen por lo mal que han ido siempre las cosas en este país. El enemigo interno incluye desde la guerrilla del ELN, el Guacho, las bandas criminales organizadas, o los estudiantes que emprenden marchas pacíficas para pedir obviedades: el deber del Estado de garantizar la educación a los colombianos. Siempre habrá necesidad de que el Estado invente sus demonios de turno; que del miedo se encargarán los medios de comunicación.

Las noticias y la verdad no son lo mismo –dijo Walter Lippmann en 1922– es decir, a la verdad no hay que contarla, sino inventarla.

Ahora que está desarmada la guerrilla se oye hablar de la operación exterminio: matar a los excombatientes de uno en uno, de a poquitos, para que esta inflación de la barbarie no afecte la economía de los buenos modales, que hay que preservar para mantener el buen nombre de los derechos humanos ante la comunidad internacional. Y de esa manera, seguiremos sin novedad en el frente.

¿Que los estudiantes salen a protestar? Criminalicemos la protesta para convertirla en una elaboración política que amenaza la estabilidad del Estado, y a su vez, garanticemos de labios para fuera que la protesta pueda ser pacífica, que ya mañana los titulares serán: “La violencia se toma la protesta de los estudiantes.” Y así es todo. Todo lo que huela a inconformidad hay que aplastarlo bajo la artillería pesada de los titulares que imponen los medios de comunicación, algunos de ellos convertidos en maestros de la mentira y el engaño como fórmulas de anestesia política.

Y este manejo de la información termina ganando las batallas que necesitan nuestras élites para seguir desgobernando a su favor. El sentido de los hechos no nos llega a nombre del interés colectivo, sino a nombre del interés privado, y este es el reglamento máximo que define nuestra democracia, que de tanto nombrarla ya no sabemos bien lo que hoy significa. Es decir, cuando se pierde el límite con el que la realidad opera, de unos hechos que nos llegan maquillados y manipulados, perdemos la oportunidad de entender lo que pasa a nuestro alrededor, y esa es una forma muy inteligente de cogobernar por parte de unos poderes que nadie ha elegido, pero que toman decisiones que afectan la vida cotidiana de millones de hombres, mujeres y niños perdidos en el laberinto de la desinformación. En una libertad informativa que se construye a partir del engaño, ¿qué futuro nos espera? ¿Nos espera la privación de los derechos colectivos, por ejemplo, de la protesta civil no violenta, esa sí reprimida a punta de los ESMAD? ¿Nos espera esa infinita violencia del Estado contra sus súbditos, cuando estos reclaman derechos legítimos que por orden constitucional ese mismo Estado debe garantizar, como es la educación?

Estamos ciegos, confundidos, manipulados, arrastrados por unas corrientes que superan nuestras propias energías para movernos en ellas y, sin embargo, nos hemos vuelto expertos en elegir y reelegir la barbarie. ¿Por qué?

Probablemente el fenómeno de la guerra de guerrillas alimentó el fantasma del enemigo interno. Una guerra que tal vez militarmente no la tuvo perdida por completo la guerrilla, pero que sí la tenía perdida en el subconsciente colectivo de la sociedad colombiana, el mismo subconsciente que fue alimentado con los juegos de guerra en donde el malo era un campesino vestido con botas pantaneras y camuflado, con un fusil al hombro, persiguiendo ricos para secuestrarlos.

Y la guerrilla, desafortunadamente, no supo detener esa guerra que se le escapaba como agua entre los dedos, cada vez que creía ganarla cuando se tomaba un pueblo o emboscaba a unos cuantos soldados. La guerrilla no defendía al pueblo, la guerrilla era el enemigo del pueblo -así lo decían; y así consiguieron hacerse elegir como verdugos de las masas disfrazados de monjitas de la caridad.

¿Cómo se puede explicar que una minoría gobernante que destroza los derechos colectivos se haga elegir por esa misma masa política de la cual ella es su enemiga? Entender la naturaleza de este comportamiento es el acertijo de estos tiempos, que se nos impone al ver cómo se manipulan con extraordinaria habilidad los temores y las esperanzas de las mayorías para beneficio de unos pocos.

La doctrina militar define la propaganda como “todo esfuerzo o movimiento organizado para distribuir información o una doctrina particular, mediante noticias, opiniones o llamamientos, enfocados para influir en el pensamiento y en las acciones de determinado grupo”, y un componente esencial es la “guerra psicológica” definida como el uso planificado de la propaganda, excepto el combate, para influir en las opiniones, actitudes, emociones y comportamientos del grupo social objetivo. “La propaganda es a la democracia lo que la cachiporra al Estado totalitario” –dice Chomsky.

La propaganda más efectiva es “aquella en la que el sujeto se mueve en la dirección que uno quiere por razones que piensa que son propias” (1), y en la consecución de estos objetivos los sentimientos de culpa, angustia y ansiedad juegan un papel determinante para que terminemos cambiando nuestras convicciones por un plato de tachuelas hervidas en aceite usado de carro. ¿No es esto acaso lo que nos propone el mejor economista de la región, disfrazado ahora de Ministro de Hacienda y Crédito Público, según lo grita en su portada uno de estos conglomerados mentirosos de la información, perteneciente a Felipe López?

Porque, en últimas, lo que siempre aparece con total claridad en todos estos escritos de análisis político, es la lucha por el poder y cómo unos y otros pelean y defienden sus derechos, los unos defendiendo derechos colectivos, y los otros privilegiando derechos privados. Y es claro que lo que tenemos en Colombia es una dictadura disfrazada de democracia, que defiende los intereses de una camarilla privada con tragaderas insaciables, mientras le hacen creer a todo el mundo, por arte de magia, que están ahí para defender los intereses públicos.

¿Dónde están las “exhaustivas investigaciones” por Reficar, por Saludcoop, por Odebrecht, por esos puentes que caen matando obreros y que valen millonadas y billonadas? Nadie responde. Pero los estudiantes salen a marchar pacíficamente y de inmediato son criminalizados. Así estamos y nada parece conmovernos. La violencia institucional del Estado, a manos de orangutanes con sacoleva, ya no es una violencia física; a ella hay que añadirle el permanente y sistemático uso de la violencia simbólica que criminaliza la opinión y la protesta pacífica, llegando incluso hasta la amenaza de muerte o, con mayor claridad, hasta la propia muerte.

Lo que esto nos permite pensar es que las élites del poder económico y político han vivido en un permanente estado de guerra para defender sus intereses exclusivos, dejando de lado la idea de pensarse como una nación en donde quepan todos los colombianos, y no sólo unos pocos. La tradicional concentración de la riqueza es sólo el reflejo del uso desmesurado del poder para privilegiar beneficios privados, bajo la premisa de desconocer los derechos de las mayorías y alimentar un odio autocomplaciente hacia todo aquello que no sea de su clase. Las tensiones sociales que ello provoca las obligan a estar en guardia de manera permanente, y el ejercicio de la violencia como algo inherente al Estado se ha interiorizado en el devenir de ese mismo Estado. La violencia es congénita con su ser político. Esto explica la facilidad con que algunas mayorías –altamente manipuladas– han rechazado el acuerdo de paz con las guerrillas. No tienen ningún concepto de paz, porque este les resulta desconocido a partir de un contexto que se define desde el despojo y la violencia, con breves intervalos que sólo dejan lugar para que habiten el miedo, la paranoia, la discriminación y el rechazo del otro. A esto se han dedicado profesionalmente los sectores políticos que están en contra de los acuerdos de paz, y para ello las centrales de los medios de comunicación han actuado como cajas de resonancia; al fin y al cabo, son ellos mismos quienes los gobiernan.

La guerra, el asesinato y el despojo han sido una condición “natural” del último periodo de violencia entre guerrillas, paramilitares y fuerzas del Estado, alimentados por el narcotráfico. Con mucha probabilidad, y dado el carácter endémico de las guerras domésticas en Colombia, estamos incubando el huevo del próximo ciclo de violencia que nos ha de acompañar, en la misma medida en que muchas de las causas objetivas del conflicto social siguen ahí, sin solución.

Se requiere entonces que, por primera vez, nos atrevamos a crear un movimiento amplio, grande, que provoque que este país se piense a sí mismo sin traiciones, en el que la única estrategia válida sea la de pensarnos como nación, con todas las diferencias que nos separan de unos y otros, y en donde todos, absolutamente todos, nos sintamos representados, para dejar atrás el espejo roto y confuso del pasado, ese tiempo en donde nos han estado reinventando para que nada cambie.

El país se ha transformado, y los señores del poder y de las élites parecen no haberse dado cuenta de ello. Las innumerables crisis que ya no dan espera –la de los estudiantes es apenas una de ellas– no se pueden seguir discutiendo sobre una endeble institucionalidad corrupta y miope, y mucho menos pretender que se resuelvan bajo ese marco débil de la organización política que opera en la actualidad. Probablemente no sea un asunto de las instituciones sino de los hombres que las manejan a su antojo, los que desacreditan la escasa coherencia política que les queda. Basta ya de que una astuta y reducida camarilla de hombres se tome la palabra en nombre de todos los colombianos, y dirijan los destinos de un país a sus espaldas, jugando a disfrazar su papel de intermediarios de lo público para desmantelar el Estado en beneficio de unos privilegios privados.

Notas

1.- National Security Council Directive, 10 de Julio de 1950, citada en Final Report of the Select Committee to Study Governmental Operations with Respect to Intelligence Activities, United States Government Printing Office, Washington, 1976.

Guillermo Villamizar
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