La membrana mutante, Verónica Lehner en SGR

PH: Óscar Monsalve

 

En una de las propuestas de gestión que –de seguir como va– modificará el perfil del campo artístico bogotano de aquí a diez años, la artista caleña Verónica Lehner presenta una hipótesis móvil en/de pintura verde manzana. Dentro del proyecto Ejercicios de complicidad o la obstinación de lo mutable, la artista exhibe una reflexión literal y figurativa sobre las ideas de “alteración” y “virtualidad”. Pero planteada como un juego de pares opuestos: la obra se mueve, pero parece quieta; flota, pero termina(rá) apoyada en el piso; se estira, pero con el frío se encoge. Es como un animal en vía de expansión que piensa como planta.

La suya es entonces una premisa matérica resuelta en forma de membrana de pintura tramada por capas superpuestas de pigmento aglomerado aplicado a mano. Cuando comenzó la muestra, medía 14 metros de largo; hoy, más. He ahí una de sus virtudes: Lehner quiere con ella abarcar el espacio disponible bajo el techo de una sala rectangular, elevándola como un objeto capaz de suspenderse sobre las cabezas de les espectadores, atravesando la pared superior que divide el espacio de la galería, sin dejar de decir en ningún momento que se trata de lo que es: pintura. Un potencial de algo.

Aliterando al hoy lejanísimo Pierre Levy, esta obra es pura reflexión a futuro: nos hace renovar la pregunta sobre lo que significa “percibir”. Funciona como puro ejercicio existencial respecto a la necesidad de comprender que el objeto, su materia, el lugar que ocupa y quienes lo vemos, hacemos parte de un enorme cuerpo donde, de faltar/fallar alguna de sus partes, su funcionamiento se malograría. Levi: sin máquinas, redes de transporte, circuitos de producción y distribución de armas y energía, no podríamos habitar este mundo o estaríamos muertos o no habríamos nacido o no habríamos llegado a ser tan viejos. Lehner: sin interdisciplinariedad, sin posibilidad de cuestionar el status de la pintura como una técnica tradicionalmente sometida a lo bidimensional, sin une espectadore dispueste a hacerle preguntas a su trabajo, sin una institución dispuesta a albergar su reflexión, sin clima fluctuante, su obra no habría llegado a cumplirse por completo o permanecería en latencia interrumpida o jamás habría alcanzado un estatus diferente al de materia pigmentosa seca.

Por eso es que hay que verla varias veces hasta entender que es como una película de Jonas Mekas (“keep looking for things in places where there is nothing”): una nata sintética que no cubre todo el techo de la sala, ni lo reemplaza ni se le superpone, que pende de puntos, que son guayas, que atraviesan sendos cilindros, que giran a medida que un dispositivo de engranajes controla la caída de dos pesas que son fuerza y corazón de la obra. Un complejo mecanismo que, como un reloj, sólo revela su efecto al pasar del tiempo: si la exposición no acabara nunca, la obra terminaría en el piso. O, á la Levy, se transformaría en otro potencial. Fantasmagoría del material que poco se ha vuelto a perfilar entre les escultores de nuestro campo artístico. Ya era hora.

Pero también, como ficción que es, esta obra pivota en la representación de un relato que reposa en el texto curatorial. Bajo el techo de la sala de exposiciones hay un rectángulo cortado a profundidad, y por él, Lehner mete la superficie de acrílico. Simula el desagüe que medía la mitad del diámetro de un pulpo que la artista viera en un video shitposting, por el que el animal se escurría tratando de escapar de la mirada perniciosa de quien le grababa en la cubierta de un barco. La membrana de Lehner es ese pulpo y da miedo. Porque, al ser resultado de la adaptación de su estructura molecular por medio de fuerza física, terminó dotada de espiritualidad. Un rezago que en otras ocasiones sería desperdicio, tratado ahora como memento de que las cosas que se mueven sin nuestra mediación nos despiertan temor. Y que si persisten en ello, nos llevarían hacia el pánico. Por ejemplo, el de la pintura “viva” que podría terminar devorando a su poseedor.

PH: Óscar Monsalve

Tiempo atrás, la artista había ensayado poner en tensión estructural un objeto parecido. Lo hizo en Odeón, en la muestra Defectos lineales o dislocaciones. Sin embargo, en esa oportunidad la obra se suspendía por uno de los vacíos del espacio anfitrión poniéndose en peligro de manera más evidente. La hipótesis que contrariaría los ideales de conservación tradicionales, era delimitada allí como otro potencial mucho más literal, mucho más agresivo: y ¿qué sucedería si la obra cayese sobre une espectadore descuidade en-el-momento-menos-pensado? ¿Sucedería una tragedia? ¿Se asfixiaría en pintura?

En esta ocasión, la idea de la relación problemática entre quien mira y la pieza se vio desplazada por el uso de la gravedad controlada mecánicamente como componente. Al tiempo que introduce “vitalidad” en la configuración del objeto, implica un compromiso con varios postulados de la autora: la relación de la obra con su arquitectura circundante deber operar como resultado de una particular interacción con el espacio (un cubo blanco, de hecho), a la vez que ser análisis de sitio específico. Es decir, lleva a que la galería donde reposa la membrana se haga preguntas sobre su localización. No tanto en el sentido del cambio sociocultural del barrio que la recibe, como de las necesidades que una propuesta como esta puede cubrir allí mismo: ¿hasta dónde se podría extender la presentación de ese objeto? ¿qué sucedería si lo adquiriese algún nativo del sector, lo emplearía en algo o lo dejaría ser/flotar?

Si quedaba alguna duda, con esta propuesta Lehner acaba de afianzar su postulación a próximas versiones del Premio Luis Caballero. En este sentido, Ejercicios de complicidad o la obstinación de lo mutable es una maqueta (otro potencial), que discurre de modo menos grandilocuente que el de les seguidores más tercos del contramonumentalismo local, sobre las necesidades que una propuesta como esta podría cubrir: ¿qué edificio se sometería al ejercicio de saturación de materia que podría lograr la artista? ¿Hasta dónde se extendería el material? ¿Adquiriría profundidad? ¿O sería, volviendo a Mekas, un ruido blanco tan adecuadamente inserto en la cotidianidad que se pareciera a ella? ¿Un pulpo enojado por que lo joden y lo joden con una cámara?

Verónica Lehner

Ejercicios de complicidad o la obstinación de lo mutable

Mayo – junio

SGR Galería

Bogotá

Guillermo Vanegas
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