Sala de exposiciones A.S.A.B.  (Bogotá)

 

 

Rectificado. Fotografías de Boris Restrepo

 

La religiosidad contemporánea está mejor que nunca. Ahora hay más templos, más tumbas, más héroes. La industria cultural ha logrado transformar la fe hacia santos y próceres por efigies de industriales o poetas (que hacen poesía en cantidades  industriales). Gente con recursos y pretensiones organiza viajes para ir a besar sin asco, llorar, cantar o leer ante las tumbas de sus titanes emocionales. Alivian en parte la conciencia de su propia desaparición asumiendo que hay eternidad cerca a  los restos de seres que consideran geniales. Además, les llevan algo o los roban. Exvotos de ida y vuelta.  Boris Restrepo se ha especializado en estos últimos.

Interesándose con igual énfasis en el arte abstracto del siglo pasado o la memorabilia de la música popular juvenil de la década de 1990, decidió revisar las múltiples versiones teóricas sobre la pintura de campo de color y visitar también la tumba de un cantante muerto. Concentrándose en la relación con la muerte que establecen ambos entornos culturales, ubicó afinidades formales que explotó a su favor. Encontró que en ambos contextos hay abundancia de imágenes monócromas o con líneas rectas. Desde su perspectiva, se trataba de una relación problemática con la representación de la desaparición final. Para Restrepo, la pintura abstracta de campos de color y la visualidad de algunas bandas hardcore, a veces hablan de lo mismo: una nueva muerte. De hecho, con la llegada de la sociedad postindustrial (y hasta que la crisis de 2008 empezó a derrumbar los sistemas de salud de los países del mundo desarrollado), varios atributos del fallecimiento natural comenzaron a desaparecer: la agonía (ésta se documentaba en aparatos digitales que emitían pitidos), los cadáveres (la autopsia no era vista por seres queridos), el olor (el perfume a desinfectante abundaba en las salas de velación), los adornos (comenzaron a proliferar los deudos que pagaban porque se sembraran árboles lejos de sus casas), el sentimentalismo. En últimas, una ausencia de representación visual de la partida real. Así, Restrepo configuró esas reflexiones por acumulación en proyectos donde intentaba conocer mejor el contacto actual entre los humanos y lo sobrenatural. Para ello reunió muerte, abstracción geométrica y error tecnológico.

Al trabajar con el emplazamiento de los restos del músico GG Allin, verificó el modo en que nadie había dejado en paz ese lugar. Ni los fanáticos del músico acudiendo en masa (ebrios, dispuestos a depositarle todo tipo de fluidos y gritar sus canciones de memoria); ni la administración del cementerio donde está enterrado (que se ha empeñado en eliminar cualquier traza de su existencia para detener el peregrinaje); ni el dios de las memorias SD: cuando visitó el lugar, Restrepo sacó una serie de fotografías tomadas desde diferentes perspectivas con la idea de organizar algo similar a una guía para turistas conmovidos. El problema fue que casualidad, fortuna y desgracia técnica intervinieron y las fotografías “se” “dañaron” de la mejor manera. Los archivos digitales quedaron corrompidos marcando franjas monocromas de colores en lugares específicos de las imágenes. La fotografía mal digitalizada de un espectro mediático.

Alguna vez leí  en el artículo de un catedrático español –Joan Oleza, creo–, que el núcleo de la estética moderna estaba en resolver una serie de preguntas formuladas en verso:

“¿qué hacer, en poesía, con la realidad?

¿qué hacer, en la realidad, con la poesía?

¿qué hacer, en la realidad y en la poesía,

con la historia y con la ficción?”

Para el conjunto de imágenes que Boris Restrepo produjo alrededor de la tumba de Allin, la cuestión podría resolverse cambiando las palabras “realidad” por “muerte” y “poesía” por “fotografía digital”. Y entonces volver a cantar:

 

“¿qué hacer, en la fotografía digital, con la muerte?

¿qué hacer, en la muerte, con la fotografía digital?

¿qué hacer, en la muerte y en la fotografía digital,

con la historia y con la ficción?”

Sí, una pésima canción, pero también un excelente acercamiento (borroso, superformal, ultraerudito y silencioso), para recuperar el respeto hacia  aquello de lo que no tenemos imagen verdadera. Marcas pixeladas de sitios que albergan cadáveres, planos interrumpidos de paisajes fríos. Calma y tranquilidad frente a una muerte que no queremos ver de cerca, sino a través de sucedáneos poco escandalosos. En gran medida, la implicación de Restrepo con este asunto tiene que ver más con el recogimiento espiritual protestante que con el derroche sensorial católico. Un juicio en diferido contra la visualidad contrarreformista.

 

Guillermo Vanegas

 

 

Guillermo Vanegas
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